Venezuela

La dosis de patria que recibí en Coro

Coro ofrecía una bienvenida calurosa desde la carretera. El primer destino era Adícora y su faro, al noreste de la Península de Paraguaná. Un pueblo amable y colorido que aún conserva la intención de llenar con turismo sus calles.

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POR: JUAN ANDRÉS PINTO @yquepinto

Sábado. El sol de las once de la mañana invitaba a continuar para ahorrar tiempo en visitas y hacer más fotos de las maravillas que ofrece la península. Las Salinas de Cumaraguas era la siguiente. Una composición entre blanco, rosado y azul se deja ver desde el camino. Rocas de sal flotan disfrazadas de icebergs bajo el cielo árido. El azul lucha contra el rosado para imponer el color del agua. Uno de los trabajadores de la salina nos aconseja disfrutar del paisaje y evitar el siguiente punto a visitar, la playa de Villa Marina: «Allí ven que eres turista y lo más seguro es que saquen algo para robarte. Mejor pásate por el Cabo San Román que es más bonito, no te va a pasar nada y vas a sacar unas fotos calidad».

En el medio de la nada, una advertencia como esa vale más que cualquier dato turístico. La solidaridad y disposición en ayudar de su parte, hacen que el viaje cobre un sentido más especial. Continuamos hacia el cabo.

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Pocos minutos después, la playa deja ver un barco encallado; referencia antes de la entrada hacia el faro del cabo. El punto más septentrional de la Venezuela continental, como enseñan en el colegio, es un lugar particular e interesante. El oleaje hace presencia con mucha fuerza, el viento acompaña cada movimiento que intentas, la vegetación resiste las embestidas de la brisa y una cruz de considerable tamaño vigila el lugar.

Las horas del día rinden como para almorzar con calma y hacer tiempo para aprovechar de agradecer a Albert, el trabajador que ayudó con sus advertencias, y llegar para el atardecer a los Médanos de Coro, la parada inevitable del viaje. El acceso a las dunas puede hacerse desde la carretera Coro-Punto Fijo o a través del Paseo «Monseñor Iturriza».

Lograr capturar la luz del atardecer en los médanos era la meta. La primera opción de acceso se impuso sobre la segunda. Familias practicando sandboard con sus hijos, parejas disfrutando selfies en las arenas y otros grupos de personas admirando el paisaje, definieron la decisión de probar las fotos desde allí.

La ilusión hacía ver todo en orden. ¿Qué podía pasar?

Cuatro o cinco individuos se acercan para vender dulce de leche y turrón. Al ver que no consiguen vender porque sus posibles clientes no tienen dinero, deciden esperarlos una vez vuelvan de las dunas. «Hermanito, me dijiste que me ibas a colaborar así sea con algo», insiste. La sospecha cobra vida cuando acorrala al grupo frente al carro y amenaza: «Te voy a hablar claro, quédate tranquilito y dame el bolso». Forcejeamos. No veo nada con que me pueda robar y es mi cámara lo que no quiero perder así. En un abrir y cerrar de ojos, ataca cual puñal, con un pico de botella, el antebrazo izquierdo, que aún no se dejaba quitar el bolso. El acto reflejo del mismo cuerpo por la herida, me hace soltarlo. La reacción: pensar que también puse en peligro al grupo con el que me encontraba.

La sangre en la puerta y puesto del piloto obliga a ver el brazo que aún sangra sin control. Siguiente parada: un hospital.

La copiloto aplica un torniquete improvisado para detener el sangrado. ¿Cómo llegas a un hospital que no conoces? Todo ocurre muy rápido. El brazo comienza a no responder, pero la paciencia se mantiene. Una patrulla de policía aparece en el primer semáforo de la vía. No responde al primer llamado de ayuda y sí al segundo. La sangre les muestra la emergencia del asunto. Siguiente parada: «Un CDI» (Centro de Diagnóstico Integral).

El sol se oculta y las calles de Coro se apagan. Lo que parece ser una casa grande de pueblo es el CDI. «Aquí es, mi pana», dice el policía señalando el lugar. Una doctora cubana me recibe: «Vamos a limpiar la herida a ver si no quedan vidrios». Vierte agua y otro líquido para limpiar y desinfectar. El dolor en el brazo inflamado molesta. Consigue pequeños trozos de vidrio dentro de la herida y concluye que se debe verificar a través de una placa si aún quedan otros: «Amárrate la camisa en el brazo otra vez mientras esperamos al doctor, que fue a comprar algo y viene. Él te va a hacer la placa».

