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Gerry Weil, partitura más allá del compasillo

Nacido en Austria pero hecho venezolano, Gerry Weil disfruta el presente mientras aprende de su propio pasado. Con un libro biográfico recién publicado y tributos en su honor, el pianista explora sus próximos derroteros musicales. En la sala de su casa, templo de jazz, experimentación y sabiduría, recibe a alumnos, compone canciones y vive contento

FOTOGRAFÍAS: CRISTIAN HERNÁNDEZ
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«La vida es hoy», dice Gery Weil sonriente, abriendo al máximo sus ojos profundos y azules. Con las comisuras de los labios estiradas, su piel rojiza se traza de blanco revelando el tono original de la carne, sobre el que se ha dibujado la huella del caribe desde 1957 cuando el austríaco nacido hace 77 años arribó a Venezuela. Llegó cargado de música en su cabeza y con un único título, el de pastelero, que nunca ejerció. «Fue lo único que pude estudiar en Europa», dice quien fue rechazado de una academia musical siendo niño porque, a juicio de algún académico vienés, no tenía suficiente talento.

Gerhard Weilheim vive el presente, en constante actualización y reinvención. Así ha sido con cada uno de los roles que ha tenido -músico, compositor, maestro, surfista, karateca y hasta actor de debut y despedida en Radio Rochela-, así como en su música. «No me aferro al pasado. El pasado es pasado, nunca una conclusión», dice el músico aún mirando la fotografía suya y de sus compañeros de La Banda Municipal que cuelga de una de las paredes de su casa. El grupo, nacido en 1973, lo dejó para siempre en la historia de la música venezolana por su audacia: la búsqueda del sonido rock venezolano, en este caso, a partir del jazz.

Es quizá la etapa de su vida que cierta generación más recuerda. Y no es para menos. Fue la conclusión de una búsqueda que comenzó con Naked Truth, la primera agrupación rock de Weil, y siguió con El Mensaje para luego irse alimentando de las experiencias de La Banda de Gerry Weil y de El Núcleo X. Fue allí cuando el rock progresivo, las influencias del jazz y los sonidos populares como la música cañonera o el merengue venezolano comenzaron a hacer simbiosis. El quinteto que se hizo llamar La Banda Municipal de El Hatillo (porque allí residían) y combinó los talentos de sus integrantes sobre la cama sonora que proveía Gerry con un inédito piano eléctrico Fender Rhodes.

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Esa historia está contada, a pinceladas, en varias de las 138 páginas del libro Al ritmo de Gerry Weil, una biografía a partir de conversaciones formales con la periodista Cristina Raffalli. Un texto que va desnudando al maestro y que lo ayuda «a entender mejor de dónde vengo, dónde estoy y en cierta manera me señala a dónde voy». El escrito se conforma como un anecdotario de la vida de este multiinstrumentalista que aprendió a hacerlo casi todo: jazz, sí, pero también salsa, folk caribeño, bossa nova, rock, electrónica, música japonesa e indígena venezolana. Y no deja de probar nuevos derroteros. «Me gusta mucho el rap, quiero profundizar su concepto porque es un lenguaje importante. Hay cosas que no he desarrollado como yo quisiera y otras que he descubierto ahora, como el beatbox -música a partir de ritmos percusivos puramente vocales-«.

Aún con discos inéditos por descubrir, tiene piezas listas para publicar a partir del mismo ritmo 11 por 8 “con tumbao venezolano” que se inventó “con aquel famoso Caballito frenao. Luego he desarrollado más sobre eso. Hice Alegría, que es un aguinaldo, y otra que no he grabado que se llama Caracas a las 11, una nueva. Rítmicamente, sigo pensando que la música nuestra, la venezolana, es especial y tiene mucho que ofrecer, y para un jazzista usar esos elementos es muy rico, electrizante, porque sí existe un jazz venezolano”.

