Venezuela

Ramón

La agudeza, en el periodismo, es preciada. Y necesaria. Ramón Pasquier supo convertir una habilidad natural en una herramienta de trabajo.

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Foto Instagram: @rapasq

Su humor lacerante, su mordaz lectura de las cosas, de la vida, de la realidad, del entorno, de las gentes, lo blindaron en el oficio de escudriñar historias. Su periodismo siempre fue afilado, preciso, agudo, de esos capaces de desmontar a charlatanes con dos preguntas o confirmar virtudes con un cuestionario.

Con su apellido francés y su estilo global, Ramón se abrió paso en los medios venezolanos con paciencia pero con tesón. Sus palabras, cargadas de ironía y con el sarcasmo justo de quien sabe cortar, no solo revelaban su conocimiento y formación, sino su personalidad.

No era un hombre de dar consejos, pero sí de descubrir intenciones. Su capacidad para leer a terceros bien le servía en el periodismo y en las relaciones. Si alguien sabía “medir” a otro, era Ramón. Lo hacía observando, escuchando, detallando, para luego preguntar sin guantes de seda. Muchos tuvimos la oportunidad de vivir un episodio así. “Yo sé que tú quieres estar de este lado de la mesa y del micrófono. Eso está bien. Pero tienes que hacer calle entonces”, me dijo alguna vez cuando era su productor en Unión Radio. Fue premonitorio, luego vendría el reporterismo radiofónico y, más adelante, ser ancla de programas.

A otros compañeros les supo descifrar las ganas por lo audiovisual, por la escritura, por la fama, por la producción general, por la vida. Y siempre recordaba la suya, que no era de mostrar demasiado. “Estudié la carrera por la rama de Publicidad porque era la más fácil”, confesaba sin empacho y entre risas quien logró, con lo aprendido dentro y fuera de las aulas, más que “encajar” en una realidad, hacerse la suya.

Por eso fue uno de los anclas que, desde el estudio, mejor entendió el trabajo de los reporteros -y por tanto de los que más exigía de ellos-, sin haberlo hecho nunca. Era parte de la mística y el compromiso con el trabajo, los mismos que lo hacían “apretar” para que las cosas salieran bien, o frustrarse cuando el resultado era mínimamente cuestionable. Lo hacía siempre desde su estado «multianímico», como definía sus emociones y actitudes diletantes.

Peter Gabriel le acompañó trascendente. Barbra Streisand lo deslumbraba. El cine lo llamaba. La cultura pop lo entretenía. Fue ejemplo de cómo una generación podía imponer sus formas, desde aquel exitosísimo Chop Suey –“le pusimos así porque era como un revuelto de todo”– hasta la fulgurante Agenda Éxitos, en radio, sin olvidar su paso por la televisión y por más de alguna página impresa, donde escrutó a más de un entrevistado, incluso a aquel hijo de Billo Frómeta que respondía en monosílabos, con respuestas tan puntuales, que lo retaron a inventar más, a guiar más, a aventurarse más, al borde del precipicio.

«A mí no me gustan las ideas fijas», llegó a decir. Asestó el sable, sin dejar de admitir su terquedad.

Con sus preguntas cerradas descolocaba a propios y extraños, sin perder el glamour de quien se sabía trendy, con una inteligencia privilegiada y ganas de entenderlo todo y a todos. Lo hizo incluso cuando pensó ganar el primer round de una batalla que enfrentó en silencio pero sin callar. Cada día que estuvo al aire, su voz se mantuvo firme, aunque sus entrañas le reclamaran. El público merecía lo mejor de él. El segundo round lo llevó a la lona. Y de allí, a volar.

Muchos agradecemos haber cruzado sus caminos, y aprender de todos ellos. De él.

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