El doctor, también cubano, tarda más de lo previsto y causa un poco de desconcierto entre sus compañeros. Ya va a llegar, aseguran. Paciencia, una vez más.

Una bolsa de pan y un ‘cuartico’ de jugo son la compra por la que se encontraba ausente: «Pasa adelante», manifiesta con tranquilidad. Pide la versión de los hechos, no sin antes preguntar, con insistencia, si la herida fue hecha por un machetazo. El resultado de la placa arroja un trozo de vidrio importante y el doctor caribeño refiere la solución al Hospital Universitario de Coro para que allí hagan la intervención: «Aquí no tenemos para atender eso», expresa con tranquilidad una vez más.

La policía vuelve a liderar la excursión. Dentro de la patrulla se disculpan por no poder hacer más, al no tener cómo combatir la inseguridad: «Para esos barrios es complicado meterse porque no tenemos con qué enfrentarnos a los malandros», confiesa uno de los funcionarios mientras su compañero estaciona en la entrada del hospital.

Una brigadista de emergencia acompañada de militares custodia la entrada principal. Notan que la policía es quien escolta mi ingreso. Me dejan pasar, mientras decenas de personas aguardan afuera. Preguntan qué pasó. Explico que fui a Coro a hacer un reportaje y me robaron. Todos reaccionan consternados y molestos. La enfermera de turno revisa unas gavetas: «Ay, mi amor, tienes suerte que hoy hay anestesia, gasas e inyectadora», menciona con gracia.

La sala parece la de un hospital de guerra. Las paredes y las camillas tienen brochazos de pintura, se escuchan los gritos del paciente de al lado. Todos los enfermeros y doctores mantienen la tranquilidad. Ya debe ser normal para ellos.

Me invitan a pasar a otra sala con unas condiciones parecidas. La doctora y los enfermeros ven el vidrio en la placa hecha por el CDI. Me aplican anestesia en la herida. Pide una pinza y comienza a hurgar hasta conseguir el vidrio. Después de varios intentos, consigue el pedazo faltante. La movilidad en los dedos tranquiliza porque no tocó ningún tendón, pero «llegó casi al hueso», explica la doctora. «¿Hay para coser?», pregunta. El enfermero y asistente en la intervención menor le ofrece nylon del ‘más finito’. La doctora advierte, que debe coser con eso porque la herida es muy profunda. «Solo te voy coger cinco puntos para que no te quede una cicatriz tan fea».

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La policía recomienda realizar la denuncia. Siguiente parada: Cicpc.

Los funcionarios proyectan una tranquilidad mientras escuchan los hechos. Hacen las preguntas pertinentes y concluyen que conocen a la banda que opera en ese acceso a los médanos. El jefe del cuerpo de seguridad escucha la historia y el propósito del viaje y, consternado, le ordena al comisario que tomaba la denuncia que en la mañana del domingo realice una vuelta de reconocimiento para identificar a los implicados o posibles compañeros de la misma banda.

Domingo. El acuerdo era a las nueve de la mañana. En la sala de espera dentro de la comisaría, un afiche de Jesucristo abrazando a un funcionario salta a la vista. Cantos evangélicos provenientes de uno de los salones retumban en todo el edificio: «¡Cristo vive!», grita el líder de la misa. «En la victoria de la batalla», responden los devotos. «¡Cristo vive!», vociferan de nuevo. «¡Y por él vencemos nosotros», contestan otra vez.

La vuelta de reconocimiento consolida la prueba a la sospecha que buscaban los funcionarios. La hora de regresar a Caracas llegaba. «Hay remotas posibilidades de encontrar la cámara, por lo menos. Ojalá podamos», repite con lo que parecía disposición verdadera.

La carretera para Caracas arroja otra sorpresa, un carro accidentado a las 5:00 de la tarde, a 20km de la salida de Paracotos. No hay señal. Cinco largos minutos de incertidumbre, y una grúa se detiene justo al lado para auxiliar a otro carro. El cuento, el resumen, claro, permite que el hombre ofrezca el servicio de grúa hasta Caracas, ‘fiado’, porque: «Flaco, ¿quién carga efectivo ahorita en la calle? Me lo pagas después, tranquilo».

La dosis de patria fue una avalancha de distorsión. La amabilidad de un hombre en mitad de las salinas, el evento desafortunado con la delincuencia -protagonista en todo el país-, los paisajes increíbles que ofrece Venezuela y un gruero con capa de milagro.

Pensar en ese concepto: «Revolución Humana» y no sé cuántos motores en marcha para deshumanizar lo que aún nos queda, los valores que aún se resisten en desaparecer.

Quiero seguir creyendo que podemos lograr vencer esa oscuridad.

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