En Belfast de Kenneth Branagh, la cámara sigue a sus personajes con una atención obsesiva. Está en todas partes, es un testigo y a la vez un narrador. Y sin duda, es una percepción del director sobre esa capacidad inmersiva de su historia para sostener un diálogo con lo emotivo. La película más íntima de un Branagh que abandona sus espacios habituales para recrear la ausencia, la derrota y la belleza desde un ángulo nuevo, deslumbra por su ternura. Pero también, por un trasfondo de pura dureza que se sostiene en un delicado equilibrio sobre varias percepciones a la vez de la realidad. El film aspira a contar la historia del contexto que rodea a sus personajes. Y, sin embargo, es un mosaico a gran escala de emociones y dolores. Todo sobre una cuidada puesta en escena, que además se sostiene sobre un guion preciso y brillante.
En una época en que el cine tiende a lo extraordinario, a lo asombroso y deslumbrante, Belfast basa su efectividad en la mirada maravillada de un niño. El golpe de efecto - que ya Taika Waititi utilizó con ejemplar pulso en Jojo Rabbit - se sostiene en el film de Brannagh sobre el poder de la percepción voraz. No solamente se trata de un niño asombrado con su entorno (una idea que ya sería poderosa, totémica en el hecho central de modular lo que ocurre a través de un cristal ingenuo), sino que se extiende en todas direcciones a través de algo mucho más amplio y detallado. En medio de la Irlanda de Norte herida por la violencia, con el enfrentamiento como último límite y del dolor que se expresa a través de una noción de la naturaleza humana vulnerada, la decisión del guion de asimilar la experiencia a través de la inocencia, es poderosa. Pero más que eso, es significativa.
Si Taika Waititi logró con su Jojo Rabbit profundizara en el horror del totalitarismo para encontrar una raíz del miedo más profunda y significativa, Branagh logra en Belfast la consideración de la oscuridad cultural a través de lo fortuito. Filmada en blanco y negro, la película va de un lado a otro del discurso sobre la asimilación de la realidad, a través de golpes de efecto - el director y guionista puntualiza la película a través de súbitos estallidos de color - y también, de la connotación sobre lo que en realidad ocurre, más allá del mundo infantil. La combinación de ambas cosas, logra que Belfast evada explicaciones sencillas sobre el bien y el mal, además de transitar un terreno que rara vez se narra en el cine actual: la condición de lo vulnerable como parte de un todo.
Branagh describe con las secuencias vívidas del recuerdo, a la Belfast de su juventud. También, un recorrido extraordinario a través de dolores, temores y esperanzas. El conjunto termina por sostener la percepción de lo bueno y de lo malo, lo extraño y lo voluble. De modo que hay una sensación que la película cuenta dos historias en una: la del niño que trata de comprender lo que ocurre a su alrededor y el de la ciudad, el país, el mundo, contenido en su esperanza.
La brillante premisa de la búsqueda del significado
Belfast termina con una dedicatoria «Para los que se quedaron. Para los que se fueron. Y por todos los que se perdieron». Lo mismo que JoJo Rabbit (que utilizó un poema de Rilke para apuntalar la lección de dolor plasmada en pantalla), la película sostiene su visión sobre la percepción de Buddy, el alter ego del director, interpretado por el jovencísimo Jude Hill acerca de la realidad escindida. Por un lado, se encuentra lo que imagina, ese trasfondo onírico y emocionante que deslumbra por su sencilla y cristalina versión de la inocencia. Por el otro, el mundo que se desdobla en un país en crisis, a punto de derrumbarse en sacudidas dolorosas.
Hay mucho de un profano sentido del humor. El tono de sátira en ocasiones grotesca no es tanto una crítica como una provocación. Brannagh usa la perspectiva de Buddy para reflexionar sobre los símbolos y metáforas de la calle en pleno hervidero como si se tratara de una ópera bufa. Una forma sutil en la que el guion deja muy claro la vacuidad acto de violencia. De modo que no resulta sorprendente que la perspectiva de Buddy sea casi un ideal y que su noción sobre el presente y el futuro, un juego de símbolos: se trata de un formidable análisis sobre el origen mismo de todo modo de comprender la realidad, a través de los dolores, el tiempo y en especial, la sustancia de la historia como telón de fondo.
