Y el cansancio psíquico que pesa sobre cada una de nosotros, viendo pasar un día tras otro, comprendiendo que la corta vida se vuelve efímera cuando la libertad no es esa antorcha esplendorosa que ilumina nuestras existencias. Somos, eso sí, una más de los siete millones de familias venezolanas que todos los días reafirman su compromiso con el país. Somos uno más en el inmenso ejército de la resistencia social.
La política muchas veces es injusta. Confunde el espacio de los héroes. Hay más virtud en la fortaleza cotidiana que en la impostura de algunos líderes. No es que ellos no hagan lo debido, sino que nada de lo que ellos deciden tiene algún sentido si se sienten eximidos del respaldo ciudadano. Un líder sin seguidores es un loco intentando ser el general de un inmenso bosque creyendo que ese es su ejército, o si lo quieres, un comandante de molinos de viento.
La heroicidad fundamental es la de la gente sencilla que lleva más de veinte años buscando razones, reconstruyendo sus convicciones, intentando salidas y tratando de señalar qué es lo que quiere hacer con este país. No es fácil porque hay demasiada confusión y el mal nunca viene solo. Más de un falso profeta ha sido erigido y más de una vez esos impostores nos han hecho perder tiempo y senda. Embaucadores, charlatanes y mentirosos que, abusando de la confianza de la gente y de su credibilidad, dicen lo que no es, apuntan fuera del foco, contribuyen a la distracción y finalmente resultan tener en sus alforjas esas treinta monedas de plata que señala la evidente traición. Seguramente ha habido errores provocados por la mala fe, pero no podemos dejar de darle el beneficio de la duda a los que han errado sin haberse prestado a perversidad alguna. Sin embargo, los errores pesan.
Lo que en un principio fue un compromiso contigo ahora se ha convertido en un pacto. Pero muchas veces aprecio en tus ojos esa mirada iracunda y esa frustración por verte contenido en tus deseos de ser y hacer. Es cierto, vivimos en una ciudad sitiada por el crimen y la violencia. El desdén y el desánimo no pueden ser mayores. Hay que cuidarse, debemos cuidarnos, porque nada es más importante que sobrevivir sin caer en la temeraria desbandada. Sobrevivir aquí para que, luego de que pase esta tormenta autoritaria, carácter, fortaleza y conocimiento se conjuguen para reedificar desde los cimientos un país que tiene que ser algo más que buen paisaje. La frustración es la tentación de los demonios de la tristeza y la desesperanza. Pero la vida nunca se pierde si hay oportunidad de lucha y de aprendizaje.
Recientemente tuve la oportunidad de compartir con jóvenes latinoamericanos en la Universidad de la Libertad. Muchos son ahora lo que tú quieres ser en el futuro. Pensamiento puesto a la disposición de la acción. Ganas de comerse el mundo o por lo menos mucho coraje para impedir que el mundo se los engulla. Gente joven que tiene ideales y que sostiene que sin libertad todo comienza a ser muy absurdo. Muchachos que se interrogan sobre el cómo en un continente lleno de tentaciones arquetipales, el caudillismo y la idiotez de las montoneras. El estatismo y la desgracia de su intervencionismo. El mesianismo y los falsos albures del providencialismo. Todos ellos angustiados por la deuda que se ha acumulado con millones de personas. Una porción que no ha podido salir adelante gracias a que las falsas promesas gubernamentales los ha convertido en adictos irreversibles a la dádiva. Otros tantos que se han entrampado en las cenagosas aguas de los problemas no resueltos por unos regímenes ineficaces y corruptos. Muchos asfixiados por la falta de espacio cívico para la propia realización. Y es que estos estados, demasiado grandes, obesos, lentos y voraces son solo garantía de esa violencia que aplasta bajo el peso de esas irracionales exigencias. Los gobiernos latinoamericanos piden más de lo que dan.
Una de las jóvenes que estaba participando en la Universidad de la Libertad había sido antes mi alumna. Consternada por el diagnóstico de un país colapsado me preguntó qué recomendación podía darles a ellos para no caer en el abatimiento. Esa tentación de tirarlo todo por la borda y salir huyendo, buscando todo lo que aquí se les está negando. Te lo digo a ti, querido hijo, porque la pregunta estaba invertida. Era ella la que nos podía dar lecciones de vida. Ella, una joven madre que cuida a su hija sin contar con nadie más, y que todos los días sale a luchar y ganar. Era ella una guerrera que ni se resignaba ni se dejaba vencer. Que había tenido que comenzar de nuevo y allí iba, tratando de no mostrar cansancio y sin dejar que su pequeño hijo fuera la víctima de una tristeza que no tenía ningún sentido. Sin abatirse y sin dejar ejercer su libre albedrío, prefería trabajar en donde la dejaran pensar y en donde pudiera seguir consiguiendo respuestas a las interrogantes cruciales de su vida. ¿No es ella acaso una heroína?
