Cultura

Lion, la lágrima fácil que inunda el Óscar

Podría haber sido la primera película que expusiera un tema inexplorado en Hollywood: las dificultades sicológicas y culturales que enfrentan los niños marginados al ser adoptados por parejas en el primer mundo. Lamentablemente, la cinta de Garth Davis se pierde en el camino, como su protagonista, para convertirse en un dramón de televisión, repleto de lugares comunes.

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Si empapó el pañuelo con My Name is Khan (2010, Karan Johar) o bailó Jai Ho al final de Slumdog Millionaire (2008, Danny Boyle), es probable que termine bañado en llanto tras los créditos de Lion, un filme dividido en dos partes muy diferentes en cuanto a calidad y contenido. En la primera conocemos Guddu (Abhishek Bharate) y Saroo (brillante Sunny Pawar), dos hermanos pobres que deben robar carbón para cambiarlo por minibolsitas de leche. En la segunda, el guapo y rico protagonista se enfrenta a una repentina crisis de identidad.

Lion tiene un inicio fascinante. La relación entre los hermanos que deben partirse el lomo para llevar algún alimento a casa recuerda a la de Salim y Jamal con la que arranca Slumdog. Incluso, como en la cinta ganadora del Óscar de 2008, hay un repaso por las empobrecidas calles de la India y Dave Patel, a quien pareciera no importarle el peligro del encasillamiento, lleva la voz cantante. Sin embargo, las diferencias entre los directores son notables. Davis escoge un tono más sombrío y contemplativo, cuasi documental, que luego abandona para entregarse al drama resultón.

El pequeño Saroo corre como Salim y Jamal, ya sea para evadir a un policía o a una organización criminal y sus ojos se convierten en testigos de todas las injusticias y aberraciones que viven los niños en este superpoblado mundo. Esta mirada, inocente y neutral, es la invitación del director para que nos acerquemos al maltrato infantil, que no solo sucede en la India sino en cualquier parte. De hecho, resulta muy fácil suponer que este tipo de vejaciones acontecen a diario en las calles de Venezuela sin que los medios de comunicación se enteren.

Davis, un director desconocido, con experiencia en la dirección de comerciales, nos entrega una primera parte angustiante. Brillantes son los detalles para sugerir las perversiones de los adultos. Una escena en específico recuerda a aquella en la que una infante de apenas 11 años (María Luisa Mosquera) es entregada a Ismael (Daniel Alvarado) en Macu, la Mujer del Policía (1987, Solveig Hoogesteijn).

Transición rota

El gobierno indio cree que hay más de 400.000 niños de la calle. 314.700 se reparten entre Bombay, Madrás, Kanpur, Bangalore y Hyderabaad. En Delhi, donde se concentran las instituciones administrativas del país, hay más de 100.000. Las historias por las que pasan se publican en un diario que manejan los mismos afectados. Habría sido fácil caer en el cliché o la violencia explícita (Boyle detallaba, por ejemplo, cómo les destrozaban la visión para convertirlos en mendigos), Davis, sin embargo, opta por otro camino, en el que incluso da pinceladas sobre temas más complejos como los problemas de comunicación en un país que posee 30 idiomas oficiales y 2.000 dialectos.

Todo este buen hacer se borra de un plumazo cuando el protagonista se convierte en un adulto atractivo. La primera escena, en el que se detallan los rizos de Patel y su atlético cuerpo, semeja a un comercial de colonia. Allí se nota el pasado del director. El impacto no es solo en imagen, ese salto brusco trunca la conexión emocional que el espectador había establecido con el pequeñín, lo que afectará al propósito del director hasta el final.

Pasamos entonces de un relato que bebía de Oliver Twist, como todas las películas de este tipo, a una reflexión forzada sobre la identidad. ¿Somos la consecuencia del entorno o son más fuertes nuestros genes? ¿Qué proceso incide en que extrañemos a un pedacito de tierra; a una frontera, a un olor, a una comida? A partir de este giro deviene el caos. Davis pierde el timón y todo el virtuosismo de la primera hora desemboca en un relato rocambolesco, que debe echar mano de Google Earth para resolver el conflicto.

En cuanto a los intérpretes, sobresale la labor de Nicole Kidman (Sue). Con muy pocos minutos en cámara y un extraño peinado teje al mejor personaje. El dolor y la esperanza de una madre que adopta están muy bien reflejados en su mirada. Interesante también la presencia de Mantosh (Divian Ladwa), el antagonista de Saroo; un Frankenstein que no encaja en el mundo ideal de una pareja burguesa.

Así que lo que parecía un acercamiento original a las relaciones entre padres e hijos de culturas diferentes termina en una parábola bíblica, que no llega a buen puerto. Empeora la cosa con los letreritos que cuentan todo lo que la obra no pudo en dos horas de duración. Ese cierre es un golpe al hígado a los de lágrima fácil; una salida obvia del director que parece dirigir su película a una causa noble para recaudar fondos y La Academia le ha comprado la idea.

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