Investigación

Pranes, amor homosexual y trifulcas en calabozos de paso

El pran dejó de ser una figura exclusiva en los centros de reclusión. Se ha instaurado en los calabozos policiales, donde se tejen relaciones sentimentales entre internos del mismo sexo, también hay peleas por celos y por la defensa del poder delictual

Texto: Natalia Matamoros | Fotografías: Dagne Cobo Buschbeck
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No llega al metro sesenta, su cuerpo es delgado y su voz es fina. Sus compañeras del calabozo de la Comandancia de la Policía de Miranda más allá de respetarla, la temían. No se atrevían a llevarle la contraria, ella controlaba la comida que le llevaban a las otras tres internas y si le provocaba uno de esos platos se los quitaba. Pobre de aquella que se atreviera a reclamarle porque no se iba a librar de una paliza. Le hacía la vida imposible a quienes no acataban sus directrices y era la única que tenía voz y voto para exigir mejoras, era la pran de la celda femenina. Su nombre es Yelitza Morales, alias «La Yely».
En el año 2014, «La Yely» participó junto a su pareja en un secuestro express en Los Teques, pero la policía no tardó en localizarlos. Aunque se enfrentó a los uniformados, no salió bien librada del tiroteo. Su esposo y cómplice murió y ella fue capturada cuando intentaba huir. Al llegar al calabozo impuso sus normas de convivencia. Ella era la que mandaba y las demás solo obedecían. Los conflictos los solucionaba a golpes. Su conducta violenta tenía su caldo de cultivo en sus continuas crisis de ansiedad por su adicción al crippy —un tipo de marihuana muy fuerte. Su agresividad la descargó varias veces contra Yadira, una interna que estaba embarazada. La tenía sometida, no la soportaba, le quitaba el champú, la comida y papel de baño. Nadie se explicaba el motivo de su odio. Una presa recuerda que, una tarde, Yadira, harta de sus atropellos, se levantó, la manoteó y le dijo: «¿Cuál es tu culebra conmigo?». “La Yeli” se le abalanzó como un león hambriento. Le golpeó la cabeza, la cacheteó y la arrinconó. Si los policías no hubiesen intervenido, la hubiese matado. Decía enfurecida: «te voy a matar a coñazos desgraciada».
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A raíz de este episodio «La Yeli» fue trasladada a uno de los calabozos de la policía regional en Ocumare del Tuy. Allí llegó mansa, no daba quejas, era otra persona. En esas cuatro paredes conoció a Yuleika, una interna de rasgos toscos, no se maquillaba, andaba con ropa holgada, tenía gestos propios de un hombre y saludaba: «Epa, que más». Tenía cierto poder dentro de la celda, gozaba de respeto. En poco tiempo se hicieron amigas, eran confidentes. Su cercanía por la convivencia y el encierro dio paso al romance. En un principio no hacían demostraciones de afecto públicas, pero con el transcurrir del tiempo y la llegada de nuevas presas, su idilio dejó de ser un secreto a voces. Otras internas también se emparejaron. Propusieron tender sábanas dentro de la celda para tener intimidad, pero lo prohibieron.
La relación entre “La Yeli” y Yuleika parecía ser inquebrantable hasta que llegó Belkis, una exfuncionaria de la Policía Nacional que fue detenida por robo. Era una morena espigada, de ojos almendrados, que cautivó a Yuleika. Belkis le coqueteaba, hacía cosas para llamar su atención y logró su cometido. «La Yeli» fue desplazada. Los celos hicieron mella y volvieron las peleas por el triángulo amoroso. Las disputas eran tan fuertes que devinieron motines. «La Yely», cegada por los celos, en una ocasión le enterró las uñas a Yuleika e intentó ahorcarla. La última vez le cortó el pelo con una hojilla y la obligó a dormir sobre la letrina que usaban como sanitario. Los uniformados se convirtieron en celadores y tuvieron que recurrir a la fuerza para separarlas. La situación de violencia en aquel espacio de cuatro metros cuadrados por tres era insostenible. Solo se calmó en diciembre de 2016, cuando el Juzgado 20 de Ejecución del estado Miranda, le otorgó la libertad a «La Yeli» por problemas de salud. Tenía candidiasis vaginal crónica e infección en los ovarios. Presumen que fue causada por malas condiciones higiénicas. Hacía sus necesidades en una letrina.
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Según el reporte de la ONG Una Ventana a Libertad, el 5% de las peleas registradas en los calabozos policiales son provocadas por celos entre internos. Carlos Nieto, coordinador de la institución, explica que en los centros de detención preventiva y en las cárceles se forman parejas, pero no saben solucionar sus problemas a través del diálogo. A ello se le suma, que el encierro y el hacinamiento disparan la conducta violenta. Los presos se convierten en seres hostiles e intolerantes.
