Sucesos

Hurto de placas fúnebres: el susto de los vivos

En los cementerios de todo el país se repite un fenómeno: los muertos se quedan sin un nombre que señale el lugar de su reposo eterno. El bronce de las lápidas es preciado. Se vende a buen precio en mercados secundarios, o sirve como materia prima para hacer balas. Los familiares, a veces, hasta extravían el punto exacto donde llorar su pérdida

Fotografías: Cristian Hernández (Tomadas en el Cementerio del Este y Jardines el Cercado)
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El periodista Melanio Escobar asistió, junto a su familia, a la cremación de un tío fallecido. Era el lunes 24 de julio de 2017, en el Cementerio del Este de Caracas. El acto terminó y Melanio acompañó a su tía a visitar las tumbas de otros cuatro parientes. Pero no lograron ubicar los restos. Ninguna de las tumbas de ese sector tenía placa que identificara a los enterrados.

La tía de Melanio hizo el reclamo en administración. Quien la atendió le respondió que sí se había producido un hurto, que ellos iban a reponer las placas y “además le dijo, como cosa suya, que se están robando las placas para fundirlas y hacer un tipo de balas. Mi tía salió horrorizada”, recordó Melanio días después.

La noche del martes siguiente, la Policía del Municipio Sucre recibió una llamada desde el camposanto. No era un espíritu pidiendo justicia, sino un trabajador denunciando lo mismo. Funcionarios de la brigada motorizada de Polisucre se trasladaron al lugar y se encontraron con ocho hombres montando placas de bronce dentro de una Encava. Si la luz de la luna no intimidó a los delincuentes, sí lo hicieron los faros de las motos. Las 189 placas que pretendían llevarse fueron salvadas.

Joan Camargo, de El Universal, posteó la noticia en Twitter. Melanio Escobar dio RT y comentó su experiencia. En horas, las redes sociales se convirtieron en un hervidero de preocupación: centenares de deudos se acordaron sus muertos.

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Los jardineros del camposanto de La Guairita parecen acostumbrados a responder preguntas sobre la noticia del momento. Felix Castillo, mientras atiende la porción de césped que le corresponde, comenta que desde hace años se dan cuenta de hurtos desperdigados por las 170 hectáreas del lugar. Pero las terrazas más afectadas son las 63.1; 63.2 y 63.3. Según Félix, muchas de las placas de allí fueron hurtadas y algunas retiradas por el Cementerio a modo de prevención. Y, hasta donde sabe, han detenido a unos cuantos trabajadores internos: dos del área de funeraria, dos de seguridad y uno de los que trabajaba con lápidas.

“Esta vaina tiene añales. El cementerio está podrido de demandas por eso”, revela otro trabajador que prefirió ocultar su nombre. Su labor es cuidar las lápidas, hacer mantenimiento, y apenas los mensajes en Twitter notificaban los hurtos, decenas de deudos lo llamaron. “Yo les decía que esa vaina no había sido aquí, sino en el 63, por allá abajo”, señala.

Los familiares de los muertos pagan al Cementerio por los cuidados, con derecho a vigilancia y a la poda de los alrededores de la tumba en cuestión. En sus más de diez años trabajando allí, el jardinero anónimo una vez se consiguió con que en menos de 30 minutos habían sustraído cinco chapas cerca de lo que hoy es un crematorio: él y otros dos compañeros fueron a almorzar; cuando regresaron, las inscripciones no estaban. La respuesta, asegura, ha sido pegar las placas a las bases con alambres y hasta cabillas. Así, para arrancarlas, es necesario usar picos y mandarrias. Por el ruido que genera el uso de esas herramientas, es que le resulta imposible pensar que en los recientes hurtos no haya complicidad interna.

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Y ya viendo las áreas 63.1; 63.2 y 63.3 –sin vigilancia y con maleza alta– es difícil no estar de acuerdo. Casi todas las placas de esos lados fueron hurtadas. Algunos deudos colocaron cartelitos para saber dónde están los restos de su ser querido. Otros ni siquiera pueden valerse de ese recurso pues, en algunos casos, los ladrones se llevaron hasta las bases de las tumbas.

La Mafia del bronce

Hay quienes la llaman así, en mayúscula: la Mafia del bronce. Como si se tratara de una de las cinco familias italianas que azotó Estados Unidos en el siglo XX. Los investigadores muestran más dudas que certezas, pero casi nadie cuestiona que hay alguna mano grande moviendo los hilos del delito.

