Venezuela

Día de examen en el liceo militar

Soy un civil que cree que no todo se reduce a un FAL y una tanqueta y a un político corrupto que soborna militares para poder seguir en el poder.

Publicidad

Cuando iba a pasar de primaria al bachillerato, a mis padres se les ocurrió que quizás yo podría entrar en un liceo militar. No los culpo, para nada; más bien les agradezco, pues ya a esa edad pude comprender que yo soy civil y que no me gusta para nada el mundo militar.

Mucho menos hoy, que veo a un Guardia Nacional arrebatarle a un civil indefenso un cartelito tamaño carta donde simplemente estaba escrita en resaltador amarillo una frase clara, contundente y respetuosa.

«Revocatorio ya». Esa era la frase.

Pero el Guardia Nacional, desde el otro lado de una barrera de tubos, grandote él en su ira, con un chaleco puesto y rodeado de cientos de guardias más, le sacó de un tirón el cartelito al muchacho, el único que logró llegar a la sede del CNE para hacer escuchar, de manera definitivamente pacífica, su voz. Su voz que es disiente, su voz que es distinta. Su voz que es la de un civil.

Por cierto: escuché a hablar al muchacho, al militar nunca. Quizás, si escuchamos con atención, algún gruñido se escape por ahí.

Pero véanlo bien: no importa quién es el muchacho, no importa si es estudiante, no importa cómo se llama: lo que importa es que es civil y es un solo hombre.

Un solo hombre, y remárquese la palabra hombre. Un solo hombre ante cientos de hombrecitos bravucones con chalecos y armas y tanquetas que actúan de una misma manera (no me consta que piensen todos igual) y que se ven perturbados en su soberbia seguridad por uno solo. Por un muchacho con un cartelito.

El poder de lo civil, cómo les molesta el poder de lo civil. Cómo les molesta la diferencia.

Pero volvamos al liceo militar de mi recuerdo. Tenía yo unos dieciséis años y mi padre me llevó a presentar el examen de admisión. Creo que quedaba en Los Teques, y por eso fuimos a Caracas y nos quedamos en la casa de un tío que había llegado a teniente de la Naval, y que se había dejado de eso y ahora tenía una tienda de discos en la avenida Baralt.

En esa tienda de discos, la de mi tío ex militar, compré discos de Queen, de Pink Floyd, de Durán Durán, de The Who, de Santana, de Prince y de Los Beatles. También, de esa tienda, mi papá sacaba películas pornográficas que después yo veía a escondidas en la casa.

Así que ya usted ve, entre la música y el porno, aquella tienda y mi tío ex militar no eran el mejor de los ejemplos de una vida espartana, ¿no?

Ese día de la prueba partimos de la tienda, mi papá y yo, vía Los Teques. Yo iba a su lado, y me sentía pequeño, muy pequeño, y muy angustiado ante lo nuevo por venir. Luego, me recuerdo con absoluta claridad parado con otro montón de muchachos a pleno sol en un patio enorme. Unos adultos uniformados dirigían nuestras acciones. Querían de nosotros disciplina, silencio, obediencia. Y lo hacían a gritos, sin amabilidad alguna.

Y yo sé, yo sé, entiendo, que en una guerra no se puede andar diciendo «Por favor, jovencito, luego de comerse su cereal, vaya y mate al enemigo». ¡Pero coño!, la verdad que yo no me sentía en tiempos de guerra ni andaba con ganas de matar a ningún invasor de mi país, porque simplemente, no existía tal invasor.

Y además hacía calor, mucho calor, y el sol nos hacía hervir los sesos.

Pero aquellos señores uniformados, pues nada, como si todo aquello fuese muy divertido. Como si estuviéramos en un parque de agua, o frente al mar. Ya usted ve, qué maravilla.

En cierto momento vi pasar a unos muchachos vestidos de soldados (eran alumnos) con morrales que lucían muy pesados sobre sus espaldas, corriendo como almas en el Infierno, mientras otro uniformado con cara de piedra les gritaba barbaridades.

Alguien a mi lado, uno que miraba con lascivia todo aquello, me dijo que esos que acababan de pasar eran unos que habían cometido alguna falta y estaban recibiendo su debido castigo. Aquel muchacho que también estaba pronto a examinarse sonreía como si deseara ser él mismo el castigado, como si lo anhelara con toda su alma.

Yo tenía el pelo (sí, el pelo y no el cabello) largo. Me gustaba tener mi pelo largo. Y además usaba anteojos, desde los ocho años. Mis anteojos de aquel entonces eran redonditos, como los de John Lennon.

