Cine y TV

"Los juegos del hambre" y la muerte como otro espectáculo de masas

La precuela “Los juegos del hambre: balada de pájaros cantores y serpientes” llega en un momento político más complicado que las películas que le antecedieron. Tal vez por ese motivo, la conocida premisa de un cruel sistema de control sanguinario, parezca más pertinente ahora que un lustro atrás

juegos del hambre
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La saga “Los juegos del hambre” siempre tuvo una premisa siniestra: la de un espectáculo multitudinario, destinado a convertirse en una forma de entretenimiento y control para un pueblo subyugado. La socorrida frase “pan y circo” tomó en la trilogía literaria y luego en la serie de películas que los adaptó, un nuevo sentido. No sólo se trataba de una visión pesimista del futuro, en la que la vida del ser humano tenía el costo de una publicidad paga televisiva. También, el uso de la propaganda total como parte de una retorcida visión acerca del bien y el mal, convertidos en moneda común en medio de un cálculo temible sobre la integridad del individuo.

Todo eso usando a jóvenes como carne de cañón. Uno de los elementos que más sorprendió de la historia imaginada por Suzanne Collins fue que los protagonistas no eran curtidos militares o un grupo selecto de combatientes. Se trataba de jóvenes, algunos tan pequeños como para provocar malestar cuando la cámara enfocaba un rostro infantil a punto de ser golpeado o desfigurado a mano limpia.

La saga protagonizada por Jennifer Lawrence se convirtió en un recorrido a través del miedo contra un poder total capaz de manipular en todas las formas posibles. Y también, en un eco de la vieja escuela de pensamiento griega que ofrecía a sus adolescentes en sacrificios a diversas deidades y batallas. Pero en este caso la pira pagana era la satisfacción de una urbe banal y superficial. Nadie podía decir que la tetralogía fílmica fuera optimista ni que quisiera serlo.

“Los juegos del hambre: balada de pájaros cantores y serpientes” tampoco lo es. De hecho, uno de sus grandes atributos es ser mucho más maliciosa y mejor enfocada en el mal ambiguo que sus predecesoras. Despojada de la moraleja entre líneas que sugería que todo mal está destinado a ser vencido, la película está más interesada en explorar en el origen de la violencia, de Panem y también del presidente Coriolanus Snow (Donald Sutherland en las cintas anteriores, Tom Blyth en la actual).

El reloj corre hacia atrás

Ambientada sesenta y cuatro años antes del triunfo de Katniss Everdeen (Jennifer Lawrence), el astuto guion es una reflexión acerca de la violencia asimilada por la cultura. Con cierto parecido con la serie “El cuento de la criada”, basada en la obra del mismo nombre de Margaret Atwood, la cinta relata la década inmediata a la revolución que destruyó — u ocultó — el Distrito 13 y esclavizó al resto. La transición es dura, brutal y el director Francis Lawrence logra captar la idea de la resignación. En Panem — más pequeña y menos sofisticada que su versión futurista — todos saben que la guerra engendró un control absoluto.

Las cámaras observan a todos desde las calles, los guardias custodian con cuidado en cualquier parte. Pero es la violencia de los — por entonces — recién decretados juegos del hambre, lo que brinda un sistema de valores que es mucho más crudo ahora que en su primera aparición en la pantalla grande.

Hay algo definitivamente letal en la paranoia institucionalizada, convertida en parte del ambiente del político y social. A pesar de que es una película juvenil “Los juegos del hambre: balada de pájaros cantores y serpientes” tiene una considerable carga de menosprecio al control totalitario y al terror que se esconde en una sociedad organizada para prosperar bajo un puño de hierro.

La atmósfera, más irrespirable y claustrofóbica que los largometrajes que le precedieron, sorprende por volverse, poco a poco, una trampa voraz. Si antes Panem era la alegoría de un Estado corrupto a punto de caer, aquí vive sus primeros años. Los más enrevesados y los que aseguran la permanencia de la cúpula sectaria y brutal que gobierna.

El guion cuenta todo desde la óptica de Snow, por entonces un cadete que debe obedecer, mucho menos pernicioso y cruel que en su versión anciana. Pero es justamente la comparación lo que permite comprender el peso de esta cinta que no está destinada a convertirse en la más exitosa de la saga, sino en la más peculiar. En esta sociedad en la que todos aceptan que un grupo de niños deben morir para mantener el orden, la celebridad momentánea y la información tergiversada lo es todo.

Lo que hace más pertinente a esta nueva entrega de «Los juegos del hambre». El paralelo entre la obsesiva mirada colectiva actual sobre las informaciones de actos de guerra despiadados y sangrientos, sin que eso incluya un juicio moral, es muy parecido a la avidez de los espectadores del capítulo. Tanto, como para que este Panem recién nacido tenga una singular y escalofriante semejante con el submundo de las redes sociales actuales, llenas de odio, adoración y olvido instantáneo. Panem es centro neurálgico de una sociedad vanidosa, controlada por sus deseos y a la que la muerte le importa poco, mientras sea atractiva. 

Y atractiva resulta la heroína trágica de esta historia. Lucy Gray (Rachel Zegler), brilla con luz propia y recuerda que un futuro no muy lejano habrá una líder que arrasará por completo con el Capitolio y sus excesos. Pero, por ahora, ella es solo el anuncio, la posibilidad de la rebeldía. La película utiliza con cuidado sus recursos para crear una connotación ferviente y dura acerca de lo que se necesita para ser un héroe. Si Katniss fue una más cercana a un ideal, convertida en el mítico Sinsajo, Lucy lucha por la posibilidad simple de conservarse humana y sensible. A la distancia de décadas, una y otra se completan, se sostienen y se analizan como elementos de un mismo espectro sobre el valor.

Pero la película, más que sus personajes, es el mensaje al trasfondo. ¿Qué espera al futuro cuando la fama se convierta en un entretenimiento reflejo del éxito por encima del valor de la vida? Al final, “Los juegos del hambre: balada de pájaros cantores y serpientes” puede parecer muy sermoneadora, más adulta de lo que podría suponerse y más siniestra en este subtexto. Sin embargo, quizás se trate que la película llegó en el momento en el que la distopía pendula sobre la cabeza del mundo. Una audiencia cautiva esperando ver morir a héroes y villanos imaginarios. Solo que, al final, todos son personas, a pesar de la evidencia en contrario. 

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