Venezuela

El niño asesinado

En este país el asesinato es, para usar una expresión de Tomás Eloy Martínez sobre la muerte, un lugar común. Una letanía incesante, increíbles cifras diarias, decenas de miles al año. Sobre todo jóvenes, casi siempre humildes. Tantos que son solo números, fantasmas sin rostro, referencias anónimas.

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Por Fernando Rodríguez | Foto: Juan Manaure | Twitter

De pronto hay alguien que por diversas circunstancias adquiere notoriedad y concentra en él todo el dolor que flota en la atmósfera de este país maltrecho. Concita las lágrimas contenidas ante la frialdad cuantitativa, 91 sobre 100.000 habitantes, la segunda más alta del planeta. Es el caso de Dereck Manaure y sus quince años y su cara bondadosa y risueña.

Fue secuestrado y asesinado. Su padre es un conocido deportista, lo cual motiva en parte su presencia en los medios y en el sentimiento de los venezolanos. En mi caso sin duda influye que tengo un hijo de la misma edad. Y puedo comprender, interiorizar, el horror del padre esperando, esperando noticias de su hijo perdido en un espacio sin formas y coordenadas. Y el golpe sin mesura de la noticia de su muerte. Lo que supongo vivieron tantos venezolanos que han expresado su conmoción, sus miedos, su dolor por ese inocente que se ve tan feliz en las fotos divulgadas, por ese progenitor orgulloso y amante que lo acompaña y dolor por este país tantas veces, todas las mañanas, las tardes y las noches, ensangrentado.

No tengo la menor idea de qué es el basquetbol venezolano. Ni había oído nunca el nombre de su padre. Por tanto mucho menos que era partidario del gobierno vigente que detesto a más no poder. De esto último me enteré días después de seguir el caso. Y en medio de todo eso me satisface, el haber compartido aunque fuese desde lejos esa tragedia con alguien que no comulga con lo que pienso y siento por el país y que tiene un lugar central en mi pensar y sentir actual. No era pues para mí ni un destacado deportista ni un defensor del régimen abyecto, era un padre atribulado, puesto al borde de sí mismo, un semejante, un prójimo que me inspiraba solidaridad y afecto. Que mantengo por supuesto.

Me pasa algo similar cuando encuentro a los pocos amigos chavistas que me van quedando, a quienes no busco prácticamente nunca. Pero allí están por azar, repentinamente. Hay un momento de titubeo mutuo (éste debe leer lo que escribo, me digo). Y de pronto sucede lo inesperado: la mano tendida, la sonrisa, la conversa sobre pasados comunes, familias, amigos… “Encantado de verte, a ver cuando nos bebemos unos tragos…”. Nunca seguramente. Pero no importa, fue un momento estelar. Juntarse fuera del círculo del odio y la rencilla, como antes, como los buenos amigos que fuimos, a lo mejor conmilitones de alguna aventura política, hasta de temores compartidos que tanto unen. A lo mejor nostalgia por tiempos más amables. A lo mejor deseos de un porvenir que muy probablemente será para otros, que se miren a los ojos sin reparos.

Lo que sí puedo asegurar es que el horror de la muerte de ese carajito me partió el alma. Y paradójicamente me regaló un destello de humanidad perdida, de mañana.

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