De Interés

Anécdota de una gata que alguna vez me hizo compañía

El cuadro aquel en el que descubrí a mi Anita duplicada en el lavandero del apartamento es como aquel dragón que el hombre no miraba.

Publicidad

Y bien, tal como les prometí, voy a contar una historia de Anita. Anita era una gata negra, de ojos verdes enormes, flaca e inquieta. Anita siempre estuvo loca. Salió de una pescadería en Boca de Uchire, fue curada de su sarna y luego se convirtió en una gata casera. Con todo, siempre andaba dando brincos por allí. Jugaba a cazarte, a atraparte infraganti cuando ibas pasando. Era una gata feliz, eso creo.

Una un día, al atardecer, mi amigo Ciro fue a visitarme al apartamento donde vivía con mi futura esposa en Las Mercedes. Estuvimos conversando hasta bastante entrada la noche. Ciro se quedaría a dormir, pero saldría muy temprano por asuntos de negocios. Yo le dije que no había problema, que saliera con sigilo, que yo seguiría en cama. En aquel entonces yo no era un tipo madrugador. Hacía trabajos freelance fuera o en casa. Nunca he sido muy dado a los horarios, aunque ahora, con la edad, he terminado siendo madrugador.

El hecho es que mi futura esposa salió mucho más temprano que Ciro, y quizás, una hora después, lo hizo él. Yo me levanté a eso de las ocho y media. A poco, oí un maullido en el pasillo. Era un maullido insistente, cerca de la puerta de entrada. Al abrirla me conseguí con una gata negra, de inmensos ojos verdes, mirándome.

—¡Anita, ¿qué haces acá afuera?! —solté entre espantado y malhumorado. La cargué, y ella, con el cuerpo un tanto tenso, se dejó.

«Este amigo mío, este Ciro…», me dije al tiempo que la dejaba en la sala y me iba a la cocina. Quizás debía llamar a Ciro y reclamarle que dejó salir a la gata, pero no lo hice y seguí preparando mi desayuno y rumiando mi descontento hacia mi amigo. Al cabo, miré pasar a la gata hacia el lavandero. No pasaron cinco minutos, cuando la escuché maullar de nuevo con ese tono de triste urgencia con que se lamentan los gatos. Entré al lavandero y me la encontré echada sobre la ropa de la cesta de planchar. Me le acerqué, me bufó y me lanzó un zarpazo. ¡¿Pero qué carrizos le pasaba  a esa gata?! Volví a intentar una aproximación, le hablé con cariño. La gata bufó de nuevo y me lanzó un par de zarpazos más. Estaba bravísima. Ahora soltaba más que maullidos, alaridos. No era una actitud típica en ella, yo estaba bastante extrañado.

—Anita, mi pequeña, ¿qué te pasa Anita? ¿Te enojaste porque te quedaste afuera? ¿Fue muy traumático, Anita? ¡Ay, mi chiquita, ay, mi chiquita!

Pero la gata estaba negada, histérica. En algún momento giré mi cuerpo hacia la puerta con el fin de retirarme y dejar a la gata tranquila. Al hacerlo, me encontré otra vez con Anita: una gata negra, con ojos verdes enormes, sentada bajo el dintel, mirándome estupefacta. Sí, estupefacta, porque no podía entender lo que estaba pasando, porque no tenía idea qué hacía esa otra gata, idéntica ella y la que yo llamaba Anita, montada sobre la cesta de ropa para planchar. Volteé hacia la otra Anita y la otra Anita también me miraba, con los ojos muy abiertos, como pidiéndome una explicación, algo así como: «¿Qué coño hace una gata idéntica a mí en mi casa?»

Por un instante sentí miedo, fue como si hubiese entrado en otra dimensión, como si el espacio y el tiempo hubieran duplicado a mi gata. Como si el dios Cortázar hubiera bajado a jugar conmigo un buen rato. Pero no hay que temer. Esos instantes trastocados de la realidad en los que la mente no sabe dónde está parada, debemos, sobre todo, atesorarlos, vivirlos, no olvidarlos, porque son hermosos, porque son extraños, porque le dan vida a la vida.

No es creer en fantasmas ni en fenómenos sobrenaturales, sino en esos instantes excepcionales que son como los cometas que se pierden en el espacio y vuelven cada mil años por los lados de la Tierra. Son instantes con otra matemática, con otra física. ¿No salió usted a admirar la luna roja? ¿No ha salido usted a ser testigo de un eclipse? Así son estos instantes, únicos o escasos.

Hace un tiempo vi, no recuerdo en qué revista de cómics, una ilustración en la que un hombre contemplaba una flor. La imagen manejaba, en esa primera mirada, una cierta idea didáctica y cliché que reza que debemos detenernos a mirar las pequeñas bellezas del mundo que pasamos por alto en el vértigo del día a día. Pero en esa ilustración había algo más, algo que era su verdadera vuelta de tuerca: mientras este hombre se detenía a ver la flor, a sus espaldas, iba pasando un bellísimo dragón al vuelo. El hombre, por supuesto, ni se enteró.

El cuadro aquel en el que descubrí a mi Anita duplicada en el lavandero del apartamento es como aquel dragón que el hombre no miraba. Quizás nos cuesta verlo, preferimos la flor y no esos otros fotogramas que nacen del azar, de insólitas combinaciones que nos ponen a pensar que ese azar no existe, sino que, ya lo dije, es hijo de otra ley cuyas fórmulas no somos capaces de percibir, nosotros los humanos, tan limitados, tan mortales, tan cortos de vista.

¿Qué hice entonces?

Pues de inmediato me di cuenta (esos instantes duran poquísimo) y me sentí burlado por la gran escritora que es la existencia, pero al mismo tiempo, por igual, me sentí afortunado de haber sido testigo del chispazo de la excepción.

Busqué una toalla usada y, como pude, logré asir a la gata, que, curiosamente, no opuso resistencia, como si ya, una vez descubierto el juego, perdiera sentido su rol de fiera y así, finalmente, dócil y cansada, esperara la paga, el hasta el luego, el vuelva otro día. Abrí la puerta del pasillo y la dejé allí. Ella, en sus cuatro patas, me miró, maulló suavecito, bonito, como agradeciendo los honorarios que nunca le di, y luego salió trotando por el largo pasillo de aquel edificio. Quizás no era una gata, quizás era una diosa.

Volví al apartamento. Allí, en la sala, viéndome todavía con sus ojos enormes de animalito que no entiende nada de lo que ha pasado, estaba la verdadera Anita. O eso creía yo, que era la verdadera Anita. Debo confesar que estuve dudando un par de horas. Pero uno conoce a sus mascotas, y aquella era, sin duda, mi Anita. Lo comprobé cuando la vi dando saltos de loca, cuando comenzó a jugar con Hugo, mi otro gato, cuando la vi pedirme comida restregándose contra las paredes. Sí, era, sin duda, mi gata loca, Anita la gata loca. A mi amigo Ciro nunca lo llamé pare reclamarle nada. No había nada que reclamar, ¿cierto? Y ya ven, los gatos, siempre los gatos, regalándote otras dimensiones, otras miradas de la vida.

Publicidad