Perfil

Salvador Fleján, de "vivalapepa" a escritor

Narrador y provocador, Salvador Fleján, autor de los libros Intriga en el Car Wash y Miniaturas salvajes, hace alarde de su tumbao picapleitos. Bajo la edición de PuntoCero, presentó su nuevo material: Tardes felices: Crónicas pop apocalípticas. Mientras, se entretiene con la crítica, la cocina y sus ganas de hacerse rico, escribiendo o no

Fotografías: Héctor Trejo
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«Entre todo cuanto se escribe, yo amo sólo aquello que alguien escribe con su sangre”, señaló Nietzsche en una ocasión. Esta  afirmación, que tiene el tremebundo tono de las sentencias escritas en piedra, podría leerse como el sabio recordatorio de que la escritura, para que tenga sentido, tiene que ser absolutamente honesta. Ser el reflejo de lo que somos. Eso lo sabe Salvador Fleján (Caracas, 1966), un autor que ha sistematizado una obra en torno a un rasgo de la naturaleza del venezolano que podría ensayarse bajo el nada científico nombre de “vivalapepismo”.

Sabrá Nietzsche porque dijo lo que dijo, pero Fleján escribe como escribe porque así ve el mundo. Poniendo el chiste donde hasta hace poco estuvo el escollo. Un permanente amago, un “tirar la parada”, una estrategia con la cual distraer al contrincante.

A coñazo limpio

Creció y se crió, como hasta los diez años, en un hermoso edificio en San Bernardino. Tenía piscina, unas áreas verdes espectaculares y al Hotel Ávila de vecino. Pero también tenía, como fauna autóctona, a “hijos de argentinos y niñitos judíos, karatecas y con ínfulas de superioridad”, que se convirtieron en su primera prueba. Su estreno a la vida social. “Tuve que abrirme mi espacio a coñazo limpio”, rememora.

Esa fue la primera ley “escrita con su sangre” a la que atendió. Desde entonces le quedó el estilacho. Un cierto aire arrogante y un modo provocador se convirtieron en su kit para ir por la vida. Era su estrategia de supervivencia. Sobre todo dada su condición de único varón en una familia de tres hijos. De sus hermanas, una mayor y otra menor que él, tiene lindos recuerdos de su infancia y, aunque ya no se frecuentan como entonces, su relación con ellas es más unida que nunca. “La mayor fue la que me ayudó a vencer a los argentinos. Una tipa guerrera que venció hasta los gringos”, señala.

En su ración de humana contradicción, Fleján tiene de outsider lo que tiene de gusto por el reconocimiento y lo que eso trae consigo. De hecho, desprecia lo edulcorado con ínfulas de belleza pero se deleita francamente con el oropel de la vieja farándula local. Le parece honesto. Representan el “y yaaaa regresamos”, el “ay, qué noche tan preciosa”, el “en una noche tan linda como esta” que, aunque muchos se avergüencen, forma parte de nuestro ADN.

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No es su caso. Sus personajes son chéveres, relancinos, vivarachos, tipos que buscan sobrevivir, con mínimas opciones reales y con todo en contra. El aporte vernáculo al self-made man. Su versión personal de escribir —o vivir— con su sangre.

Un completo y absoluto desastre

Hizo casi toda su primaria en la Unidad Experimental Venezuela, «que fue modelo en la educación y que cada vez que paso frente a ella me da arcadas verla pintada de vinotinto y con unos borrachitos durmiendo en la entrada», señala, agregando que su bachillerato fue un completo y absoluto desastre, de seguro motivado por el inesperado cambio de residencia, ya que cuando salió de sexto grado a su papá le salió una oferta laboral en Puerto La Cruz, la cual les cambiaría la vida a todos los miembros de la familia.

En esa época, las matemáticas le resultaron tan traumatizantes que durante mucho tiempo, aun entrado en los cuarenta, tuvo pesadillas con exámenes que raspaba y debía reparar. Aunque tampoco era bueno en Castellano. «Pero, ya en el Diversificado, sí me gustaban Historia, Filosofía y Psicología», además de Inglés, el cual perfeccionó lavando carros en Boca Ratón, Florida.

