Venezuela

La clase media marchó con arrechera

Desde Caurimare y hasta Las Mercedes, residentes de las zonas “del este del este” de la capital caminaron sobre la avenida Río de Janeiro hartos de sentirse más pobres, de enfrentar carestías que suponían nunca vivirían, de perder un estatus ganado a pulso por generaciones.

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Fotografías: Alejandro Cremades

Caurimare, más que punto de encuentro, fue lugar de paso. Allí se reunieron habitantes de El Cafetal, Cerro Verde, La Guairita, Los Naranjos y otras zonas del este de la ciudad. “Aquí estamos los que éramos clase media y ahora ya no. Este gobierno nos destruyó la calidad de vida”, gritaba América Sánchez, habitante desde hace cuatro décadas de Santa Sofía. Ataviada de blanco “porque así demostramos que vamos en paz y tenemos el alma limpia”, caminó junto a sus vecinas hasta enfilar por la avenida Río de Janeiro, sobrepasar Chuao y alcanzar Las Mercedes, donde el ritmo de la caminata apenas a las 10 de la mañana era mínimo: la aglomeración de gente impedía más. “A mí me toca venir con mis amigas de la cuadra porque mis hijas se fueron del país, y no es justo que yo las tenga lejos. Ellas no querían irse pero nadie aguanta esto”, lamentó la mujer de 59 años.

Arrechera. Frustración. Molestia. Rabia. El ambiente en la avenida Río de Janeiro nunca fue de fiesta durante la “Toma de Caracas”. De hecho, fue el combustible para subir hasta la autopista Francisco Fajardo y encarar a la Guardia Nacional que intentó evitar la toma de la vía sin éxito. Pocos querían ir a Miraflores, pero muchos querían que los militares “entiendan que ellos no pueden ser sostén de esta vaina”, como le gritó un manifestante a los uniformados al borde de la vía expresa.

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Más temprano, durante la caminata, a medida que la edad aumentaba, los reclamos también. Unos recordaban mejores días del país, cuando había movilidad social, mayor seguridad personal, convicción de que el trabajo profesional conducía a logros económicos. “Yo no terminé viviendo de este lado de la ciudad por casualidad. Yo vengo de Coro y bastante que trabajé para lograr mis cosas, mi casa, mi familia, mis hijos profesionales. Ahora el gobierno pretende quitármelo todo, como lo ha ido haciendo poco a poco”, suelta Héctor Matos, de 57 años. A Maduro, a Chávez,  al PSUV entero, le reclama haber separado a sus seres queridos. “Tengo dos hijos afuera y dos que me quedan aquí. Yo no quiero que se vayan, pero es difícil no darse cuenta que a los que están en otro país les va muy bien, pueden crecer y ya están formando familia. En esta marcha seríamos más”.

El mismo recorrido lo hizo Oscar Talavera, funcionario jubilado del Poder Judicial que a sus 63 años siente haber perdido su estatus de vida. “Yo soy más pobre. Yo no puedo ya salir a comer a la calle como antes, ni comprarme ropa o zapatos porque no me alcanza”. El hombre marchó solo “siguiendo a la multitud” y estuvo a punto de llegar a la tarima ubicada frente al Farmatodo de Las Mercedes, “pero qué va, allí ya no cabe más nadie”. Sus razones para marchar las suelta en seguidilla, tomando aire, como sin saber por cuál empezar. “Yo salgo por la inseguridad, la corrupción, el desastre de la salud, la falta de medicinas. Es que no hay nada rescatable”, dice.

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Ataviado de blanco pulcro, camisa de marca comprada en otra época, no duda en afirmar con gesto de rabia que “lo peor de todo es el descaro, el cinismo de esta gente”. Cada declaración, cada mensaje del chavismo es una daga a su paciencia. “No tienen cara para tantas mentiras. Esto es una dictadura disfrazada y lo que nos queda es revocarlos”.

Talavera es quizá el único que plantea un referéndum revocatorio en plural. El resto le apunta directamente a Nicolás Maduro, el heredero de Hugo Chávez, como persona y como símbolo de un fracaso gubernamental causante de desgracias familiares. “Yo me siento más pobre”, también dice Gloria, residente de Caurimare que a la altura de Las Mercedes aplaudía su propia determinación a luchar por recuperar un estatus de vida. “Tengo mielitis, no tengo gelatina en las vértebras de la C2 a la C7 pero voy mejorando con rehabilitación. Eso no me detuvo a venir a marchar, porque yo estoy cansada de no conseguir medicinas para mi tratamiento, de tener que sufrir dolores por estar con este problema que me paraliza la mitad del cuerpo”.