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Guapos y apoyados
El caso de Ramón, hijo de Aurora González, es desolador. Durante el año 2016 él ingresó cuatro veces al hospital Victorino Santaella por lesiones. En la última golpiza le dejaron tres costillas rotas, una fractura de peroné y múltiples hematomas en la cara. Su madre cuenta que estaba en el pasillo de la sede de Poliguaicaipuro en Los Teques, donde conviven más de 40 presos. De forma accidental se tropezó con uno apodado «Miguelito» y no le pidió disculpas.
Eso bastó para que «Miguelito», detenido por tres homicidios, desatara su ira. Él junto y otros cuatro reclusos patearon a Ramón, lo escupieron. “Miguelito” pegó su cabeza contra el piso hasta dejarlo inconsciente. A Aurora no le avisaron de lo ocurrido, sino tres días después cuando fue a llevarle comida. «Allí hay un grupo que le hace la vida imposible a los nuevos. Ellos les quitan los alimentos, los maltratan y los obligan a limpiar el baño. Actúan con crueldad, con saña y bajo la mirada cómplice de los funcionarios», comenta la mujer.
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Este tipo de irregularidades no solo ocurren en las comisarías del centro del país, se ha hecho extensiva en el interior, donde la figura del pranato ha cobrado fuerza y trasciende los barrotes de las cárceles convencionales para instalarse también en los calabozos de tránsito. En Cabimas hay un anexo de la policía del estado Zulia para albergar a los detenidos. Hay más de 850 reos que viven en dos áreas que fungen de pabellones. Sus paredes internas están sucias, desconchadas, muestran grafitis y son oscuras y tenebrosas. Esos espacios están bajo el dominio de Luis Bozo y Andy Segovia, alias «El Chucky», este último acusado de homicidio calificado. Se fugó, pero desde la clandestinidad continúa gobernando el lugar. Sus luceros se pasean por los pasillos con armas cortas y largas y los uniformados son sus cómplices. Si les dicen algo, o se atreven a transgredir sus normas, los pican.
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A la semana envían entre dos y tres reos al hospital. Uno de ellos fue Samuel, encarcelado por robo agravado. Cuando llegó a ese sitio, desconocía que tenía que pagar “la causa”, la vacuna para vivir allí sin problemas. Al pasar el mes fue sorprendido mientras dormía por cuatro hombres que lo despertaron a patadas, le dieron puñetazos en el estómago y en la cabeza y lo dejaron ensangrentado. Le dijeron: «Esto es para que no se te olvide que debes pagar lo que debes». A partir de ese momento no se atrasó más. Su madre, una mujer de 65 años, es la que consigue el dinero para abonarle 3.000 bolívares mensuales al pran.
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Ella es propietaria de una modesta bodega en un barrio de Cabimas y debe apartar de sus ventas un dinero extra para que no lo agredan. «Reúno plata para garantizar la vida de mi muchacho». También aparta un fondo de 10.000 bolívares para que los policías lo lleven a los tribunales. «Aquí se paga por todo. A veces he tenido que hacer tortas para vender y completar lo que hace falta. Esos pranes son capaces de cualquier cosa. Sus luceros trepan el muro del anexo y roban los vehículos de los conductores que cargan combustible en la estación de gasolina. Los enfrían en el sector Monte Pío para luego vender las piezas. La policía lo sabe y no hace nada», dice la mujer.
Juntos y revueltos
En el país hay más de 200 instituciones policiales y comandos de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) que han tenido que adecuar sus espacios para la habilitación de calabozos. De acuerdo con Una Ventana a la Libertad, el 40% de estas instituciones no clasifican a la población por sexo ni por delitos. Hombres y mujeres conviven en un mismo ambiente. También se mezclan adolescentes que han cometido delitos menores con presos que tienen un prontuario de más de tres homicidios y que tienen poder para gobernar e imponer sus reglas. En esos lugares hay personas con patologías y otras con trastornos mentales que tardan meses a la espera de un cupo en un psiquiátrico. Así ocurrió con Hugo Acuña, quien estuvo más de cinco meses aislado en una celda de Polichacao. Los funcionarios de ese cuerpo de seguridad lo aprehendieron por robo agravado.  Además de delincuente sufre de esquizofrenia.
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No estaba medicado porque no había presupuesto para comprar el tratamiento que lo calmaba en crisis. Se flagelaba, golpeaba una y otra vez su cabeza contra la pared. Sus gritos se escuchaban hasta la recepción de la comisaría. Había que llamar a Salud Chacao para que lo sedara. «Tengo hambre, denme comida». Era su petición constante. Tenía un grupo de funcionarios que lo cuidaba día y noche para que no se suicidara. «Era un estrés, en una de las audiencias se desnudó ante el juez, mientras ofrecía su testimonio». Hugo durante su estadía en la policía solo recibió tres visitas de su cónyuge. Le llevó comida y no volvió. Ella no sabe que el mes pasado fue trasladado al psiquiátrico de Lídice. «Dicen que allí no reciben atención adecuada, pero no podemos hacer más. Aquí ya no lo podíamos tener», expresa un funcionario de Polichacao.