De hecho, estudió Letras por accidente. Quería estudiar Filosofía, y hacerlo en la Universidad Central de Venezuela (UCV), Alma Mater de su padre, por lo que se fue a la Facultad a preguntar por los mecanismos de ingreso. La prueba interna estaba pautada para unos cinco meses después, mientras que la de Letras se efectuaría la semana entrante. «¿Adivina qué decisión tomé?», pregunta con maliciosa sonrisa.

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«Éramos cerca de 800 bachilleres sin cupo y sin rumbo», agregando que puede recordar «como si las estuviera viendo» todas y cada una de las preguntas de aquel examen, cuyo jurado estuvo compuesto por Judith Gerendas, Eli Galindo y María Fernanda Palacios. «Casi cuatro horas de sudor y rezos. Todo un tour de force para mí que recién me había enamorado de la literatura a través de Capote, Marcel Schwob, Tom Wolfe, algunas cosas de García Márquez, Rosemblat y otro grupo disperso de autores que frecuentaba en la época», confiesa.

Cuando le pregunto qué le dejó la universidad, señala: “De ahí saqué a mi compadre José Manuel Guilarte, a mi entrañable amigo y mentor, el poeta Eleazar León —lamentablemente fallecido—, y algunas novias locas. Pero, sobre todo, las destrezas y conocimientos que me han permitido ganarme la vida honestamente los últimos 25 años”.

Ser millonario como única vocación

Tiene aspecto de músico. Anda por la vida con un tumbao que cualquiera ubicaría en una banda de guaracheros. Pero no, es escritor. En 2006 Mondadori publicó su primer libro: Intriga en el Car Wash, un compendio de seis cuentos que bastaron para darle un merecido espacio en la narrativa venezolana actual. Luego de seis años, la editorial PuntoCero publicó Miniaturas salvajes, su segundo libro de relatos. En 2014 salió Ruedalibre, crónicas inoxidables, publicado por Los libros de El Nacional, y este año volverá con PuntoCero para ofrecernos Tardes felices, «un título que adoro por diversas y amadas razones», comenta.

En ese tiempo que transcurrió entre su primer y su segundo libro, Fleján cultivó una merecida fama de flojo. Lo decían sus amigos, los editores, los libreros… La descripción unánime señalaba indisolublemente esas dos características: “Un tipo talentoso, pero flojo”. Y él nunca pretendió disipar esa idea. “La única vocación que he tenido en la vida es la de ser millonario. De no rendirle cuentas a nadie, ni pararme a las 6 de la mañana, montarme en un vagón del Metro y calarme el mal aliento de cincuenta desconocidos que se apretujan los unos a los otros”, señala con franqueza.

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Tampoco hace de la literatura una pasión arrolladora. Al contrario, siempre lo han azuzado las urgencias, y la escritura no iba a ser la excepción. De tal manera que comenzó a escribir «por hambre, rabia y frustración», combustibles suficientemente poderosos para mover un espíritu que hizo propia aquella frase de Dorothy Parker: “Odio escribir, pero amo haber escrito”.

Al preguntarle por sus impulsos de creación, comenta que en una época le llegaban a través de una imagen, un gesto, una frase e, incluso, por la luz que tenía una escena vivida que intuía cargada de potencial narrativo. «Hoy en día, el dinero es mi principal musa. Cuando mis editores en el semanario Quinto Día me apuran por el contenido, por el cual recibiré un emolumento que me permitirá sobrevivir una quincena más, mis musas se activan en modo ¡Shazan!».

Ese pragmatismo no da cabida para la mirada romántica. «Uno entiende a la gente que dice que `adora y se divierte escribiendo´ cuando jamás han dependido de escribir para comprar el queso guayanés que le van a poner a la arepa de la mañana», comenta para luego agregar que “todas las veces que he escuchado esa sentencia, ha sido en boca de ejecutivos prósperos, talleristas próximos a escribir su exitosa autobiografía”.