Siete millones de familias que practican la virtud de la heroicidad. Algunas de ellas a un costo altísimo. Conozco a una que perdió recientemente a su hijo en uno de esos operativos poco claros que practica la policía en nuestros barrios más pobres. Ella y su hijo eran toda la familia que tenían mutuamente. Una noche el muchacho salió a la esquina y ese fue el final del acto. Una balacera y luego el silenció que se extendió por horas. No sabía que en esa esquina yacía el cuerpo de su único hijo muerto. ¿Y la justicia? ¿Y la presunción de inocencia? Una explicación que al menos merecía y le fue negada. Ella sola, íngrima y sola, una versión amarga de la dolorosa venezolana, que vio desaparecer todo lo que para ella era su familia en ese breve espacio de tiempo. ¿Qué hizo ella? Siguió viviendo, volvió al trabajo, lloró todo lo que pudo, conjuró todos sus miedos y sigue adelante. ¿No es acaso ella una heroína?
Hablemos del miedo. Es una vil herramienta que usan las tiranías para legitimar su totalitarismo. Es verdad, vivimos con miedo. Miedo al odio y a la devaluación del derecho a la vida. Miedo al traspiés de una enfermedad sin medicinas, de una vejez arruinada o de una juventud con demasiados tiempos perdidos. Miedo a que pase la vida sin que nada haya encontrado su quicio. Miedo a la represión. Miedo a la imposición del silencio. Miedo a que ganen los malos. Miedo a que pierdan los buenos. Miedo al cambalache ideológico. Miedo a que el remedio sea peor que la enfermedad. Miedo a las amenazas de una guerra civil que se esgrime como instrumento para dominar, acallar, aquietar. Miedo al sometimiento. Miedo a comenzar de cero. Miedo a que no pase nada. Miedo a que cualquier noche llegue la policía política y descuartice nuestras familias. Miedo a la lejanía. Miedo a vivir en un confín lleno de barrotes e imposibilidades. Miedo a la homologación de un pensamiento único que aplasta el derecho elemental a disentir.
Pero recuerda querido hijo que el miedo es solo un sentimiento. José Antonio Marina lo define como “la ansiedad provocada por la anticipación de un peligro”. Pero a veces, como nos ocurre en Venezuela, el miedo se transforma en angustia, esa sensación de que puede pasar cualquier cosa, aun aquella que no podemos imaginar, “esa ansiedad sin desencadenantes, acompañada de preocupaciones recurrentes, con una anticipación de amenazas globales y con gran dificultad para poner en práctica programas de evitación”. El miedo convertido en un inmenso monstruo, arbitrario e impredecible, pero sobre todo fatal en su acción. Sin duda hijo mío, vivimos épocas de peligros inimaginables. Digamos que resulta peligroso todo lo que nos pueda separar de nuestro propio plan de vida. No solo las grandes tragedias sino los pequeños atajos. El licor inconveniente, la fiesta convertida en una orgía impensable, la droga ofrecida y aceptada, el falso amor, la sensación de fracaso, la flojera o la insatisfacción sombría y genérica. El aburrimiento y sus gemelos, la falta de imaginación y la ignorancia. Los grandes peligros son más obvios y por lo tanto más evitables. Son las pequeñas trampas las que suelen ser más inevitables y las que arrebatan de la vida de las personas cualquier posibilidad de vivir en libertad. El héroe cotidiano sortea y sobrevive en ambas dimensiones del mismo peligro.
Un filósofo del siglo XVII, Baruch de Spinoza, decía que el opuesto del miedo era la esperanza, esa confianza de que sucederá lo que deseamos, no por efecto de un milagro, sino porque nos arriesgamos a mantener el curso de la lucha hasta lograr resultados. Y porque nos atrevemos a vivir en nuestra propia ley. Ser libres es pensar con libertad y actuar con resolución sin perder la serenidad. Te preguntarás qué puede significar esto aquí en Venezuela, en este noviembre del 2016. Para mi implica seguir avanzando. No son tiempos trascendentales sino de pequeños y tal vez insignificantes movimientos. Y que cada quien haga lo que corresponde. Estudiar, descubrir, forjar el carácter, aprender a amar, saberse familia, cuidar la autoestima, y tener conciencia de estar creciendo. Cada quien en lo suyo, alertas y prudentes, sin dejar que se apaguen los candiles y sin pretender que otros sean los que tengan las lámparas encendidas.
Lo demás es obvio. Hay que aprender a encontrar razones para sonreír. La alegría es la expresión de la esperanza activa y serena. Serenidad que, por cierto, es más fácil lograr abundando en lo espiritual. Creer en Dios y confiarnos en él sabiendo que estará siempre allí como susurro y como bálsamo, haciendo que con paciencia asumamos las pruebas y los desafíos, sabiendo que hay sabiduría en la actitud personal que diferencia lo que se puede lograr de aquello que tenemos que aceptar como viene. Pidiéndole ayuda para vivir un día a la vez, pero como héroes que no se dejan vencer, disfrutando un momento a la vez, pero agradeciendo por todas esas pequeñas y grandes cosas que nos ocurren, aceptando las adversidades como un camino hacia el crecimiento personal y el logro de la paz, pero tratando de sortearlas y de disentir de todos aquellos que nos llamen a vivir con resignación. Se trata de confiar en Dios sin dejar todo en sus manos. Porque tal y como recientemente dijo tu pequeño hermano, hay días que son buenos, otros que no lo son tanto, a veces alegres, a veces tristes, a veces comportándome mejor y otras mucho peor, pero sabiendo que podemos rectificar, enmendar y reponernos porque somos una familia y que nos amamos incondicionalmente.
Si por lo menos esto lo tenemos claro, podemos seguir luchando.