José Chiappe murió amando Venezuela y sin ganas de regresar a su país. Salió de Perú en 1974, en plena dictadura del militar Juan Velasco Alvarado, buscando un lugar en donde sus derechos civiles fueran más que la nada en que se convirtieron dentro de su nación. Escuchó de un territorio caribeño, no tan lejos del suyo, que recibía a los peruanos sin mayores trabas burocráticas para trabajar y establecerse. Venezuela no pintaba mal y, sin haberla conocido antes, se montó en el primer vuelo que encontró y llegó a la Caracas de los años 70. La añorada por muchos, la que parecía de primer mundo, la que no se asemejaba a su Perú.
Su huida no fue fortuita, sino por seguridad. Cansado de sentirse un “ciudadano de segunda” al no ser militar, organizó un movimiento que desafiaba la política de Estado del momento, “Civiles de primera”. A su puerta llegó la amenaza, rápida, y su decisión también fue veloz. Tenía que irse.
Compró un pasaje ida y vuelta sabiendo que no usaría el segundo. Llegado a Caracas, los trámites legales para quedarse no fueron dolor de cabeza. Empezó a trabajar en una fábrica de papel tapiz en Guatire, y terminó constituyendo su propia empresa de fianzas y financias, Consorcio Financiero Internacional, en Chacao. Nueve meses después de haber llegado, el abogado egresado de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, quien nunca volvió a ejercer el oficio, pudo reencontrarse con su esposa Margarita y dos hijos. Tenía 37 años de edad.
Se instalaron finalmente en una casa ubicada en Terrazas del Club Hípico. Eso sí, alquilada porque nunca confío en las compras inmobiliarias. José Chiappe volvió a Perú como turista. Su nacionalidad quedó sustituida por su arraigo venezolano hasta 2002, cuando su corazón dejó de latir.
Durante la siguiente década, la historia de Margarita tomó otro camino, y su arraigo comenzó a diluirse. La inseguridad fue determinante. Primero, comenzó a viajar a menudo a un Perú sin dictadura, de economía en crecimiento y de amplia recepción de migrantes (un crecimiento de casi 800% en una década hasta 2015, registró la Superintendencia Nacional de Migraciones). Luego llegó la huida. Fue en 2014, tiempo de protestas y de una inflación que comenzaba a desbocarse, cuando por primera vez Nicolás Maduro la calificaba de «inducida» y prometía atacarla. La mujer emprendió camino, ahora con destino a España. Allá se instaló con su hijo mayor. Ya no visita Caracas.
Perú tiene casi el 10% de su población en otras fronteras. Una fuerza económica importante en forma de remesas. En Venezuela, se llegaron a contabilizar más de 110 mil peruanos, pero el número ha decaído. Es más, ahora el escenario se voltea. Ese país se ha convertido en receptor de quienes huyen con cédula venezolana. Según las autoridades migratorias de ese país, 414.011 venezolanos ya hacen vida en esas fronteras, al 27 de agosto de 2018. Y contando, porque los viajes, incluso a pie continúan.
Misma realidad ocurre con otros territorios. Venezuela recibió migrantes y asilados que huían de dictaduras de Chile, Argentina, Brasil, España, además de quienes dejaron atrás la destrucción de la segunda guerra mundial o la precariedad económica que durante décadas separó al país caribeño de sus pares en el cono sur. Y ahora vuelven. Un pasaporte extranjero es codiciado, vía de escape ante una hiperinflación que se calcula llegará a 1 millón por ciento al cierre del año, estimado por el Fondo Monetario Internacional; escasez de medicinas de 90%, aumento acelerado de la pobreza, colapso de servicios públicos, destrucción del aparato productivo y el peor registro económico de América Latina con recesión pronunciada de -15 puntos del PIB por dos años (FMI).
Un nuevo venezolano
En 2018 hay quienes piden que el éxodo venezolano sea atendido con los brazos abiertos, como si fuera una deuda o, al menos, una solidaridad ganada. Recuerdan los tiempos en que el gobierno venezolano abrió el territorio para quienes se desplazaban, particularmente en tiempos de Eleazar López Contreras (1935-1941) cuando se promulgaba la necesidad de una inmigración selectiva.
Alberto Adriani, ministro de Agricultura y luego de Hacienda de ese gobierno, y el escritor e intelectual Arturo Uslar Pietri veían la llegada de europeos al país como una vía para «blanquear» al venezolano. En su ensayo Venezuela necesita inmigración, el segundo afirmaba que la inmigración del viejo continente era una suerte de «escuela móvil» para transmitir conocimientos y costumbres que mejorarían a la población local. En 1938 se creó el Instituto Técnico de Inmigración y Colonización (ITIC) y en 1940 dos buques desembarcaron en estas costas, el Caribia y el Koenigstein, cargados de judíos que escapaban de la segunda guerra mundial.
