Venezuela

La superficialidad

Somos una civilización Snapchat, una sociedad donde los mensajes perduran como máximo 10 segundos en la consciencia. Las ideas, como los snaps, están condenados a desaparecer

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En diciembre, mi hermana me regaló una nueva biografía de Napoleón Bonaparte escrita tras la reciente publicación del epistolario completo del emperador con las 33.000 cartas firmadas por él. Había olvidado la densidad de su genio.

Napoléon leyó La Nueva Eloísa de Jean-Jacques Rousseau, una novela epistolar de 800 páginas, a los 9 años. Antes de los 14 años ya había leído a Polibio, Plutarco, Cicerón, Tasso, Virgilio, Corneille, Racine, Voltarie, Diderot. No imagino a ningún militar de hoy llevándose el poema de Ossian en sus campañas ni a ningún político recitando de memoria párrafos enteros de Virgilio. Si tal fuera su cultura, no hubieran llegado muy lejos en sus carreras en el mundo contemporáneo.

Vivimos en la sociedad del espectáculo, en el reino de la superficialidad y de lo efímero. Basta un poco de profundidad para que cualquier personaje público se nos haga tremendamente pesado, aburrido. Algo hay en la cultura mediática que ha remplazado las ideas por los eslóganes y las apariencias. Y no se trata de la levedad, como podría entenderla Ítalo Calvino en sus Seis propuestas para el próximo milenio. Se trata de una civilización conformada por la banalidad y las ideas frívolas, por las repeticiones, las consignas superficiales y los estereotipos. Sirva como ejemplo, en el plano local, Venezuela, país que ha sido consumido por la mayor representación de la superficialidad de toda su historia historia republicana: la Revolución Bolivariana, la más insólita exaltación de la estulticia y la gansada al rango de genialidad política y originalidad económica.

La superficialidad no es ajena a la brevedad. Cuando comencé a escribir en el periódico El Universal me solicitaban artículos de 10.000 caracteres. Hoy más de 2.500 caracteres cansan al lector. En mis primeras presentaciones en los congresos de mi especialidad,  una ponencia de una hora era seguida de otra hora de intenso debate, de minuciosa y profunda discusión. En los congresos de hoy, miles de ponentes se superponen apresuradamente en espacios de 20 minutos. Las preguntas se despachan en minuto y medio y, con suerte, una pregunta inteligente tal vez reciba como respuesta 140 caracteres en un twit.

Somos una civilización Snapchat, una sociedad donde los mensajes perduran como máximo 10 segundos en la consciencia. Las ideas, como los snaps, están condenados a desaparecer. Pero tampoco la imagen es portadora de densidad como las representaciones renacentistas en el Teatro de la Memoria de Giulio Camillo. Nos rendimos ante los fulgores de una nueva aparición de fama, esa criatura alada, de muchas bocas y ojos, que vive rodeada de la credulidad, el error y los falsos rumores.

Si en el mundo antiguo la gloria dependía de una hazaña que sólo después de realizada podía ser mostrada y dada a conocer, lo que caracteriza a la celebridad contemporánea es que su único requisito es ser celebrada. Y en nuestro universo mediático, solo lo superficial es celebrado.

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