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Cocinar un buen texto. Componer una receta

A Fleján se le da eso de conversar. En general lo disfruta, pero hablar de literatura lo pone en un modo y un ritmo distintos. Le pregunto qué temas no le interesa trabajar y me señala que la muerte no entra en su universo literario. “Me parece una vaina súper pavosísima, que me arruinan las ganas de escribir y hasta el día. Soy un tipo que perennemente celebra la vida. No puedo pasarme cuatro o seis horas sentado escribiendo algo que niegue mi credo personal. Tampoco me gustan las palabras rebuscadas, manieristas, barrocas. Por eso no escribo poesía. Aunque la pobre poesía no tiene la culpa que algunos de sus cultores sean barrocos, manieristas y fastidiosos. Por último, detesto las copias vicarias de Borges, Cortázar, Carver y hasta el mismísimo Bolaño. Yo escribí un cuento burlándome de eso, que la gente interpretó como un homenaje al chileno. Me dio mucha risa el asunto”.

Le pregunto de qué le ha servido le literatura, y señala que el hecho de haber entrado a estudiar Letras le produjo una inmensa alegría a su familia. «Al fin el vago del carajo este se decidió a hacer algo con su vida”, decían. Sin embargo, ahora no terminan de entender cómo ese mismo vago puede ganarse la vida «escribiendo cositas». Luego agrega, ya más serio, que la literatura, en algún momento de los noventa, “me salvó del aburrimiento y de que me entregara a la anomía reinante del momento. Bolaño, pobrecito, tuvo mucha culpa de ello”.

Fleján ha sido jurado de casi todos los concursos de narrativa del país. Es por ello que sabe qué considera un buen texto. “Definitivamente tiene que sorprenderme”, señala. “También hacerme reír o llorar a moco suelto. Los relatos buenos tienen que moverme esos sentimientos extremos. Confieso que no soy amigo de los textos reflexivos, que me quieran contar las cuitas psiquiátricas de sus autores. A mí no me interesa el `mundo interior´ de nadie. A mí me interesa es que me cuenten historias donde pasen cosas, donde la gente se mueva, se meta en problemas y busque solucionarlos”.

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Según él, un texto eficaz y potente, desde el punto de vista narrativo, conlleva un intenso trabajo estilístico y estético. “Es una conjunción de factores parecidos a una complicada receta de cocina. Hay que tener unos buenos ingredientes básicos, combinarlos, macerarlos, picarlos, hervirlos, hornearlos y servirlos en proporciones que responden a la receta particular de cada escritor. El éxito del producto final, dependerá de la sabiduría, experiencia, pericia, técnica y hasta suerte del autor. Un buen escritor trabaja a la manera del buen cocinero”.

La felicidad se cocina al carbón

Entonces pasamos a hablar de una de sus verdaderas pasiones: la cocina. No en vano cuando vivió en Estados Unidos trabajó como cocinero en varios establecimientos. De ahí le viene su método y organización en la cocina. Tiene días para comprar los ingredientes, días para cortarlos y picarlos y días para la elaboración de los menús. Luego pasa a enumerar los platos de los que se siente orgulloso: “Me quedan muy bien el asado negro, el pasticho, los risottos, los granos en general, el pesto, la marinara, la paella, la pizza, los asopados, el pabellón, la reina pepeada, el hervido de res, las arepas de chicharrón, las albóndigas italianas, las cremas árabes, el falafel, kibbe o cosas más complicadas como la olleta de gallo o distintos souflés”. Ante este repertorio, una mujer se puede dar el lujo de entregar el testigo de los fogones en casa. En efecto, Carla, su mujer, reconoce que en la suya “Fleján es el que cocina”.

Así, llegado a los cincuenta años, este narrador que ya no tiene que enfrentar vecinitos karatekas, vislumbra un día ideal como ese en el que no tiene nada que escribir, en que su bar tenga algo de ron, ginebra o vodka y su mesa unos amigos con los cuales hacer parrilla, jugar dominó “y burlarnos del mundo”. Y todo ello con la honestidad del que escribe con su sangre.

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