El escritor gallego Juan Tallón acaba de publicar un artículo titulado “Hola, ¿está Onetti?”, donde cuenta que un día llamó al número de teléfono del escritor Juan Onetti, autor de culto para muchos escritores de la hispanidad, cuando este tenía décadas de muerto. Tallón había copiado el número cuando asistió a la exposición 'Reencuentro con Onetti: Veinte años después', organizada por el Centro de Arte Moderno de Madrid para conmemorar el vigésimo aniversario de la muerte del genio uruguayo
Entre los objetos del escritor expuestos -escribe Tallón- había una tarjeta personal. Al distinguir en la parte inferior su teléfono, no me resistí a anotarlo. ¿Para qué? Para nada, lógicamente. Me pareció un recuerdo curioso e inútil. Pensé que quizá en el futuro podría servirme de algo. Hace algunos años conseguí por casualidad un número que había pertenecido a Alejandra Pizarnik, y acabé utilizándolo en una novela. Nunca sabes hasta dónde llega de lejos un detalle real en una ficción.
Pero no lo usó en un relato. No, hasta ahora. Hizo él mismo una performance de coqueteo con la ficción y marcó el número. A ver qué pasaba. Él dice en su artículo que: “No sabía qué pretendía; supongo que solo confirmar que la línea había sido dada de baja, aunque durante un instante fantaseé con que descolgaban y yo saludaba ‘Hola, ¿está Onetti?’». Ante esta confesión, el lector se ve tentado a esperar un giro sorprendente: una voz con acento sureño que niega ser Onetti, pero con tono de quien no espera ser creído; una mujer que envejeció esperando que ese teléfono sonara y una voz embebida en nicotina dijera: ‘hola, soy Onetti’; un lector excéntrico que logró hacerse con el apartamento donde vivía el autor de El astillero y ha acabado creyéndose su alter ego.
Nada de eso ocurre en el artículo. Se dispara una contestadora que actúa como el chasquido del hipnotizador y Tallón cobra conciencia del absurdo. Cuelga el teléfono, escribe una nota y la manda al periódico. A mí, en cambio, sí me contestaron cuando hice algo parecido. Claro, mi autor -autora- no solo no estaba muerta sino que estaba en plena vitalidad y creación. Aún lo está, por cierto.
Yo empezaba a estudiar Comunicación Social, en la Universidad del Zulia. Un grupo de compañeros tuvo la idea de viajar a Caracas para visitar el Congreso Nacional, la sede de un par de periódicos y ver alguna exposición. Cada uno consiguió alojamiento en casa de familiares y yo me quedé en la casa de la esposa de un tío de mi madre. Un parentesco bastante mal basteado, si se toma en cuenta que ese tío había vivido en Caracas por décadas (mientras nosotros seguíamos en el Zulia) y que se había divorciado hacía añales de esta señora, mi anfitriona, para casarse con otra. El proyecto tenía a favor que la señora me acogió de buena gana, no era de esta gente a quien le molesta la presencia de otro a menos de diez metros ni de los que se sienten obligados a ofrecer, además de la cama, almuerzo; y que estaba cerca de las otras casas donde se alojaban mis amigos.
La agenda se cumplía a la perfección. Yo todavía no había descubierto la parranda, de manera que cada día llegaba temprano y me iba a la habitación a leer. Un día llegué al mediodía a cambiarme de ropa para volver a salir y quise salir resultó que la puerta estaba cerrada con llave. He olvidado mencionar que mi anfitriona no me dio un juego de llaves. Increíblemente, a las dos nos pareció innecesario. Me asomé al balcón para ver si había ido a la panadería y ya estaría de vuelta, pero no fue así. Pasada una hora comprendí que no llegaría a la cita con mis amigos, que estaba encerrada en el apartamento. Otro hecho inverosímil: no se me ocurrió que así como me había dejado recluida adentro, también podría dejarme afuera, lo que efectivamente ocurrió. La noche que llegué de la Cinemateca Nacional (que, en efecto, era cineteca, pero no nacional: su magnífica programación no llegaba a Maracaibo, de manera que era una especie de meca de peregrinación para los cinéfilos de la provincia), me encontré la puerta clausurada. Me cansé de tocar el timbre. Pegué la oreja a la madera. Le pedí a un vecino que llamara por teléfono. Nada. Estuve una noche entera sentada en la escalera. La señora llegó a las 7 de la mañana. Entré detrás de ella, entré al cuarto a recoger mis cosas y nunca más volví a verla.