En 2015, se reportaron 18 hurtos en el Cementerio del Este. En abril de 2017, se denunciaron otros. El 30 de abril, 200 chapas fueron extraídas del Cementerio del Este de Barquisimeto. En enero, 80 fueron sacadas del cementerio Parque Metropolitano de Barcelona. En la Esperanza, del estado Vargas, agarraron hace meses a unos ladrones con 48 láminas. En Jardines el Cercado, de Guarenas, casi 300 tumbas no tienen lápidas. La web IAM Venezuela reportó el hurto de un busto de Rafael Urdaneta en Coro, de los escudos y las letras de una estatua de Simón Bolívar en San Antonio de Táchira, de la estatua de Udón Pérez en Maracaibo, de la escultura de Tulio Febres Cordero y de un brazo de una estatua de Gabriel García Márquez en Mérida.

El hurto de placas funerarias siempre ha existido en el país. Pero en el 2017, gracias al desborde de la crisis económica, se multiplicó. “El cementerio es un lugar de muertos, un lugar que a nadie le interesa. Y por nuestra propia visión cultural, todo lo relacionado con el cementerio es pavoso. Así es la visión del venezolano”, lamenta el padre Germán Machado, diácono del Cementerio General del Sur, quien heredó una compleja realidad contra la que luchó el clérigo anterior, Rafael Plaza.

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El padre Rafael luchó contra las profanaciones –que rondaban entre el 40% y el 60% del camposanto–, los problemas de drogas, prostitución y hurtos. Un contexto parecido heredó el padre Germán, quien aclara que la realidad es que hay menos robos armados de lo que la gente se imagina, pues estos no le convienen a las grandes mafias que operan en el Cementerio: la de restos humanos, que se presume hasta exporta huesos; y la de objetos de valor: placas, bases, piezas de metales enterradas.

Los “mineros” excavan entre cadáveres en busca de dientes de oro y joyas enterradas con los cuerpos. Si la necrópolis se vuelve demasiado insegura –y ya lo es– la gente deja de ir, deja de hacer entierros y deja de suministrar a las grandes mafias la materia prima de sus negocios. Una que, en algunos casos, ya es escasa: dentro del Cementerio General del Sur no queda casi nada de bronce.

En el Cementerio de Pariata, en La Guaira, el hurto de placas no es tan común: acaso hurtan las pocas de cobre o aluminio. Allí, las tumbas se acumulan como ranchos en un cerro. Los trabajadores van a lo suyo, sin ánimos de meterse en líos. A mediados de 2017, enterraron a un malandro cuyo cadáver se encerró en el ataúd con una cadena de oro guindando de su cuello y varios fajos de billetes en su cinturón. Nueve días después, el esqueleto apareció fuera de la tumba, sin ningún objeto de valor: ni la corte malandra lo salvó desde el más allá.

Las pesquisas

Según IAM Venezuela, en Maracaibo el kilo de bronce se paga a 0,88 dólares. Mientras que en Cúcuta llega a costar hasta 2,02 dólares. El salario mínimo en Venezuela es de menos de 10 dólares, al cambio paralelo.

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Le mecánica parece ser esta. El ladrón de bronce comete el hurto. Vende su botín a los chatarreros o aguantadores, quienes después lo comercian con los fundidores para procesar el material y “venderlo a las grandes fábricas, las cuales derivan piezas para artefactos eléctricos, vehículos, objetos del hogar, etc”, explicó a IAM Venezuela un funcionario policial.

Hay otras versiones.

En un reportaje escrito por la periodista Mabel Sarmiento, un funcionario dijo que cuando se hacen los interrogatorios salen cosas como que usan el bronce para hacer la punta de los cartuchos de bala. El comisario Marcos Rodríguez Moncada, director de la Policía de El Hatillo, declara en el mismo texto: “Diríamos que el 80% y hasta 90% de los que cometen los hurtos son obreros, muchos de ellos ex presidiarios. Llevan las placas a un sitio en Petare, donde las acomodan y las venden como nuevas”.

En toda Venezuela el bronce está siendo saqueado masivamente, ante el despiste de las autoridades. Antonio Morales, enterrador del cementerio de Pariata, lo resume así: “Cuando sucede una profanación o un hurto y la gente reclama, les digo que denuncien. Pero si los policías no consiguen a los vivos, menos van a conseguir a los muertos”.

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En La Guarita, a lo largo de la vía que lleva al Cementerio del Este, hasta hace un par de años se veían locales que comerciaban productos relacionados con la muerte. Los cuerpos policiales los han ido removiendo. Pero con Restauraciones Guillén no han podido. Rafael Antonio Guillén y su esposa Lourdes, dueños de la empresa, tienen sus papeles en orden.

