Economía

Mesoneros y parqueros: espectadores del derroche

Mientras las colas de los supermercados y farmacias se ensanchan, un mínimo porcentaje de la población puede satisfacer los gustos más exquisitos: viajes, banquetes, compras. En el detrás de cámara, otros muchos atienden en locales comerciales y zonas adineradas. ¿Qué piensan y cómo miran mesoneros, choferes o guardaespaldas la vida de despilfarro de quienes pueden darse el lujo de una botella de fina champaña?

Fotografía: Wall Street Journal
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Bebidas, como cafés expressos o mocaccinos, y platos, como pastas con mariscos o carpaccio de lomito, servidos en el restaurante italiano Segafredo Zanetti, son gustos imposibles para Edward Puertas, uno de los mesoneros del establecimiento. El menú del local, con sus distintos manjares europeos, está lejos de su presupuesto y expectativas. También el estilo de vida de quienes asisten a aquel rincón del piso 5 del Centro Comercial Paseo El Hatillo —escenario que reúne a un reducido número de concurrentes que le hace ascos a la crisis.

Con su mejor disposición, atiende a ese 1,3% de venezolanos que se inscriben aireados en los estratos A y B, según estadísticas de Datanálisis. Esta clase adinerada criolla cuenta con ingresos mensuales de 665 mil bolívares o superiores en promedio por familia y puede gastar más de un sueldo mínimo en una comida en Segafredo Zanetti. “Una vez vi cómo una familia de cuatro se gastó como 150 mil bolívares en un almuerzo, con postres y todo. Me quedé loco. ¿Tú sabes lo que haría yo con 150 mil bolos? Por lo menos, mercado como para un mes. Y para la propina del diez por ciento, tuvieron que pasar la tarjeta por el punto porque no tenían quince mil bolívares en efectivo, imagínate”, cuenta Puertas.

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Su rutina dista exponencialmente de los derroches. Despierto desde las 3 de la mañana, sale de Hoyo de la Puerta —donde reside con sus padres y su sobrino— a un supermercado cercano. Lo acompaña su mamá o papá, dependiendo de sus números de cédula. Mientras Puertas hace cola en las mañanas para comprar un paquete de café regulado a 76,58 bolívares, en las tardes testimonia cómo sus clientes compran pequeñas tazas de café expresso a 1.500 bolívares. Rutinariamente, toma tres carritos desde aquel rincón del estado Miranda para llegar a los mercados y abandona la cola cerca de las 10 de la mañana para llegar a tiempo al trabajo y limpia el establecimiento antes de que su turno comience. Nunca alcanza a comprar ningún producto regulado, aunque se va con la esperanza de que sus padres sí lo logren.

El contraste social se ha hecho palpable. Ascender de clase se ha convertido en un recuerdo amargo. Puertas, como demás personas que trabajan con público de alto poder adquisitivo, no se ve en dicho estrato en un futuro cercano. Una vez en Segafredo Zanetti, solo le queda sonreír, tomar pedidos desde que el local abre hasta que cierra y esperar que su buen servicio amerite propinas que complementen su sueldo mínimo.

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Encuestadoras como Datanálisis han plasmado la actual disparidad de clases, con sus distancias pronunciadas. 83,9% de la población venezolana se encuentra actualmente en los estratos D y E, con ingresos familiares de 58.751 y 47.118 bolívares, respectivamente. Su aumento se debe a una disminución en el estrato C, que se ha contraído tres puntos porcentuales: pasó de abarcar 17,7% de la población en 2015 a 14,8% en 2016. Mientras la clase media va en picada, el presidente de la encuestadora, Luis Vicente León, afirma que los sectores más privilegiados de la población también han decrecido, aunque no por empobrecimiento, sino por la diáspora criolla a otras latitudes. La clase alta sigue disfrutando de la buena vida a pesar de la crisis económica, tal como la reseñó la BBC en su polémico artículo La otra cara de la crisis: así vive la clase alta en Venezuela: «Una Venezuela donde los restaurantes de moda se siguen llenando, donde en las tiendas con productos importados hay cola para pagar. Donde una mujer compra un martes al mediodía unos lujosos aretes Swarovski en un centro comercial».

En el mismo piso de Paseo El Hatillo, Cristian González, de 22 años, atiende a una clientela similar, que encuentra amable y educada. “Toda esta gente que viene para acá son empresarios que tienen sus cosas afuera y ganan en dólares, o que han trabajado acá toda la vida y pueden venir a gastarse sus reales en un restaurante así”, dice el joven mesonero del restaurante Salón Cantón. Lleva tres años y medio sirviendo mesas; en paralelo, cursa sus estudios de Ingeniería de Sistemas en la Universidad Nacional Experimental Politécnica de la Fuerza Armada Bolivariana (Unefa).

