Venezuela

La ciudad contra el poder, o el despertar de una política ciudadana

Política y ciudad no deberían ser dos temas separados. De antiguo no lo eran. Aristóteles declara en Ética a Nicómaco que el hombre es un animal político, es decir, que vive en una polis, en una ciudad. De hecho, para Aristóteles, el solitario se encuentra en desgracia, pues para el Estagirita, parte de la felicidad se complementa en el quehacer político.

Publicidad

Cuando hablo de felicidad, hablo de aquello que constituye para Aristóteles el bien último, el mayor bien de todos. El bien, cabe decir, es el fin principal de todas las cosas, pues el bien es buscado por sí mismo, es valioso en sí mismo. Aristóteles encuentra entonces que el mayor de todos los bienes, ya lo he dicho, es la felicidad.

Los honores, el placer, la inteligencia, el dinero, los deseamos por causa de la felicidad. Gracias a ellos, así pensamos, seremos felices. Por lo general creemos que tales elementos son la felicidad, creemos que ese es el thelos, el fin más completo de nuestras vidas. Pero nos engañamos, la felicidad no son estas cosas, la felicidad es autosuficiente, aunque no debe confundirse esta autosuficiencia con la soledad. La felicidad es en relación con otros, con la ciudad. Así nos dice Aristóteles.

La búsqueda de la felicidad es una búsqueda política (se da en la ciudad), una búsqueda, por lo tanto, en la acción, en el ámbito de lo público. Así, el mayor bien se da en la práctica. No obstante, la felicidad, como algo buscado precisamente por sí mismo, no tiene mayor utilidad. Vamos hacia la acción para alcanzar algo inútil. Kant diría mucho tiempo después que el fin último es en realidad la libertad, pero sigamos con Aristóteles para no meternos en otros meandros.

Resulta paradójico, pero es así: para encontrar la felicidad que es buena en sí misma y que la queremos porque sí y nada más, debemos realizar ciertas actividades. De allí que Aristóteles también considere la vida contemplativa como un aspecto fundamental para lograr el bien mayor en los hombres que se relacionan en la polis. La vida contemplativa es, según Aristóteles, la que ha de buscarse. ¿Por qué? Porque la vida contemplativa es una actividad, pero superior y que se da en gran parte en el ámbito de lo privado.

La función propia del hombre para Aristóteles, la actividad que lo identifica en sí (sin flauta, sin cítara, sin barcos, sin armas) como hombre, es la de la razón. Así, la función propia del hombre es una actividad del alma que implica razón, pero además, en el hombre bueno, esa actividad debe ser realizada con excelencia, por medio de la virtud, que además se obtiene por la costumbre, es decir, por la práctica, pues la virtud no es un estado mental o pasivo. De todo esto se colige entonces que la vida contemplativa es también una actividad, una acción.

Acá, antes de continuar, se debe aclarar que en la antigüedad griega la concepción de lo público y lo privado era muy otra. Explica Graciela Soriano que para el griego antiguo, parte de la libertad consistía en estar libre de las necesidades que imponía el lugar de habitación, la casa, allí donde dictaba impronta la necesidad, donde se encontraban las limitaciones a lo interno.

Un hombre que tenía necesidades en su casa, no era libre, pues no se había liberado de los obstáculos que le permitían hacer una vida pública que lo convirtieran en un ciudadano íntegro de la polis. Tal como Soriano nos dice, para el griego antiguo no existía una diferenciación entre lo social y lo político, mientras que lo económico estaba claramente dirigido al espacio del oikós, de la casa, donde se intentaba llevar una vida sin necesidad que le permitiera al hombre salir al ámbito de lo público a desarrollarse plenamente.

De modo que, una vez más, encontramos unidos los dos universos: el de la vida contemplativa y el de la vida activa. La vida de la razón, que es una actividad que nutre al alma y la vida de la acción en el espacio público, que desarrolla plenamente la felicidad por medio de la política. No se da una cosa sin la otra. Lo privado necesita de lo público y viceversa. O mejor, la vida contemplativa necesita de la vida activa, pero también la vida activa no es nada sin la vida contemplativa.