El Cementerio del Este solo permite que los deudos manden a hacer las placas con su empresa asociada, Arte Bronce Servicios Funerarios. Antes había menos restricciones. Rafael y Lourdes dirigen desde hace 27 años su negocio de confección y restauración de placas. El bronce se los provee un fundidor que también tiene sus permisos en orden. Hoy día, las pocas planchas que les mandan a fabricar las realizan con aluminio, menos atractivas para los amigos de lo ajeno.

Cuentan que en 2015, una muchacha pidió que le hicieran una placa y que, por favor, la instalaran en una tumba del Cementerio del Este. Así hicieron: mandaron a un señor mayor, Luis Urbano, a que la pusiera. Entonces, lo detuvieron. Y más tarde, dos policías aparecieron en el local de Lourdes y Antonio para llevársela detenida a ella. Luis y Lourdes pasaron una noche en prisión.

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“Estaba con todo lo que eran choros, malandros, ¡todo! Había unas chamitas que me decían: coño, pure, no llore. Eso fue un 15 de mayo, nunca se me olvida”, recuerda Lourdes, quejándose de su rodilla, la cual pone a prueba cada mes yendo a declarar a tribunales. Está acusada de hurto de placas y dos años después aún no hay una resolución definitiva. Dos veces han ido policías a revisar su local. Una vez la visitaron dos abogados del Cementerio, a donde Antonio tiene prohibido ingresar. No puede visitar a su madre enterrada. “Están buscando cinco patas al gato donde nada más hay cuatro”, dice Lourdes, cuyo negocio se mantiene gracias a clientes que, de cuando en cuando, les hacen un encargo pero para otros cementerios. Y para cada pedido tiene que hacer firmar al cliente decenas de papeles. No quieren darle el gusto a terceros de cerrar su negocio.

Deudos

La septuagenaria Juana Sanoja de Pérez caminaba, en el sector 63.1 del Cementerio del Este, ayudada por su nieta Lisset Vázquez y escoltada por el esposo de esta última: Gilberto. En mayo de 2017, se dieron cuenta de que las placas que honraban los restos de la mamá de Juana, su hermana y su esposo, habían sido hurtadas. El sábado 19 de agosto se disponían a dejar unos cartelitos de madera que identificaran las tumbas.

Las placas las compró Juana hace más de 30 años, en uno de los tantos locales que había rumbo al Cementerio. Acostumbrados a que se llevaran las flores, jamás pensaron que alguien pudiera extraer el nombre de un muerto, tan íntimo. ¿Qué sentía Juana? “Coño, ¿qué crees tú? Ganas de tenerlo cerca para matarlo, al que lo está haciendo. A estas alturas me cuesta hasta venir al Cementerio y entonces vienen y me echan ese trozo de broma”.

Hay familias, a quienes han hurtado más de una vez, a las que el Cementerio del Este les ha repuesto la placa en unos seis meses, más o menos. Pero el caso de Giovanny Longobardi es otro. Su padre falleció en 2011 y fue enterrado junto a su madre, en el sector 63.3. Desde entonces, poco a poco, se fueron llevando parte de la tumba: una cruz, la lápida y la base. El Cementerio se tardó seis años para reponerle lo hurtado. La base de mármol perdida se la cambiaron por una de cemento. En agosto de 2017, Giovanny constató la repetición. “Llaman es para cobrar pero no llaman para reportar nada”, dijo sobre la administración.

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En el sector 63.3 no queda ya nada de valor. Jesús Díaz, que fue a ver la tumba de su abuela, permuta la nostalgia por la sorpresa. Cuando, in situ, alguien le comentó que se llevaban las placas para hacer balas, vio el piso por un rato y exclamó con la cara de quien ve a un fantasma: “Imagínate que te maten con una bala hecha con la lápida de una familiar tuyo”.

En El enterrador, Thomas Lynch escribe: “(…) una vez usted esté muerto, no hay nada que se le pueda hacer a usted o para usted o con usted o sobre usted que haga algún bien o algún mal, que el daño que hagamos o la decencia que tengamos afecta a los vivos, a quienes les sucede la muerte de los otros, si es que le sucede a alguien. Los vivos tienen que vivir con ella; el muerto no. De ellos es la tristeza o la alegría por la muerte. De ellos la ganancia o la pérdida. De ellos el dolor y el placer del recuerdo. De ellos la factura por concepto de servicios prestados y de ellos el cheque en el correo para pagarla”.

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