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Fortissimo

El libro firmado por Cristina Raffalli reconstruye la infancia de Gerhard Weilheim, especialmente a partir de la segunda guerra mundial. Cuenta cómo un niño vivió el conflicto, con sus huidas, con las alarmas de ataques aéreos, con los refugios, con la casa reducida a escombros por una bomba; y también cómo el jazz llegó, blindado, a sus oídos:

«En el puente que cruzaba el riachuelo siempre estaban dos soldados alemanes haciendo guardia. Pero un día no estaban los alemanes sino un tanque norteamericano. Fue ahí donde yo vi por primera vez a un negro. Me quedé mirándolo. Él sacó una antena y empezó a sonar una música que me capturó: era de Glenn Miller. Ahí empezó mi primer contacto con el jazz. Tenía seis años».

El niño comenzó a buscar más de ese néctar musical, a sintonizar la radio del ejército de ocupación, a combinar su gusto mundano por el de las notas académicas de la música clásica. Hasta el presente.

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Siete décadas más tarde, el pianista confirma que tal sensación de asombro y de descubrimiento más nunca la sintió. «Cuando escuché los tambores de Naiguatá fue otro despertar. Cuando llegó el primer sintetizador, también. Pero son despertares diferentes», lanza el hombre que llegó a las costas venezolanas por lo que hoy es el estado Vargas, donde conoció lo que sonaba en las esquinas de estas tierras calientes. «Me llamó mucho la atención la Sonora Matancera, Celia Cruz, todo lo que escuchaban, y me puse a investigarlo porque yo desde niño he sido muy curioso”.

Esa curiosidad lo ha hecho traspasar géneros, fronteras estilísticas y también instrumentales. En la misma sala del mismo apartamento de Sabana Grande donde recibe entre 10 y 12 alumnos cada día -germinador de una infinita cantidad de talentos famosos en Venezuela y el mundo «que me han superado»-, Gerry Weil recuerda dónde se ubicaban los incontables teclados, sintetizadores, cables y demás instrumentos electrónicos de aquella época en que decidió crear sonidos plásticos. «Yo saqué hasta préstamos de bancos para comprar equipos, imagínate», recuerda divertido. Hasta que se le pasó. «Lo vendí todo de un día para otro, no quedó nada, ni un solo cable MIDI. Volví al piano», dice el ejecutante que considera el sonido de las teclas bancas y negras el único capaz de expresar los dibujos esenciales de la música, por su sonoridad neutral. Y aunque la electrónica actual lo seduce, como la que hace Radiohead, “ahora eso es muy caro, cualquier equipo de esos cuesta 8 mil dólares, imagínate”.

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Caesura

Hoy, la vida de Gerry Weil es solo con piano. En la sala de su casa, a la vez lugar de ensayo y academia de formación, está el suyo, lleno de partituras y de historia. Allí dedica sus horas libres a estudiar y a componer. «Estoy entregado ahora a Bach y paso horas estudiándolo en el piano. Ahora toco el piano mejor que nunca pero no sé lo que pasará mañana porque estoy en constante evolución», dice quien considera al alemán Johann Sebastian como la voz de Dios. «Suelo volver a él, ha sido mi pasión siempre. Es mi compositor favorito, junto a Mozart», a quien califica como el talento y espíritu musical más asombroso que ha visitado este planeta. «Pero también tengo mis ídolos en el jazz. Keith Jarret es el norte, el mejor músico que existe en el mundo, pero también Herbie Hancock, Miles Davis. Hay muchos».

Son nombres que van a apareciendo a lo largo del libro publicado por Guataca y la Fundación para la Cultura Urbana. Curiosamente, un texto construido sin banda sonora, solo la voz del propio protagonista. “Hablamos mucho de música y Gerry me mostraba cosas. Si él llegaba y yo estaba escuchando algo, lo comentábamos. Pero estas eran reuniones de trabajo donde tomábamos sangría o café y seguíamos la conversación donde había quedado de la jornada anterior”, cuenta Cristina Raffalli. La periodista, impulsada a relatar la vida del músico condenado a un bastón –al que no hace mucho caso-, califica como “súper estructurados” los encuentros para hurgar en la memoria. Por eso fueron en silencio, sin distracciones.