Y escuchaba a Los Beatles, y era feliz escuchándolos.

Además me gustaba leer, me gustaba estar en mi cuarto, con mis libros. En aquel entonces quizás ya estaba leyendo a Borges y su Historia de la eternidad.

El muchacho de la sonrisa, aunque conversador, no me gustaba, precisamente por su sonrisa de amor hacia todo aquel escenario, ni tampoco me agradaba el… yo no sé, ¿sargento?… que caminaba entre nosotros con las manos atrás y veía a cada uno con aires de severo examinador.

—Ay muchachito —me dijo con tono burlón al verme—, esa melenita hay que cortarla.

Creo que fue en ese instante, justo en ese instante, que me dije: «Lo siento papá, lo siento mamá, pero esta no es mi vida».

Y es que yo soy civil, y no militar, y no tengo nada contra los pelos largos, y no tengo nada contra Los Beatles ni tampoco nada contra una cama o un sillón donde me pueda sentar a leer durante horas un libro que me gusta.

Porque es así, soy un civil que aprecia la vida contemplativa, la vida del estudio, la vida del pensamiento, la crítica y la diferencia, un civil que cree en el ocio y que la vida contemplativa también es importante para un país, porque pensar y escribir novelas y cuentos y ensayos se proyecta de igual manera hacia la vida activa de un país.

Soy un civil que cree que no todo se reduce a un FAL y una tanqueta y a un político corrupto que soborna militares para poder seguir en el poder.

Comprendí que sí, que era un civil.

«Mi pelo, no joda, mi pelo, me lo cortaré el día que me de la real y sustancial gana». Eso me dije y, de hecho, usé muchos años el pelo largo.

Aquel día experimenté una invasión a mi individualidad. A mi derecho a ser yo mismo. Al que le gusta la vida militar, pues chévere. Pero a mí no me metan en eso. No me obliguen, muchas gracias.

Yo no lo obligo a usted a ser un aburrido civil que lee, que escribe y que sale todos los días a intentar la libertad —individual— de cada uno de nosotros.

Así que llegó la hora del examen, y yo no hice más que responder de la peor manera posible. Años después habría de confesarle esto a mi padre, que ya murió, que en paz descanse, y cuando se lo conté, cabe decir, él estuvo muy orgulloso de mí.

El asunto es que así fue: respondí todo absolutamente mal.

«¿Cuáles son los medios de comunicación?», decía una pregunta, y yo respondí algo así como: «La silla, la mesa y la cama».

Silla, mesa y cama, valga decir, si lo vemos creativamente y con un poco de humor, son medios de comunicación, ¿pero cómo le explica uno eso a un militar que le arranca un cartelito a un muchacho solitario? En fin…

En la sección de matemáticas fui realmente feliz. Yo de matemáticas nunca he sabido nada, así que me dije: «Aquí, aunque intentara lo contrario, siempre saldré mal». No obstante, por si acaso, me aseguré de contestar con los pies, o mejor, con las pezuñas. Si me hubieran preguntado cuánto es 2 + 2, pues simplemente hubiera contestado 1.247.854.

Así de erradas fueron mis respuestas, y no sé si realmente a los militares les interesaba mucho la prueba escrita y mi inteligencia, lo que sí puedo decir es que al examen físico no llegué, pues éste debía efectuarse otro día y en caso de que aprobara la prueba escrita.

Ah, debo acotar que seguramente cometí un error que me dio algunos puntos positivos. Al final de las cien preguntas (porque eran cien), se me pedía que hiciera un dibujo. Desde pequeño he dibujado, así que me dije que haría un dibujo muy bueno, como para que vieran que tenía inadecuadas inclinaciones artísticas. Pero creo me equivoqué en el tema. No sé por qué, se me ocurrió que hacerme pasar por loco sanguinario sería una buena idea, y así fue como terminé dibujando a un soldado que le disparaba con una metralleta a otro soldado que estaba en el piso, lleno su cuerpo de cientos de agujeros y rodeado él todo de mucha y mucha sangre.

Sí, lo sé, debí de haber dibujado un paisaje lleno de flores, pajaritos y mariposas, pero bueno… eso fue lo que se me ocurrió en aquel momento.

Quién sabe, incluso, si por aquel dibujo estuvieron a punto de aceptarme.

Pero en realidad no fue así. No entré. No me convocaron.

Hoy en día, viendo lo que veo, lo agradezco.

Publicidad
Publicidad