Es lo que debí hacer dos días antes, cuando echó la llave al salir de tarde. En esa ocasión, regresé al cuarto y terminé el libro que estaba leyendo En esa época los devoraba. Nos devorábamos, más bien, porque los libros se me tragaban, me absorbían con tal influjo que cuando interrumpía su lectura seguía inmersa en su atmósfera y hablaba como ellos. Terminé con el último de los que yo había llevado y la dueña de casa no regresaba. A este punto, ya yo estaba en bata y merodeando por el apartamento a ver si encontrado algo para leer. En un estante polvoriento, por lo recóndito, había unos libritos crujientes de resequedad. El inevitable ejemplar de El padrino, de Mario Puzo, un recetario multigrafiado, un volumen de relatos del escritor argentino Baica Dávalos, (quien, por cierto vivía en ese mismo edificio y va a pasar a mi lado bastante tomado cuando yo tenga que pasar la noche en vela en la escalera), y un ejemplar de Una sonrisa detrás de la metáfora (Monte Ávila Editores, 1968), la primera edición, que tiene en la portada una muchacha risueña dibujada en clave de cómic sesentoso (como de Susy, secretos del corazón) sobre un fondo geométrico de listas blancas y rojas.
Fantástica portada. Me puse a leerlo. Lo conocía bien porque mi maestro, Sergio Antillano, lo había puesto en mis manos diciéndome que ahí estaba mi camino. Cada tanto tiempo, como siempre me pasaba con ese libro, respiraba profundamente y cerraba los ojos para verme a mí misma escribiendo así, con un lenguaje tan único, lujoso, inesperado. Una fiesta de humor, ironía, ternura y malicia. De pronto, abrí los ojos. ¿Habría allí una guía telefónica?
El teléfono estaba a su nombre. LERNER Elisa. Así. Era como si dijera McCULLERS Carson. Y contestó. Ella misma. Era ya el final de la tarde. Elisa vivía con su madre. Todavía no se había ido a España como agregada cultural de la Embajada (1984-1989). Evidentemente, no tenía una invitación a cenar aquella noche de mitad de semana porque el caso es que me atendió y no colgó a la primera. “Diga”, me dijo, -más bien ordenó-, cuando me identifiqué. Era un “diga” que intimidaba. Un “diga” como de película mexicana de teléfono blanco y escaleras de caracol. Un diga distante y muy interesante. Me lancé.
Ahora, a veces, ella alude a aquella conversación como si la recordara, sé que no, fui yo quien le habló años después de aquella velada telefónica en cuyo curso me caí de la silla giratoria donde me había instalado para conversar con mi escritora favorita, cómodamente, como viejas amigas que intercambian cuitas. Prueba de que estaba en una de mis fantaseos es que fui a dar al piso con estrépito. Ni yo estaba en mi lugar ni Elisa tenía el más mínimo interés en su inexperta fanática, cuando más una ligera curiosidad. De todas maneras, Elisa no era -sigue sin serlo- de las que dan consejos, mucho menos, literarios.
Han pasado casi cuatro décadas y cada vez que paso frente a aquel edificio se me vienen a la mente los dos episodios como si fueran uno, la noche que pasé en la inútil espera de que alguien me abriera una puerta y el contacto telefónico con quien aún hoy, cuando la visito y escucho, percibo como un mito.
Fue escrito en copto, un idioma antiguo de Egipto.
Compuesto por 51 hojas, de las 68 que constituían el libro original. Cada página contiene entre 11 y 18 líneas escritas a dos columnas, por un solo copista
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