Venezuela

¿Cómo recordaremos a Nicolás Maduro?

Los años de Maduro serán recordados como los tristes años de la decadencia.

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¿Se va a tomar en serio la historia, los historiadores venezolanos del futuro, el argumento de la guerra económica como herramienta de análisis de la crisis económica y social más grave que han vivido los venezolanos en los últimos de 100 años? ¿De verdad la escasez de vacunas es responsabilidad atribuible a Lorenzo Mendoza? ¿Entraremos a considerar en unos años, hablando en serio, de la existencia de una guerra no convencional contra un gobierno pacífico y exitoso?

El sesgo implacable, el nítido trazo, que, en la mayoría de las ocasiones, le ofrece la perspectiva histórica a las personas, guarda una relación directa con la posibilidad de serenar las pasiones e interpretar con independencia de criterios los resultados objetivos en el trajinar público o la obra de un gobierno.

Deben pasar 25 años luego del deceso de un personaje público para que las autoridades nacionales debatan en torno a la eventualidad de que ingrese o no al Panteón Nacional. Esta cláusula, que ha sido respetada incluso por los chavistas, ha terminado por ser internalizada entre los ciudadanos: descansa en la certeza de que serán los venezolanos del futuro los que decidirán cuando de notable o de prescindible; cuan constituido o no está un legado concreto dentro del adn nacional; cuánto fue lo aportado a la venezolanidad como patrimonio colectivo por determinado liderazgo, personalidad o corriente.

El liberalismo amarillo, por ejemplo, fue un poderoso movimiento político en el siglo XIX venezolano. En sus años fundacionales tuvo un innegable sesgo democratizador y progresista. Sus dirigentes pensaron que las luces liberales tendrían un pacto con la eternidad, que se extendería hacia el futuro. Más adelante, los liberales no se cansaron de levantarle monumentos personales a Guzmán Blanco y obras alusivas a la Federación como proyecto nacional.

La gesta federal ha terminado resultándonos, no sólo una confrontación inútil y trágica, sino un proceso chungo y sin resultados, con pocas luces en lo político, que no se tradujo en realidades concretas ni en mejoras sociales, y que segregó gobernantes tan crasos, inoperantes e insuficientes como Juan Crisóstomo Falcón.

Ni los ardides diplomáticos, ni las marramucias institucionales, ni las movilizaciones, ni las jornadas de solidaridad, ni la censura a las denuncias, ni las honras y exequias perpetuas a Hugo Chávez, salvarán a Nicolás Maduro de una sentencia histórica extremadamente severa cuando toque evaluar su período constitucional.

Maduro puede terminar siendo retratado, sin que cavemos demasiado hondo, como el Presidente más incapaz y desastroso de todos los que hayan tenido que gobernar Venezuela. Puede que ocupe ese discutible olimpo junto a Julián Castro; la dinastía de los Monagas e Ignacio Andrade.

Maduro será interpretado, en primer lugar, en el terreno en el cual se definen, en realidad, los perfiles exactos, los atributos y las autoindulgencias, en el gobierno, en la escuela, los deportes, y en casi todos los eventos de la vida: los números. Esos números que sus secuaces hoy esconden paladinamente, porque, en realidad, son los números de la crisis.

Nadie va a salir a preguntar quiénes eran los dirigentes empresariales del año 2014 cuando toque cotejar el naufragio de la economía venezolana. La lupa estará centrada en la conducta de Maduro y su entorno: un equipo dirigente asombrosamente incapaz y dogmático; sin método administrativo ni atributos personales para encarar esta complejidad, y que, además, se ha corrompido terriblemente luego de tanto tiempo en el poder.

Los años de Maduro serán recordados como los tristes años de la decadencia. La era del toque de queda; de las ciudades solitarias; los años de la violencia, el descaro, el saqueo y el pillaje. Los años del fin de la felicidad. Nicolás Maduro se quedó sin logros en sus alforjas. Se vació de contenido. Terminó convirtiéndose en el delta en el cual vino a retratarse el desenlace del chavismo.

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