Hace veinte días dejó Maracay, en el estado de Aragua, en el centro de Venezuela, junto a dos primos. Se hastió de que en el país en el que nació hace 21 años «no se encuentre nada»: ni alimentos ni medicinas.
«Nosotros éramos gorditos y ya estamos flaquitos», dice a la AFP mientras se maquilla en la parte de atrás de un camión de estacas que la acerca al municipio de Ipiales, en la frontera entre Colombia y Ecuador. Se aplica un labial rosa claro y se peina sus cejas cafés. No ha perdido la vanidad.
El semestre pasado pesaba 75 kilogramos, el día que abandonó Venezuela la báscula contó 15 kilos menos. A veces el jean desgastado se le cae y deja entrever una piel que alguna vez fue dorada y ahora, por el frío de las montañas colombianas, se ha tornado blanca.
Desde hace un mes sabe que puede ser mamá por segunda vez, pero su estado no fue un impedimento para recorrer los 2.400 kilómetros que separan a Maracay de Quito, con la esperanza de que sea su nuevo hogar.
«Hay que tomar riesgos, porque quedarse en Venezuela es morirse prácticamente», afirma.
En manos de sus padres y esposo dejó a Jhoangel, su bebé de dos años, a quien durante un tiempo alimentó con la comida que le daban por estudiar para ser policía.
Su marido Orlando Rafael, un albañil al que el sueldo ya no le alcanza, tuvo que quedarse a cuidar a su madre diabética. Mientras migra, Mariangela completó dos meses de embarazo.
– Familia de ángeles –
«Le dije (a Jhoangel) que me iba a trabajar y volvía en la noche», recuerda. «La despedida fue ruda». El desparpajo con el que hablaba mientras se maquillaba se empieza a esfumar de a poco.
Con los seis millones de bolívares (unos 1,7 dólares al cambio en el mercado negro de entonces) que tenía en su bolsillo pagó un pasaje de su casa hasta la ciudad de Cúcuta, principal punto de entrada de venezolanos a Colombia.
El país del realismo mágico, en vías de superar un conflicto armado de medio siglo, ha recibido más de un millón de personas desde Venezuela en los últimos 16 meses. Ahora los migrantes también lo usan como escala hacia Ecuador, Perú, Chile o Argentina.
En Cúcuta, sin un centavo, empezaron las largas caminatas y las súplicas para lograr un aventón. La solidaridad colombiana la sorprendió. Varios la han recogido a ella y sus acompañantes e incluso los han alimentado.
«He comido más que en Venezuela, nos han dado de todo», dice con una sonrisa tímida que se consolida cuando reconoce que en las últimas dos semanas ha subido cerca de cinco kilos. Del repunte culpa al embarazo y a la comida.
La mueca se fortalece cuando piensa en la posibilidad de que su bebé sea una niña, a quien llamaría Jhoangela. «Así los nombres de mis hijos y yo terminarían en ángel. Una familia de ángeles».
Pese al apoyo, los efectos de la distancia empiezan a afectarla. El frío de las largas noches de carretera, oír ocasionalmente la voz de Jhoangel por llamadas de Facebook, los constantes vómitos y mareos, y la noticia, en plena travesía, de que Ecuador endurecería las condiciones para el ingreso de venezolanos la preocuparon.
– Golpe del destino –
La administración de Lenín Moreno empezó a exigir pasaportes a los venezolanos ante el arribo diario de miles de ellos al puente fronterizo de Rumichaca, un documento de difícil alcance para los habitantes del país petrolero por la escasez de papel o las trabas burocráticas.
Pero la suerte le dio un espaldarazo inesperado a Mariangela. Cuando tenía diez años empezó a practicar siscomada, un arte marcial similar al karate. Su rendimiento, dice, la perfiló como una deportista con potencial internacional.
Por ello el gobierno del fallecido Hugo Chávez le expidió un pasaporte que el jueves le abrió las puertas a Quito, pese a haber abandonado la disciplina cuando quedó gestante por primera vez. Sus primos no cuentan con la misma suerte, aunque obtuvieron un permiso temporal de estancia.
El que hace once años fue un trámite engorroso, según ella ahora le dará la posibilidad de ganar en dólares y enviar dinero a su familia. Además de darle pañales y educación al bebé. «En Ecuador espero encontrar trabajo antes de que se me vea más la barriga».
Cuando cruzó la frontera besó el documento y le declaró su amor. La felicidad fue efímera tras salir del baño. La toalla higiénica estaba manchada de sangre, lo que le hace temer un aborto espontáneo. «Puede que no sea nada, pero puede que sí», dice, antes de prepararse para conocer la gélida noche ecuatoriana.]]>