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La mujer resguarda su apellido. Aún en la confianza de estar rodeada de afectos a la oposición no quiere quedar expuesta. Tras los lentes de marca que esconden su mirada, también se guarda el lamento. “Yo daba clases en una universidad y me tuve que retirar para no llegar de noche a la casa”, revela. Cansada de su propia tristeza, le pidió a su hijo volver a salir a la calle y protestar. “Yo no vine a una bailanta, yo estoy arrecha”, lanzó antes de apartarse a una acera para evitar ser arrollada por el tumulto que acompañaba, corriendo, al gobernador de Miranda Henrique Capriles Radonski, quien recorrió Las Mercedes a toda velocidad, con su objetivo de lograr participar de la movilización en las tres grandes vías seleccionadas por la MUD.

Mireya Peña y su esposo Pedro Marcano caminaron de la mano durante todo el recorrido, o al menos hasta donde la edad y la osteoporosis se los permitió. Desde Santa Sofía comenzaron la ruta y en Chuao aún no mostraban cansancio, mucho menos arrepentimiento. “Vinimos por el deseo de revocar al Presidente que nos tiene sin comida, sin medicinas. Fíjate que duramos dos meses para encontrar los remedios para la tensión y en ese tiempo lo que hay es desespero porque uno no sabe si se le para el reloj. Yo ya no estoy tomando lo que necesito para los huesos, pero no me iba a quedar en la casa”. El marido, encorvado por la edad, fue más contundente y menos elocuente: “yo ando arrecho, chico”.

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Sobre el asfalto de la avenida Río de Janeiro el ánimo era oscuro, a pesar del caliente sol que iluminaba rostros y pieles. Los recuerdos fue lo que más sombras ponían en las palabras de quienes intercambiaban con el compañero de ruta, conocido o no, su desgracia. “Por estas zonas uno antes estaba medio seguro. Pero ahora es terrible con tantos secuestros y asaltos. Ya estamos condenados a encerrarnos porque la ciudad, ya no importa dónde, la tomó la delincuencia”, dijo Peña. Más atrás, pasando cerca de la Embajada de Cuba e intensificando el grito de “este gobierno va a caer”, Margarita Lander contaba a viva voz las repetidas veces en que ha sido raptada, pero también sus familiares. “Así no se puede vivir. Por eso es que todos se van y los que nos quedamos no nos queda otra que salir a marchar”, dijo.

El contraste lo pone Alejandro Prieto, quien vive en El Llanito. Su origen es, sí, más popular –ese eufemismo que califica a una clase social menos próspera. Pero caminó portando una bandera y enfundado en una gorra porque “soy de los que no me voy, o al menos no lo he hecho. Tampoco es que tenga mucho para dónde ir o cómo hacerlo”. Comerciante –“yo me dedico es a vender vainas, es mi oficio”- y deportista, asegura que su aspiración es “vivir aquí pero vivir bien, y creo que eso solo será posible quitando a estos mamarrachos del poder”.

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También, Ramiro Leal muestra otra cara. Proveniente del estado Portuguesa, del municipio Agua Blanca, cuenta orgulloso cómo “nos vinimos por grupos, por separado, desde el lunes pasado. En autobuses, con pasaje normal, para burlas las trabas. Igual pasamos por más de 14 alcabalas donde nos requisaron”. A sus 23 años, no recuerda un gobierno que no sea chavista. “Crecí en una zona en la que ellos siempre ganaron, pero yo nunca simpaticé con su sectarismo. Además, soy testigo de lo que generan. Ese municipio es monoproductor, allí está el Central Azucarero Majaguas, grandísimo, y eso lo expropiaron. Cuando el gobierno dijo que se lo agarrarían, el alcalde de entonces hasta recogió 16 mil firmas de la gente de ese pueblo para apoyar la medida. Ahora sal a la calle y ve preguntando para que veas que nadie tiene ni un kilito”.

Como militante de Primero Justicia encabezó la movilización de portugueseños que, pancarta y banderas amarillas en mano, se movió junto a la clase media “del este del este”. Como activista del partido opositor, ha buscado abrirle los ojos a sus coterráneos, una labor que se le ha hecho más fácil cuando el anaquel permanece vacío y el crujir de los estómagos se acentúa. “Yo estoy casado y tengo una niña y creo que las cosas pueden cambiar, por eso no me voy a pesar de que ella me pida irnos. Es verdad que si nos vamos a lo mejor tenemos comida, pero no a nuestra tierra, a nuestra familia”, dice. Eso sí, la raya amarilla es el futuro de su hija. “Yo tengo que pensar en mi chama que apenas es una bebé. Voy pa’lante hasta donde pueda porque quiero que crezca aquí. Ojalá se pueda”.

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