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Según cálculos del Observatorio Venezolano de Prisiones, cerca de 150 funcionarios policiales han dejado de patrullar para cuidar detenidos. En lugar de hacer labores de prevención en materia de seguridad ciudadana, se dedican vigilarlos para evitar motines e intentos de fuga. «Ellos no están capacitados en materia de derechos humanos. Se requiere de un personal formado en estudios penitenciarios para lidiar con reos de alta peligrosidad, con problemas mentales, quienes requieren un tratamiento especial», refiere Humberto Prado, director de esa ONG.
Blancos de burlas y desprecio
Según la investigación de una Ventana a la Libertad, al menos 15% de los detenidos son objetos de rechazo y bullying, ora por cometer crímenes horrendos, ora por ser gay o transgénero o por padecer una enfermedad que alteran su conducta. Ese es el caso de David Martínez. Desde hace 10 meses él vive en un catre colocado en un pasillo a oscuras y poco ventilado, frente al calabozo A de la Policía Municipal de Los Salias. Está procesado porque en mayo del año pasado robó en un supermercado. Sus compañeros de celda lo sacaron a golpes, le rompieron el labio superior, le dieron puñetazos en la cara y lo amenazaron: «sabes que si regresas te vamos a matar, diablo».
Se quejan de que es raro y no soportan tenerlo al lado. David continuamente frunce el ceño y gira la cabeza hacia la izquierda, síntomas propios del Síndrome de Tourette, un trastorno neuropsiquiátrico caracterizado por múltiples tics físicos involuntarios y debe ser tratado por un especialista. Suspendió su terapia por una razón obvia. La ayuda que le proporcionan sus familiares es mínima. No tienen recursos para comprarle Clonazepam que controla sus movimientos.
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En su catre sentado sobre una colchoneta rota y cubierta con una sábana desteñida pasa varias horas rayándose los dedos con un lapicero de tinta azul y calma la ansiedad con la lectura de un libro de Harry Potter y otro de oraciones que le regaló un grupo cristiano que a veces acude a rezar. Recuerda que lleva dos meses sin ver a su mamá. Ella lo visita poco porque debe cuidar a sus otros hermanos. «Cuando mamá viene me trae un poquito de pasta revuelta con sardinas y, cuando no tiene, me lleva solo arroz con mantequilla. Otros días como de las sobras que me dan otros presos si están de buen humor. En los últimos cuatro meses he bajado de 62 a 45 kilos, me siento débil y la poca ropa que tengo me queda grande», dice demacrado con los ojos hundidos y la piel pegada al esqueleto.
El trastorno que padece y la delgadez extrema de David están resumidos en un documento entregado a los tribunales para que le concedan una medida humanitaria. De recibirla, saldría de ese pasillo lúgubre y mal oliente y regresaría a casa. Cada día que pasa él sigue siendo objeto de vejámenes y perdiendo peso, al igual que otros encarcelados. La población no come bien no solo porque el centro no sirve las tres comidas diarias, sino también porque sus allegados no siempre tienen qué llevarse a la boca.
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Al lado de David hay otro procesado por robo. Se trata de Leiker Hernández y cumplió la mayoría de edad aislado en ese pasillo. La noche del 5 de febrero de 2017 sus compañeros lo despertaron a golpes. Ellos no quieren a los homosexuales. «No aceptan mis preferencias sexuales. No le he faltado el respeto a nadie. Me he mantenido callado y sumiso a las humillaciones a las que me han sometido», se desahoga.
Leiker muestra las marcas de las heridas que le causaron en sus brazos y piernas. No conforme con haberlo expulsado todavía gritan: «aquí no queremos mariquitos». La segregación incluso entre convictos se caldea o humedece con los potes de orina que le lanzan. A la directora del organismo policial, los reclusos le han dicho que no pueden permitir que Leiker duerma en el mismo espacio con ellos porque, una vez que los trasladen a un centro penitenciario, temen que los otros residentes piensen que también son homosexuales. Las befas y maltratos no tardarían en correr.
«He hablado con los presos para que dejen las burlas con Leiker, quien ha tenido cuadros depresivos —que solo han sido tratados eventualmente en las jornadas de asistencia médica y psicológica que se organizan dentro de la institución. A finales del año pasado sostuve una reunión con funcionarios de la Fiscalía Superior del estado Miranda y allí planteé la necesidad de que me asignaran más cupos para trasladar y desocupar esas áreas. El Ministerio Público me contestó que resolviera y que también construyera un espacio adicional para los transexuales y homosexuales. ¿Cómo lo voy hacer?, ¿con qué dinero? Esto es una sede policial, no es una cárcel», comenta Carmen Mavares, directora de Polisalias. Esas mismas interrogantes se plantean otros jefes policiales que han visto convertidos sus comandos en depósitos de presos que sobreviven al abandono y la intolerancia.]]>

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