El historiador Froilán Ramos Rodríguez plantea que entre 1948 y 1961, Venezuela «tuvo una experiencia de inmigración masiva cuando 614.425 extranjeros recibieron cédula por primera vez. La inmigración durante este periodo debió haber alcanzado la cifra de 800.000 personas» si se cuenta a los indocumentados y a los infantes.
En las décadas siguiente no solo los europeos entraban al país. Con las dictaduras cívico-militares que imperaron en América Latina durante los años 70 y 80 del siglo pasado, como las encabezadas por Augusto Pinochet en Chile; José María Velasco, Guillermo Rodríguez Lara y Alfredo Poveda en Ecuador; Juan Velazco Alvarado en Perú; Efraín Ríos Montt en Guatemala; Juan Carlos Onganía, Marcelo Levingston y Alejandro Lanusse en Argentina, donde luego gobernó Jorge Rafael Videla; la dinastía Somoza en Nicaragua o las crisis sociales y políticas que se vivían dentro de territorios como Colombia, a los ciudadanos de los países vecinos no les quedaba más remedio que desplazarse a otras naciones. En contraste, en Venezuela había boom petrolero, «la gran Venezuela» y una democracia bipartidista.
Los padres de Claudia Castillo la trajeron a Venezuela en 1977 cuando ella tenía nueve años. Salieron de Colombia, un país sumido en conflictos que se reflejaban en huelgas, paros y con “una guerra civil disimulada” -como la llamó el periodista boliviano Ted Córdova-Claure en el diario El País de España-, entre el partido liberal, representado por el entonces presidente Alfonso López Michelsen, y el ala conservadora que presentaba acusaciones contra el mandatario en la voz de la dirigente y alguna vez primera dama del país, Bertha Hernández de Ospina. En esa nación corrían rumores sobre una posible renuncia de Michelsen y afirmaciones del partido liberal de estar “al borde de un golpe militar” con la ciudad de Bogotá controlada por militares. Mientras, en la selva, la guerrilla llevaba una década echado raíces.
Claudia recuerda que ninguno de sus padres tenía empleo en Colombia y a sus 50 años arroja que, en retrospectiva, sus progenitores llegaron a Venezuela porque para ese momento el país era próspero. «Mis padres pudieron crecer aquí, compraron una casa y nos dieron educación a mí y a mis hermanos. Lograron tener una vida digna, hasta un negocio montaron con el pago de sus prestaciones sociales, cosa que hoy en día es imposible».
Nunca regresaron a Colombia porque no fue necesario. Para otros latinoamericanos ni siquiera fue una opción. Por ejemplo, los chilenos impedidos de volver a su patria durante la dictadura militar de Augusto Pinochet entre 1974 y 1990, por la vigencia del Decreto Ley que permitía rechazar el reingreso al territorio. Unos 80 mil chilenos migraron a Venezuela, según dijo en 2012 el entonces cónsul honorario de ese país en Carabobo, Reinaldo Villegas.
Llegar sin nacionalidad
Pero no solo del Sur llegaban. Hubo haitianos que arribaron a territorio venezolano a comienzos de la década de los años 60 cuando inició la dictadura de los Duvalier, régimen al que se le adjudica la muerte de más de 40 mil connacionales a punta de machete solo bajo el mandato de François Duvalier. Hubo quienes lo dejaron todo, a otros se lo arrebataron y fue desde Venezuela que lograron conseguir una nueva identidad. Una vida legal, una vida posible. Así lo vivió Anne Marie Prophete.
Su vida en Haití no era la del común y los problemas que aquejaban al pueblo para ella eran solo cuentos. No los vivió hasta 1956. Su tío, Paul Eugène Magloire, fue presidente de su país, pero en medio de huelgas y manifestaciones tuvo que huir con su familia a Jamaica. Duvalier les expropió terrenos, casas, renombre y hasta la nacionalidad.
Anne Marie tenía 21 años y llegó a Jamaica sin reparar en las condiciones. «Eran como unas vacaciones. Jugábamos al tenis, salíamos, estábamos varios porque no solo nosotros tuvimos que salir de Haití, había varios exiliados para ese momento». Luego partió a Venezuela, pues su padre, el ingeniero y exministro de Interior Arcelle Magloire, hizo contactos con amigos en ese país para fijar residencia en 1958. Acababa de caer el dictador Marcos Pérez Jiménez. «Venezuela es mi segundo país, yo amo a Venezuela, a la gente, cómo nos han recibido, cómo hemos vivido, nos han dado muchas oportunidades y hemos podido rehacer nuestra vida porque Duvalier nos quitó todo y tuvimos que empezar de nuevo», cuenta sentada en el sofá de su casa en Caracas. Una que nadie le regaló.