Tal como explica Pocock en The Maquiavelian Moment, la Florencia del humanismo cívico no sólo es la del vivir activo, la de la excelencia del ámbito público, sino también la que necesita, requiere y exige la reflexión, el conocimiento, la vida contemplativa. Allí, en el intercambio, en el proceso de ida y vuelta entre el recogimiento intelectivo y la actividad política, se encuentra el humanismo cívico florentino y parte de la esencia de la vida que se vive en una república.

No puedo menos que pensar, trayendo tales ideas a nuestros tiempos, en la ligereza con la que la gente sale a decir y a discutir temas sobre cualquier cosa. Porque hoy día todo el mundo es experto en todo y cualquiera tiene una opinión y no la calla, porque callar implica perderse el foco de luz en que se han convertido, por ejemplo, las redes sociales o la radio o las mismas revistas digitales. Bajo la excusa de la libertad de expresión se escupen, se vomitan palabras sin sensatez, sin el filtro de la razón ni mediación de conocimiento.

Hoy día, con ese difuminarse de la vida pública y privada que acontece en las redes sociales, vemos cómo se producen discursos irresponsables e ignorantes. El acto consciente de emitir una opinión seria suele quedar por fuera ante la necesidad intempestiva de actuar, de generar algún tipo de discurso en las redes, sobre todo cuando se trata de temas álgidos como la política.

Sí, hay que estar en la calle, hay que recuperar la verdadera política de la ciudad, pero la verdadera política de la ciudad, en lo real y en lo virtual, ha de pasar por la conciencia de la responsabilidad. Una ciudad se hace ciudad cuando sus ciudadanos intentan ser excelentes en sus acciones y sus palabras.

Hace falta responsabilidad en el discurso, sobre todo en estos tiempos confusos, donde desde el poder se nos habla de un modo tan oscuro, caótico y, sin duda, irresponsable. Deberíamos tener un fuerte compromiso con el conocimiento y también con el lenguaje. Y no hablo de palabras bonitas, hablo de utilizar bien el lenguaje y además de usarlo en toda su riqueza de significados.

El diálogo Alcibíades o de la naturaleza del hombre, comienza con el joven Alcibíades ya considerándose con suficiente edad y aprendizajes como para salir hablar con la gente, para salir a guiar, a hacer política. Pero, ¿realmente Alcibíades tiene algo que decir? ¿Realmente sabe algo y está capacitado para guiar a la personas hacia una vida feliz?

Sócrates, como es su costumbre de tábano, comienza a indagar, a hacerle preguntas al muchacho en torno a lo justo y lo injusto en el obrar político. Alcibíades pronto comienza a aceptar sus debilidades, y Sócrates, con una pregunta siempre, concluye:
¿Y no se ha dicho con respecto a lo justo y lo injusto que el hermoso Alcibíades, hijo de Clinias, estaba en la ignorancia, pero se creía sabio, y que se encontraba dispuesto a ir a la asamblea para aconsejar a los atenienses sobre aquellas cosas que él ignoraba? ¿No era eso?

Alcibíades no tiene más remedio que contestar: «Indudablemente».

Sócrates llega a llamar arrogante a Alcibíades y le dice que tal arrogancia no lo deja aprender. Alcibíades, no obstante, ya ha empezado a aceptar. Sócrates le dice: «¿No consideras, por tanto, que los errores en la conducta práctica provienen de esta misma ignorancia, a saber, de creer que se sabe lo que no se sabe». Los ignorantes, además, dice Sócrates, se entregan a las opiniones ajenas, porque no saben pensar por sí mismos, y causan así mayores desgracias. La ignorancia al decir y al actuar es la verdadera causa de los males.

Al final, Alcibíades acepta totalmente que nada sabe, y que mucho daño haría si saliese a decir cualquier cosa a los otros. La ignorancia llevada por la insensatez de la verborrea y del malentendido compromiso político, conforman las cabezas de esa Hidra que medra en nuestro ámbito público.

El conocimiento, como ya se ha dicho, no es un estado pasivo. Tampoco ha de alienar al hombre y convertirlo en un amansado buscador de comodidades dialécticas que se doblegue frente aquellos que nos destruyen con sus ideologías fracasadas, pero que no dejan de creer que son los defensores de un pueblo que no existe. Ellos, para colmo, se hacen llamar pueblo a sí mismos y no paran de hablar de libertad.