La película de Branagh guarda evidentes paralelismos con la película del ’79 El Tambor de Hojalata de Volker Schlöndorff, basada en la obra del mismo nombre del escritor Günter Grass. De la misma manera que Belfast, el film de Schlöndorff mira a la Alemania convertida en la enemiga del mundo, a través de los ojos de un niño que asume el miedo y los terrores desde la perspectiva de un observador desconcertado. Oskar (David Bennent) que tanto en el libro como la película es el narrador único de la historia, decide a los tres años que dejará de crecer porque el mundo de los adultos le supera y le aterroriza «Había una vez un pueblo crédulo que creía en Papa Noel, pero Papá Noel en realidad era un ogro» dice Oskar y con esa única frase resume todo lo que teme y le aflige. A la vez, describe a esa Alemania tramposa, cruel y déspota que convierte todo a su alrededor en una constante fuente de decepción y miedo.
La crítica a la sociedad alemana es más directa y también, mucho más virulenta y directa de lo que Belfast jamás podría ser en la mirada hacia Irlanda, tan rota como desesperada en busca de su búsqueda de significado. Sin embargo, aun así, ambas películas están unidas por una única intención: la noción sobre la hipocresía del poder que domina y el dolor del puño que aplasta. Tanto Schlöndorff como Branagh, especulan sobre el mundo adulto desde la noción de un colosal juego de titanes, en la que la visión infantil es un espejo opaco que difícilmente puede contrarrestar los horrores que analiza y sostiene lo que ocurre puertas afuera de lo doméstico. Por supuesto, la película de Schlöndorff es mucho más audaz y dura de lo que jamás podría ser la de Branagh: su recorrido por la hipocresía de un país aplastado por el nacionalismo y superado por el apetito voraz del poder convierte al Tambor de Hojalata en una mirada de una crudeza desgarradora a través de una época en la que el odio era una circunstancia que unía y sostenía la perspectiva sobre la realidad.
Esa línea que va y viene entre lo onírico, la infancia rota y la belleza mancillada de la inocencia, es el punto central de Belfast. Y es quizás, su punto más alto, más poderoso, más sensible. Buddy es testigo y a la vez, parte central de una familia trabajadora que asimila los cambios a medida que se hacen más cruentos, más dolorosos, definitivos. A medida que el peligro aumenta (y acecha, sin duda y sin medida a Belfast como sueño y realidad), la película alcanza su tono más elocuente y duro. Algo que recuerda a la durísima Papá está en viaje de negocios (1985) del director serbio Emir Kusturica, en la que se analiza la crudeza y la violencia de los regímenes totalitarios desde el manto que oculta la cotidianidad.
Ambientada en la Yugoslavia sobreviviente a la Segunda Guerra Mundial y en específico durante el período Informbiro, la película narra el convulso tránsito político del país desde la óptica del pequeño Malik, cuyo padre Meša (Miki Manojlović) es enviado a un campo de trabajos forzados al desafiar el poder. Con su tono duro, angustioso, pero, sobre todo, conmovedor, la película narra la circunstancia del poder convertido en una trampa y una herramienta de agresión, que no condiciona al mundo desde la perspectiva de Malik y le convierte en testigo involuntario de algo más violento y cruel.
El cine tiene la capacidad de contar historias imposibles. Y Belfast, con su radiante ternura y dureza secreta, muestra la infancia malograda por la violencia y la crueldad. La transforma en un recorrido angustioso no sólo a través de la Irlanda dividida sino también, la búsqueda de lo que es el dolor en un estrato por completo nuevo. Quizás, su punto más poderoso y conmovedor.