De Interés

Estantes vacíos y libreros en peligro de extinción

El literato Jorge Luis Borges escribió alguna vez que en su mente la idea del paraíso aparecía como una especie de biblioteca; para estándares del poeta, el señor Ramón Castellanos periodista de profesión pero librero de oficio y vocación, posee las llaves de su propio edén.

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Fotos: Fabiola Ferrero

La Gran Pulpería de Chacaíto, una de las pocas sino la única librería de viejo (ejemplares de segunda mano) que permanece en los engranajes de las calles de Caracas, ostenta una colección de unos 2 millones y medio de libros y colecciones literarias: documentos, tarjetas postales, recuerditos de bautizos de hace 120 años, cheques de bancos ya desaparecidos, cartas, páginas de periódicos, manuscritos, revistas, cédulas de 1.600 y hasta una acción caligrafiada de “El Venezolano”, el periódico más importante del país en la primera parte del siglo XIX. Todo lo que un amante de las letras, o un afanado coleccionista, sueña tener.

Pulperia del libro , Chacaíto - Libros, librería, literatura | Fabiola Ferrero - Ee
Pulperia del libro , Chacaíto - Libros, librería, literatura | Fabiola Ferrero - Ee

Su dueño y fundador es Rafael Ramón Castellanos, un hombre de mente aguda y memoria de elefante que ha pasado más de la mitad de su vida siendo librero: 64 años rodeado de relatos, páginas viejas y cubiertas de cuero que lo han persuadido de abrir, al menos, cinco librerías en la ciudad.

Desde su casa, cuyo sótano resguarda una colección que ronda los 17 mil volúmenes, continúa escribiendo textos y seleccionando aquellos que irán a parar a los estantes de La Pulpería. Cree en aquello de que descansar es para los muertos, y su pasión por los libros se la atribuye a “mamá”, una lectora empedernida que le inculcó el hábito. La reciedumbre de su padre porque aprendiera a leer a los 4 años y la primera novela que consumió a sus 11 –Dafnis y Cloe del novelista griego Longo-, le abrieron el camino hacia infinidad de horizontes, los que aún surca al abrir cada carátula.

Castellanos lleva 31 años gerenciando La Gran Pulpería, la librería más grande del país, un lugar que se codeaba con la tertulia de intelectuales y poetas, lectores selectivos como Arturo Uslar Pietri y Hermán Sifontes. Es uno de los pocos en su oficio que aún rondan la ciudad, un recolector que siempre está ávido de material: “cuando me ofrecen una biblioteca yo siempre pregunto, ¿qué más tienes?»

“El librero debería ser un profesor de humanidades, un hombre de densa cultura, una mezcla de periodista, de comunicador social, de sociólogo, de filósofo, de entendedor de todas las disciplinas. Eso es lo deseable, pero hoy ha decaído mucho, hay libreros que no saben absolutamente nada de nada».

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Ese tipo de librero está en peligro de extinción. Aquella sociedad de artesanos del convencimiento que se dedican a estudiar y conversar para lograr su objetivo: transmitir las historias y lograr que terceros crea en ellas, se enamoren, y compren un ejemplar.. Conocer cada uno de los nombres y títulos que puede o no poseer el lugar que Ruíz Zafón denominó como “el cementerio de libros” parece una tarea titánica, pero Ramón Castellanos, como quienes se dedican a ese mismo oficio, lo hacen ver como un paseo matutino por los parques de la memoria.

Con un andar pausado y una voz ronca, pero sin vacilación alguna, el hombre afirma con una sonrisa sincera y entregada: “alimento la tesis de que he sido y soy feliz como librero”.

Libreros que mueren en mínimas expresiones

Ignacio Alvarado se inició con el negocio de los libros no a través de páginas y estanterías, sino en la Esquina Perisco de Nueva York hace once años. Desde allí vendía electrónicamente a través de Ebay Books y Amazon. Cuando regresó a Venezuela con una colección de más de 5 mil libros personales montó una librería en la calle París de Las Mercedes a la que bautizó Libroria. La crisis y la estrechez económica del socialismo del siglo 21 lo condujeron a un cierre prematuro de aquél lugar, cuya esencia recaló en la reed. Ahora Ignacio se dedica, de nuevo, a la venta de ejemplares por Internet mientras posee una colección de unos 60 mil libros en una casa ubicada en Las Mercedes. Allí sí se pasea por laberínticos pasillos y estanterías que susurran historias.

La colección Alvarado es una de las pocas en Caracas en donde se puede conseguir casi cualquier libro, desde las terroríficas historias de Stephen King, cuyos libros dejaron de importarse hace años, hasta clásicos como La Hoguera de las Vanidades de Tom Wolf.

Ingeniero egresado de la Universidad Simón Bolívar, pero además administrador, filósofo, abogado y economista, se rodea de libros desde pequeño. Las aventuras de Stephenson o la persecución del gigante Moby Dick ocupaban sus horas de infante mucho antes de saber que se dedicaría a ser  multiplicador de estas historias. De nariz aguileña y silueta menuda, este librero de vocación explica que desde que mudó Libroria a la quinta actual solo atiende a clientes puntuales, lectores devotos que ya están familiarizados con el lugar y con él mismo y que llegan exclusivamente a buscar ese algo especial, y se lo llevan a un alto precio. El valor mínimo de un libro es de 4 mil bolívares.