Así es el discurso colectivista y planificador de las pretendidas justicias sociales: un discurso de apropiaciones de signos. Usa las mismas palabras que usó el liberalismo desde el principio, y las lanza al ruedo del ágora y a los oídos de los ignorantes sin distinciones ni aclaraciones. ¿De qué habla el socialismo cuando habla de libertad y de qué habla el liberalismo cuando habla de libertad? Freidrich Hayek, ya lo advertía para 1944 en Camino de servidumbre.

La palabra libertad fue sometida a un «sutil cambio de significado». Originalmente, desde los primeros pensadores de liberalismo, se había hablado de libertad frente a la coerción, frente al poder arbitrario de otros hombres y de supresión de los lazos que pudiesen obligar a una persona a obedecer las órdenes de un superior a quien está sujeto.

Pero luego, la libertad del socialismo fue una libertad que promulgó destruir el despotismo de la indigencia física y abolir las trabas del sistema económico. Esta nueva libertad limitó el campo de elección del individuo y puso al Estado como controlador de la esfera protegida de los hombres, que es su individualidad. Para Hayek, ese concepto socialista de libertad no es «más que otro nombre para el poder».

Las mismas palabras no contienen los mismos significados. Frente a ello deberíamos estar atentos y claros. Las falacias del poder deben ser mostradas en la arena pública. Pero también hay que mostrar los errores, las fallas, los descalabros de quienes ven la lucha contra la revolución desde una concepción inmediata, heroica y de show espectacular que los lleva a decir los primeros cuatro dislates que se le ocurren, dislates que además son usados a su favor por el poder.

Es sumamente necesario ese espacio de acción de la vida contemplativa que, así lo pienso, nos hace ir mejor preparados al ámbito de lo público, a la ciudad, al país. El manejo del discurso y de su lenguaje es prioritario. No debemos dejar que nuestro lenguaje empobrezca ni que los otros nos limiten a unas pocas palabras con significados prefijados. Si ellos nos dan unas pocas palabras, y nosotros no abrimos esas palabras a otros significados, entonces nada haremos, porque estaremos luchando desde nuestra ignorancia contra la maldad de los otros, incluso contra la ignorante maldad de los otros.

La revolución ha pretendido —y no dudo que en gran parte lo ha hecho— acabar con el espacio público. Más aún: ha convertido gran parte de ese espacio en un afuera caótico de supuestas libertades que ha impelido a la gente a creer que puede actuar allí de cualquier manera y vociferar lo que mejor le parezca.

Política y ciudad no deberían pensarse por separado, tampoco conocimiento y vida activa. Eso es parte del logro de la revolución desintegradora que hemos vivido: que nos perdamos entre los escombros del espacio público, ese caos, entre otras tantas cosas, de palabras que se lanzan dentelladas en su monstruosa cerrazón.

Ideas claras deberían llevar a acciones claras. Pero por supuesto es difícil pensar con claridad en estos tiempos, y se ha visto que, en muchas ocasiones, quienes se pretenden los pensadores de la claridad suelen ser los mamelucos de una dejadez complaciente.

Michel Foucault habla de un concepto que considero fundamental en nuestros días: la parresía, una manera de hablar propia de la antigüedad griega que consistía en un decir verdad frente al poder, sabiendo, estando consciente el parresiastés (quien decía la parresía) sobre el peligro que implicaba hablarle de manera directa al poderoso.

Pero el parresiastés era alguien que se había detenido a pensar, que sabía lo que decía y que tenía además talla moral. Parresía no es hablar por hablar. Parresía es decir un discurso que revela las mentiras de los poderosos y que también les muestra la realidad sin velos.

La política no se hace sin acción dentro del espacio público, es cierto, pero la acción necesita otro tipo de actividad que la complemente: la de la razón que actúa en la vida del pensamiento, del conocimiento, de las buenas ideas. Así llevamos la ciudad a la política, así podemos hacer de la ciudad un espacio que vuelva a traer una política verdaderamente deseable, por lo menos, la de los ciudadanos.

Publicidad
Publicidad