Viciosidades

La pálida de Rodrigo

Celebrar y recordar a Cerati siempre: han pasado diez años. Poco sabemos. Mucho sabemos. Nada sabemos. Creemos que lo sabemos todo. ¿Qué tiene que ver un tipo llamado Rodrigo con todo esto? A estas alturas, se vale imaginar, ¿no?

Rodri
Kisai Mendoza / Archivo
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Rodrigo no era un consumidor habitual, pero de vez en cuando alguna probada le daba a su mercancía para corroborar que era lo que debía ser: de lo mejorcito del mercado caraqueño.

Por eso después de aquella venta se dio un par de pases. Y sí, el perico estaba bueno. Potente. Más de lo habitual.

Y arrancó en su bicicleta, como siempre, rumbo a casa a guardar el dinero y a prepararse para ir esa noche al concierto. En buena forma de tanto andar a dos ruedas por la ciudad, Rodrigo sintió que el corazón le sonaba como un bombo. Pensó que eran los cuarenta, que el esfuerzo de la vía, que nunca había sido buena idea meterse perico y pedalear así.

En algún momento del camino, subiendo la cuesta de la principal de El Cafetal, tuvo que parar. Sudaba a chorros. Sentía las orejas calientes. Le dio frío. Y se detuvo.

-Coño, ¿y esta pálida?

Tomó agua. Se sentó en la acera. Mordisqueó un chocolate oscuro y esperó unos minutos hasta que se le pasara aquello.

Al celular le llegaron mensajes de un par de clientes de la zona: gente que quería algo de monte porque esa noche tocaba Cerati en el campo de la Universidad Simón Bolívar. Eran habituales, eran panas. Y él era un tipo cumplidor. Se sobrepuso. Buscó la mercancía en el maletero de su edificio y logró hacer el despacho.

Después de darse un baño se tendió en la cama a descansar. No estaba bien. Prendió el aire acondicionado y se quedó dormido. Necesitaba ese momento de reposo. Pero no despertó a tiempo y se perdió el concierto.

Rodrigo me contó esto muchos días después tomando unas cervezas en El Mesón de Caurimare. Ya entonces se le notaba la tristeza. Una que era como un peso que le apagaba su alegría natural, la chispa esa loca de las endorfinas que se le dispara a la gente que hace mucha actividad física. Porque así era Rodrigo: un tipo risueño, acelerado con esa vibra entusiasta que conecta de inmediato con el otro. A Rodrigo todos lo querían: un dealer decente, que te lleva el monte y el perico a tu casa, al que le pagas y le das un abrazo, con el que comentas sobre fútbol, que te dice cómo es que tienes que hacer para endurecer tus músculos flácidos y te pregunta por tu novia y la salud de tu vieja.

Ese era Rodrigo.

Era, porque Rodrigo se colgó de un tubo enorme que pasa por el maletero donde ocultaba la droga que le vendía a sus panas.

Que nos vendía.

A Rodrigo me lo presentó un amigo común, de esos marihuaneros cuarentones que fuman en casa porque no quieren líos con nadie. “Es el mejor”, me dijo.

Después coincidimos en algunos lugares. Una que otra fiesta, el lanzamiento de un ron, la inauguración de un restaurante. Rodrigo se codeaba bien. Y por ahí se fue gestando una especie de amistad, una camaradería en la que muy de vez en cuando había una transacción.

“Rodrigo está raro”, me dijeron un día: “Anda como apendejeado, descuidado. Ya ni atiende bien a sus clientes”. A la gente le pasan vainas, estará despechado. Quién sabe. Cosas así pensé sin darle mayor importancia. Pero Rodrigo fue como desapareciendo.

Sentado al fondo de El Mesón de Caurimare, con la cabeza en otra parte. Así estaba. Yo iba por la segunda cerveza y me acerqué a saludarlo. Chocamos las manos y casi sin proponérmelo, terminé sentándome con él. Estaba parco, apenas medio conversaba. Hasta que le pregunté: “Viejo, ¿qué coño te pasa? Tienes mala cara, tú no eres así. ¿Quieres hablar? ¿Te puedo ayudar en algo?”.

Intentó esquivar el asunto sin mucha convicción. Pedimos otra ronda y luego de despacharse media cerveza de un solo trago, empezó a contarme sobre el día que le dio la pálida en la bicicleta.

Lo había contactado un conocido que trabaja en una productora de eventos. Esa noche tenían algo importante y le compró una cantidad escandalosa de perico. O al menos escandalosa para mí. La coca le había llegado la tarde anterior y solo cuando la probó se dio cuenta de lo buena que estaba. O de lo potente, que es casi lo mismo. Cuando se le pasó el subidón y la taquicardia se calmó, al despertar ya era muy tarde para salir. Y tampoco se sentía muy bien, así que se quedó en casa, se sirvió un whisky y se quedó dormido otra vez.

En la mañana se enteró de la noticia que tenía a todos –de Caracas a Buenos Aires- consternados: Cerati estaba en una clínica, se hablaba de infarto, de un accidente cerebrovascular, nadie sabía bien qué le había pasado al terminar el concierto.

Rodrigo sí sabía. O eso creía. Me mostró la entrada VIP, arrugada, gastada como si hubieran pasado años de aquella noche. “Me la dio el pana de la productora al que le vendí el perico. ¿Entiendes?”.

No hubo argumento que le sacara la idea de la cabeza.

Desde entonces nunca más lo vi. Hasta este día en el que acabo de escribir para el diario la nota de un suicidio con la formalidad del caso y la versión policial: alias “El Rodrigo”, un vendedor de drogas del este caraqueño, fue encontrado ahorcado colgando de una tubería en el estacionamiento de su residencia. Se presume suicidio. En el lugar se colectaron envoltorios que contienen presunta cocaína y marihuana. Hasta el momento se desconocen las razones que lo habrían llevado a quitarse la vida.

Ahora llevo yo tres whiskys y tengo una taquicardia, un susto: el de esta parte de la historia que juré que no iba a contar hasta que Cerati saliera de la clínica.

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