Ignacio cree que el librero -el oficio- está muriendo, no solo en Venezuela sino en el mundo entero. La tecnología es una de las responsables de este tránsito al más allá de las ocupaciones extinguidas. Ahora es muy difícil mantener lo que existía en una época: la añeja costumbre de contar con un empleado que conociera el contenido de un texto y pudiera esbozarlo a petición del ofertante. El editor Roger Michelena, librero de Lectura y de la Biblioteca Nacional, es otro de los pocos venezolanos que se han formado en el oficio, entre cursos internacionales y congresos. Con su sapiencia reconoce que Venezuela siempre fue atípica comparada con otros países de América Latina.

Además, la muy criolla imposibilidad de conseguir libros en la actualidad exige que en la búsqueda de alternativas la venta por Internet sea la solución más rentable. Así, la reducción del negocio es profunda: “el mínimo número de empleados, el mínimo número de ventas, porque no puede haber gastos”, apunta Alvarado.

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Un acto de magia o de fe

La desaparición de las librerías es otro de los grandes factores influyentes en la escasa expansión del oficio. Sin embargo, la Cámara Venezolana del Libro (Cavelibro) no tiene cuantificado cuántos locales han desaparecido en el país. La Ley del Libro suscribe que para poder abrir una Librería es necesario tener más del 70%  del establecimiento ocupado por libros, y sin embargo en el interior hay librerías que apenas tienen el 20 % porque no les llega mercancía.

El encargado de Templo Interno, Alexis Romero, sostiene que tienen cinco años sin recibir ejemplares importados. Las raras excepciones suman lotes insignificantes. Los pasivos son más: lo que sale no vuelve a entrar. “El sistema de reposición de inventario en estos momentos es una especie de gerencia mágica”. Aunque un libro promedio está entre 2 mil y 5 mil bolívares, todavía se pueden conseguir aquellos tomos insólitos de Bs 300 y 400,  que a pesar de haber  pasado por más de un par de manos y su color amarillento denote su bagaje, significan una ganga para los amantes de la literatura.

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Es cierto que existen muchas librerías que han cerrado, pero también hay otras que han abierto y se han empapado de aquellas con más trayectoria, reajustando así el concepto a la actualidad. La Gran Pulpería de Chacaíto es uno de los pocos establecimientos tradicionales que se mantienen a pesar del tiempo, de la urbanización, de la crisis y de los cambios. Entrar en estos pasillos subterráneos repletos de libros significa correr el peligro de perderse en unos pasadizos que solo conocen a fondo quienes se encargan de su inventario, aquellos que te acercan a sus esquinas y no dudan en ir a la arista correcta para sacar del décimo estante el libro que estas buscando, o que te está buscando a ti.

Romero reconoce en el librero a una figura sagrada, una persona que en un acto de fe busca civilizar, porque eso son las librerías, lugares de civilización. “En esta sociedad, la librería la atiende cualquiera, pero no todos  tiene una pasión inevitable e impostergable con los libros y yo he aprendido más de los libros que de la gente».

El también profesor de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB) y escritor de varias obras se ve enamorando a la gente con los libros.

“Yo lo que hago es buscar contagiar a los demás con el amor por compartir un texto, una historia, yo me veo enamorando a la gente para que lea algún libro, soy un apasionado de convencer a los demás de leer para ver si esa lectura lo distancia un poco de la estupidez y de la barbarie. Busco lecturas que le den ganas de ser civilizada a la gente. “

Hay quienes optan por asumir de lleno el negocio, de la manera rudimentaria:el Do It Yourself. Así, abren su propia editorial para paliar la galopante escasez de letras. Rodnei Cáseres, fundador de la editorial Libros de Fuego y previamente librero de Alejandría, abandonó los estudios para trabajar rodeado de páginas. Su formación, al igual que la de unos pocos, se alimenta de congresos y talleres internacionales. Puro empirismo.

“Normalmente la figura del librero está vinculada con alguien que maneja su propia librería. Mucha gente no sabe lo que es un librero, van a las librerías y piensan que la persona que atiende es un simple vendedor, un prejuicio alimentado por las cadenas y sucursales.”

Este es un oficio en Caracas que muchos dan por sentado y que se ha ido diluyendo con los años y el traspaso de las cadenas de librerías como Nacho y Tecniciencia a los centros comerciales; y sin embargo todavía permanecen libreros a la antigua, que de todo saben y todo recuerdan, que en un acto de fe mantienen la esperanza de seguir civilizando con Shakespeare y Goethe, ya sea en rincones empolvados repletos de palabras milenarias o a través de Internet y sus trampas, aunque la decoración no inspire el mismo sentimiento.

Esto es como una fórmula: ojo de águila para visualizar el libro deseado, memoria de elefante para recordar su ubicación entre los miles de volúmenes dispersados, fuerza para cargar enciclopedias y libros que pesan lo mismo o más que una caja de  paquetes de harina pan, paciencia para los clientes testarudos y obstinados, y por último el acto de fe, ese que implica seguir siendo libreros de lugares que se desvanecen como por acto de magia. Ahora los ven, ahora no los ven.

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