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En su horario flexible, ha aprendido a distinguir la capacidad económica de sus clientes. “Ya uno sabe. Si vienen y piden una copa de vino para acompañar la comida, es gente con billete. Ahora, si piden un agua de la casa, de la que tomamos nosotros, ya sé que son clase media y que la propina no va a ser tan alta”, explica González. Un almuerzo para dos personas puede sobrepasar los 15.051,15 bolívares de sueldo mínimo. “Con solo pedir una carne y dos platos más de contorno, un arroz y unas lumpias, suponte, se te van quince mil bolos. Eso es casi mi sueldo, sin los cestatickets y los bonos”, calcula.

Quienes prestan servicio de valet-parking presencian cómo personas con alto poder adquisitivo dejan en sus manos sus camionetas blindadas o carros último modelo. Alexis Volcán, quien acumula ocho años trabajando como parquero en el restaurante de carnes Punta Grill en Las Mercedes, ya no se sorprende al ver cómo desfilan vehículos importados. La única oportunidad de manejar modelos como aquellos la encuentra en su trabajo. “Cuando se pudo, uno compró su neverita, su mesa de comedor, sus coroticos, pues. Si ahora no puedes comprar una nevera como la que me compré, imagínate un carro de estos”, dice, mientras señala un Porsche blanco estacionado frente a la entrada del local.

El patrón se repite en los demás establecimientos de esta zona del municipio Baruta. Los motores de las “camionetotas” de marcas Chevrolet y Toyota, que dejaron de ensamblarse en el país y de presentarse en los concesionarios desde el año pasado, braman por las angostas entradas de los restaurantes, lavadas y blindadas. Como zorros viejos, los encargados de los valet-parking ni se inmutan. La crisis la sufren por dentro. Sin embargo, los malos tratos, producto de la irritabilidad a flor de piel de la población, son recientes para estos empleados. “La gente está de a toque. Antes uno tenía sus rollos, pero ahora muchos están como agresivos. Uno trata de explicarles una cosa y te responden con una patada. Me pasó con un motorizado que quería que le estacionara la moto. Cuando le dije que no teníamos ese servicio aquí y que tenía que pararla un pelo más allá, me amenazó gritando que me iba a meter preso si no le paraba la moto”, cuenta el parquero del restaurante Punta Grill, aún molesto, a pesar de que el incidente sucedió hace meses.

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A una esquina de distancia, William González, quien atiende a los clientes del restaurante La Castañuela desde hace más de 20 años, también sabe de malos tratos. Aunque admite haber nacido “con un estrella” por no tener inconvenientes ni malentendidos en su lugar de trabajo, siempre hay excepciones que rompen su cotidianidad. “Recuerdo una vez que me tildaron de ladrón, por una retención que le hizo el banco a un cliente al momento de pagar con tarjeta. Se armó todo ese rollo en la caja y el hombre mirándome mal. Cuando la hija le explicó y se dio cuenta de que de verdad no lo estaban robando nada, vino a pedirme disculpas. No se las acepté”, recuerda, tajante. Y sin embargo, González no ve viable desempeñarse en otro trabajo actualmente. Tiene pensado montar un negocio propio mientras su carrito de perros calientes se empolva en su casa y continúa asistiendo amablemente a su clientela, aclarando que la paella para dos alcanza para tres y llevando el clásico consomé de aperitivo. Al igual que sus compañeros, su propina duplica su sueldo como mesonero de La Castañuela en sus días más flojos, incluso lo supera hasta cuatro veces.

El hecho se repite en el Salón Cantón de El Hatillo con su joven mesonero. Al estudiante de la Unefa no le molesta pagar la renta del carrito con su ticket estudiantil para llegar a su trabajo, ni soportar el sofoco de la congestionada línea 1 del Metro para llegar a su casa en Capitolio, zona también congestionada. Mientras pueda hacer el balance entre el caos capitalino, los estudios y su labor como mesonero, seguirá en esa rutina “que le resuelve”. “A mí me da dolor que se gasten esa millonada en comida china, pero si no estuvieran ellos yo no tendría trabajo. Con la propina que dejan puedo sacar el mes de sueldo en una semana y estoy cómodo. De acá no me voy en un tiempo, ¿sí me entiende? Pa’ eso es que uno está trabajando, estudiando, pa’ llegar ahí. Y si no, por lo menos cerca”, ríe.

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