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Raffalli vive en París pero compartió con el maestro infinitas horas en Caracas, metódicamente organizadas, para compilar sus memorias. “Lo difícil fue elegir qué iba a quedar en el libro. Nada quedó fuera. Me interesaba contar al músico, no hacer una biografía con detalles familiares. Hay cosas que hablamos nosotros, pero no quedaron en las páginas porque no tenían arraigo en el resto del texto. Así que decidí economizar, que es una de las cosas que Gerry enseña. Todo lo que no fuese a tener consecuencia en la vida, lo descarté y no lo extraño”. El entrevistado lo confirma y agrega que, por ejemplo, la historia de su primer matrimonio no fue incluida. “¿Para qué? Ella tenía 17 años y yo 21 y nos casamos para poder tener sexo durante todos los días, todo el día. Cuando eso se terminó, ella se fue con todo. Me dejó el piano y mi ropa, más nada”, recuerda Weil.

Tampoco en Al ritmo de Gerry Weil se ahondó en la lucha contra el Guillain-Barré, “del que salí para luego llegar a cuarto dan de cinta negra en karate”, relata orgulloso el músico. “Él sí me lo contó, de cuántas horas pasaba haciendo terapia física, y eso se menciona pero son cosas que hubiesen cargado un peso inútil al relato. No queríamos quedarnos con lo dramático”, agrega la autora. “A mí me gustó eso, estoy feliz de cómo se sintetizó tantas cosas que hablamos”, le responde el pianista. Lo que sí cuentan las páginas, en primera persona incluso, son los avatares, experiencias, evoluciones y aprendizajes de un artista que aún en 2016 no se ve como tal.

Allí tampoco Weil confiesa que hace varias décadas asumió una vida de armonía y conexión terrenal, que caminaba descalzo por el bulevar de Sabana Grande, con una larga melena y un poblado bigote. Y, avatares de la memoria, dejó por fuera una anécdota macabra, de hambre, de guerra: “nos comimos a nuestro gato, aunque yo no lo supe sino después”.

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Coda

Mientas Weil busca ponerle nuevas notas a su propio futuro, incluso cantándolas –interpretará Imagine con voz y piano en el concierto tributo que le harán en el Festival Caracas en Contratiempo el 31 de julio-, agradece a Raffalli por el resultado de año y medio de entrevistas que sirvió para desnudar su propia historia. “El libro es producto de un trabajo intenso. Lo mío era tomarme un tinto de verano y hablar, pero ella tuvo mucho trabajo. Estoy feliz de que ya esté listo, mientras yo ya estoy escribiendo mi futuro. A mí me encantan las entrevistas porque me ayudan a encontrarme”.

Aldemaro Romero fue calificado como ‘cabaretero’ alguna vez, y él se sintió orgulloso con su Onda Nueva, «que estrenó en un restaurante de lujo en Altamira porque él era bien sifrino; lo sé porque yo toqué primero». Si a Weil le dieran a escoger un mote, optaría por “el viejo loco”, y no solo por haber dado shows en bares de mala muerte o en locales de striptease en los años 60, sino porque recuerda a Herman Hesse con El Lobo Estepario que reza “Los locos que son genios, completan la psicología defectuosa del equilibrio mundial”, y a Astor Piazzola y su Balada para un loco, donde la letra de Horacio Ferrer le da vivas a los dementes que inventaron el amor. Así, se empeña en «enseñar locura» a sus alumnos.

Parte de esa insania es la que hace al hombre de 77 años un pasajero habitual de “mototaisi”, aún enamorado de las olas del mar al que puede llegar en media hora solo en Venezuela –“y mira que yo he corrido olas hasta en Hawaii”-, quedarse en el país y no pensar en otras, en una nueva migración. “No tengo nada que buscar en otra parte. Yo sé que la vaina está jodida, pero quizá es que yo fui un niño de guerra y ahora soy un viejo de guerra. Recuerdo una escena: mi abuela, mi mamá y yo frente a una papa, una sola, la cortamos en tres pedazos y la comimos con algo de margarina y sal. Era lo único que había. Si lo ves desde allí, hacer colas por pan todavía es un paraíso. Lo que pasa es que este es un país malcriado por los dólares. Ahora, ya he visto gente buscando qué comer en la basura y eso sí es grave”, suelta deslizando las palabras «pero no por el acento alemán sino porque tengo frenillo, que no se nota cuando canto (siempre en inglés)».

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