Cine y TV

"El Conde" de Pablo Larraín, Latinoamérica como hogar del mal

Augusto Pinochet y su larga sombra de terror se transmuta, gracias al cine, en un monstruo clásico. La estrategia para expiar el horror histórico del director Pablo Larraín es audaz y controvertida. No obstante, esta biografía deconstruida de la impotencia colectiva antes crímenes que jamás recibirán respuesta, reta a la memoria latinoamericana en más de una forma

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La historia de Latinoamérica está plagada de la tenebrosa figura de los dictadores. La mayoría, en medio de la controvertida discusión de los crímenes que cometieron y que jamás recibirán justicia. Pero, en especial, Augusto Pinochet es una sombra acerca de la idea de la retaliación y el juicio que jamás llegó para sus aterradores crímenes. Bajo su puño, prosperó una red de sadismo institucionalizado, que convirtió el aparato del Estado, en un sistema efectivo de destrucción y aniquilación de la disidencia. Los asesinatos cometidos para sostenerle en el poder se cuentan en cientos de miles, sin que la mayoría alcance una retribución legal.

De modo que resulta singular y hasta doloroso, que la figura de un hombre que fue el responsable directo de la muerte de víctimas que todavía aguardan por ser reconocidas, llegue al cine como un monstruo de ficción. Que todo el peso de los horrores que lleva a cuestas, se fusionen con la mitología de vampiro para crear una criatura incluso más repulsiva. “El Conde” de Pablo Larraín, traslada la idea del mal perenne  - los pecados y la sangre derramada que lleva a cuestas la narración íntima de su país-  a una escena por completo distinta a la humana. Como si solo de esa manera fuera capaz de comprenderse la crueldad y voracidad del dictador chileno. De tolerar la injusticia que se extiende de generación en generación.

En el largometraje Pinochet, reconvertido en un vampiro, no puede morir, pero tampoco quiere vivir. De modo que después de asolar Chile, finge su muerte y se retira a una mansión para decidir el futuro que desea. La burla total a la justicia — la humana, la divina y la biológica — se consuma en un destino en que el dictador encuentra la manera de prosperar en la oscuridad. En las manos tintas de sangre, también sostiene la inmensa fortuna que le sostiene vida tras vida y que su familia se disputa en la mera probabilidad de que el Conde decida saltar al fuego o volverse ceniza.

La retorcida broma de humor negro es obvia y Larraín, se esfuerza en narrar la vida de esta criatura despiadada en pequeñas escenas de inquietante y explícita violencia. No obstante, lo que realmente resulta repulsivo no es la narración del bebedor de sangre que aprendió a catar la muerte en la Revolución Francesa y que llegó a Chile ávido de vidas. Es el hecho, que la perpetúa sensación de triunfo del mal, es el elemento imperante en la película. En especial, a medida que se enlaza con ideas más macabras y dolorosas, no sobre la entidad que describe, sino acerca del continente que le acoge.

América Latina, la cuna delvampiro

En el 2020, la autora Michelle Roche Rodríguez narró a la Venezuela, salvaje y sometida a un dictador violento, en su novela de vampiros “Malasangre”. A mitad de camino entre la ficción gótica y el Bildunsgroman, la trama cuenta como una joven con apetito por la muerte, crece en una época en que el poder era otra forma de voracidad. Lo que convierte a la nación controlada bajo la voluntad de Juan Vicente Gómez, en una víctima aterrorizada de un depredador de casi sobrenatural influencia. En la ficción de Roche, Latinoamérica parecía el refugio ideal para criaturas antiguas, ávidas, brutales. Mucho más, las que comprenden que la sangre, la riqueza y la influencia, son formas de inmortalidad.

Algo semejante intentó Pablo de Santis en el 2010 con “Los Anticuarios”, en la que transformó el fatalismo de nuestro continente en vampiro doliente en medio de una Buenos Aires crepuscular. También, narró a estos sobrevivientes del miedo, del tiempo y de los terrores, como criaturas aisladas en palacetes y mansiones, en el amor desesperado y no correspondido y al final, la ausencia de nombre y motivo, más allá de prosperar en las ruinas del mundo tal y como lo habían conocido al nacer.

Pero Larraín lleva la idea a lugares mucho más ambiciosos, angustiosos y alegóricos. El Pinochet vampiro, aprendió el sabor de la sangre en Francia, con cabezas decapitadas a su alrededor y pasando la lengua por la hoja de la guillotina. Siglos en el futuro, intenta que su feroz odio contra cualquier revolución u oposición, se convierta en dominio. El cineasta, entonces, explora al monstruo real a través del ficticio. Lo lleva a nuevas percepciones de la pesadilla de una criatura antinatural, como líder de un movimiento que destrozó a un país en lo medular.

Chile se convierte en la víctima entre los brazos de Pinochet. Lo que provoca que la película, se haga más y más cruel, a pesar de sus tintes de humor lóbrego y su cuidadoso uso de los símbolos. Pero es difícil reír ante la imagen eternizada de una verdad más mundana. Pinochet murió en su cama, con miles de crímenes a cuestas que jamás recibirán justicia. De modo que su memoria, persiste en las familias rotas, los deudos de los muertos y desaparecidos, en los traumas de los torturados. La propuesta de Larraín es firme y logra su objetivo, pero también demuestra algo más, casi por carambola. El horror y el miedo de la violencia permanecen hieráticos en mitad del transcurrir de las décadas. Un vampiro quizás o la criatura más cruel de todas: el ser humano en su afán por perdurar incluso a través de sus peores acciones.

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