Estudió en la Universidad Simón Bolívar, su hermana Claudette en la Central. Ninguna de las dos recuerda sus primeros días en Venezuela con tristeza o nostalgia por lo que fue. «Tuvimos que adaptarnos, era un estilo de vida diferente pero nuestros papás nunca se quejaron». Aunque ambas sonríen cuando recuerdan su llegada, no dudan en afirmar que para ellas fue duro lidiar con los cambios de estilo de vida de forma tan rápida. Sin chóferes, carros ni lujos, tuvieron que aprender a querer un clima nuevo y unas costumbres alejadas de lo que para ellas era normal. «Llegamos con un pasaporte diplomático, casi como invitados. Nos dieron status de transeúnte y luego la residencia. Ya después vino la nacionalidad, pero no fue difícil. Nos recibieron con los brazos abiertos».
Las Prophete renunciaron a ser haitianas para ganarse ser venezolanas, al menos en papel. «En Haití no aceptaban la doble nacionalidad y hasta eso nos quitaron a nosotras”. Legalmente ya no son de ahí, pero al caer Duvalier lo primero que se les cruzó por la mente fue visitar su tierra de origen. El shock que vivieron fue algo que no se esperaban. Anne Marie dice que lloraba cada vez que veía a alguien pedir comida. «Ese no era nuestro Haití, fue horrible».
Para las hermanas la realidad actual de Venezuela no se aleja de la del Haití que revisitaron. En 2018, solo reciben la pensión de jubilación que paga el Estado y se ríen frente ante un «¿logran vivir con eso?». Es la «recompensa» por lo trabajado durante décadas, desde que salieron a buscar empleo portando sombreros y guantes, como no se estilaba en Caracas de los nacientes años 60.
«El otro día me pagaron dos millones nada más, imagínate tú. Tenemos una casa en Río Chico, pero ya casi no vamos porque la inseguridad es difícil, matan mucho en carretera. Cuando nosotros llegamos había seguridad, no teníamos rejas, la casa estaba abierta. La diferencia es mucha, uno hasta tiene miedo de salir», admite Ann Marie.
Quedó en el pasado
La tierra que recibió a tantos, ahora despide a quienes ni siquiera tuvieron la oportunidad de ver el país que las Prophete recuerdan. “Venezuela para acoger a la gente era mandada a hacer. Esta fue mi casa, tengo más años viviendo aquí que en mi propio país y duele mucho ver que está decayendo como Haití. Yo quisiera morir en Venezuela”, desliza Anne Marie.
Durante el gobierno de Nicolás Maduro, los que se vuelven extranjeros en otras tierras son los venezolanos. El gobierno se niega a mostrar información migratoria que refleje cuántos han decidido cruzar la frontera para no volver. Pero, según el informe de Tendencias Migratorias Nacionales en América del Sur, publicado en febrero de 2018 por la Oficina Internacional de Migraciones (OIM), la migración global de venezolanos aumentó 132% entre 2015 y 2017 y para quienes se dirigen a países del cono sur, el incremento fue de 895%. La OIM registró en agosto que al menos 2,3 millones de venezolanos están ya en otras tierras; y la encuestadora Consultores 21 da una cifra aún mayor: 5,5 millones, más del 15% de la población total del país registrada en el Censo 2011 del Instituto Nacional de Estadísticas (27.227.930).
La disparidad, no obstante, puede tener que ver con los registros migratorios. Muchos de los que se han ido de Venezuela han aprovechado la doble nacionalidad para irse a otros países como nacionales. Colombia calcula en 300 mil los retornados a su país. Y Europa recibe a quienes se fueron hace medio siglo, o sus descendientes.
El estudio de Consultores 21, realizado en junio pasado, revela que uno de cada dos venezolanos preferiría irse del país, y 37% de las familias tienen al menos un miembro que ha emigrado. Además, ya no se trata de clase media profesional, sino que es un asunto transversal. El destino más buscado es Colombia, donde el gobierno de ese país registra más de 1 millón de venezolanos a cierre de agosto. Le sigue Perú, donde las cifras oficiales registraban 100 mil venezolanos en diciembre de 2017, pero al cierre de agosto la cifra se elevó hasta 414 mil.
Las comunidades venezolanas en Ecuador, Chile, Argentina, Estados Unidos, México, España y Brasil han aumentado grandemente. Desde esas y otras tierras aún se evidencian huellas del arraigo. Vía redes sociales, se insiste en recordarlas con la etiqueta #YoSoyVenezolano, como baúl de historias de quienes alguna vez encontraron cobijo en Venezuelaa. Desde Letonia huyendo de la Segunda Guerra Mundial hasta unas vacaciones que se convirtieron en residencia, se agrupan relatos de generaciones de emigrantes que hicieron su vida en el país y ahora sus descendientes han repetido el viaje de despedida.