Sobre pandemia y democracia ha corrido bastante tinta en las últimas semanas. La Covid-19 no es un asunto exclusivo de la medicina ni de las ciencias puras. El impacto social que trajo consigo es evidente. Los gobiernos han adoptado medidas de excepción y alarma que sobrepasan los límites constitucionales y hasta la separación de poderes. Por eso, ya muchos hablan acerca de su mayor víctima: la democracia occidental, un sistema que ya estaba enfermo y que ahora se encuentra en peligro, según el parecer de varios expertos y opinion shapers, que llenan la web de análisis y prospecciones sobre un mundo distópico por venir.
Un artículo del historiador Tomás Straka analiza el significado del virus en la estabilidad política y los gobiernos liberales, a propósito de los malos augurios del presente. El 19 de marzo, el historiador y filósofo israelí, Yuval Noah Harari, escribió en su cuenta de Twitter que la pandemia había matado a la democracia y estaba en marcha la primera dictadura del coronavirus, debido a la suspensión del parlamento y al gobierno por decreto anunciado por Benjamín Netanyahu.
En Hungría se vislumbra lo mismo tras lo hecho por Viktor Orbán, líder de la administración de ese país, quien declaró el estado de emergencia y ahora gobierna por tiempo indefinido a través de decretos.
Guillermo Tell Aveledo, politólogo venezolano, también escribió al respecto recientemente, pero haciendo referencia a la correlación entre democracia y prosperidad, por el acceso de la ciudadanía a los sistemas de salud pública y programas sociales.
La economía también está en juego, la caída abismal de los precios del petróleo no presagia nada bueno para los países que, como Venezuela, dependen de la explotación de crudo. La humanidad se redimensiona y aunque no veamos el cambio brusco, es indiscutible la transformación.
Angela Merkel, canciller de Alemania, resalta entre los líderes occidentales al entender la magnitud del asunto: “Esta pandemia es una afrenta a la democracia, ya que precisamente limita nuestros derechos y necesidades existenciales”, dijo hace unos días ante el Bundestag.
Los peligros que supone la cuarentena para la libertad y las instituciones democráticas, en nombre de la seguridad, han sido expuestos. Pese a las diferencias de enfoques, a la diversidad de perspectivas y a la carencia de certezas claras sobre cómo será el mundo después de la pandemia, el gran consenso pareciera ser el advenimiento de un escenario bastante turbio, profundamente antiliberal.
Tiempos oscuros en los que la figura bíblica y descomunal del leviatán –a la que el inglés Thomas Hobbes se refirió en su libro del mismo nombre, publicado en 1651– cobraría vida en la forma del Estado y en nombre de la seguridad biológica colectiva.
Carolina Guerrero, profesora titular de la Universidad Simón Bolívar y experta en Teoría Política, va más allá y advierte el inminente peligro: “El Estado total, que controla radicalmente al individuo, es peor que el leviatán. Aun cuando el leviatán concentraba toda la fuerza y el poder para mantener a sus súbditos ‘a raya’ y, como efecto, asegurar el orden, se abstenía de utilizar el poder para mortificar innecesariamente al individuo. El Estado total que se avizora en la era pospandemia no guarda ni siquiera esa mínima autocontención”.
Con relación a las opiniones que ven a China como el país que mejor ha controlado la emergencia, Guerrero, también periodista y doctora en Ciencias Políticas, cree que la expansión del virus es responsabilidad de la nación asiática y que es una amenaza para el mundo libre, una licencia para el autoritarismo.
—La democracia liberal enfrentaba una crisis antes de la pandemia y eso nos hace preguntarnos cómo será el futuro: ¿seremos más o menos democráticos que ahora?
—Aquello que nunca ha sido políticamente real no puede entrar en crisis. El liberalismo lleva más de dos siglos reducido a formalismos jurídicos, una camisa de fuerza ante quienes propician un modo de vida igualitario, comunitario, falsamente utópico, mortal para el individuo. En la era pospandemia proseguirá el cerco contra la libertad, pero con un matiz en la dosificación del cinismo: si bien hasta ahora el acoso a la libertad se escudó en el relativismo y el disimulo, en adelante se ejercerá abiertamente en nombre de una seguridad que invoca sin límites el control sobre el individuo.
—Entonces, ¿nos depara una distopía en la que habrá más control sobre el individuo?
—Es exactamente eso. El Estado ejercerá un control radical sobre el individuo con la anuencia de la víctima: el propio individuo, incapaz de advertir que la vida biológica sin libertad no merece ser vivida.
—Hay quienes dicen que la democracia pudiera ser víctima de la Covid-19…
—Si entendemos la democracia como un modo de vida libre bajo un sistema político plural y deliberativo, donde el poder político se encuentra estrictamente limitado, vigilado y disperso, en el tiempo de la pospandemia corre el peligro de alejarse aún más de esa definición. Ello, debido a la tendencia de las sociedades a dejarse despojar de su propio poder político. Sin él, el poder del Estado se desborda. O, peor aún, el poder de la facción que hegemoniza al Estado.
Una sociedad en esas condiciones evade su responsabilidad de cuidar de sí misma, de cuestionar órdenes, de mantenerse alerta frente a las arbitrariedades que se cometen mientras ella se ocupa solo de sobrevivir a toda costa frente al virus.
En este instante, Occidente está a una micra de exaltar el despotismo oriental contemporáneo, muy eficaz en la aplicación de la técnica para monitorear al individuo hasta extremos inverosímiles y –supuestamente– controlar al virus. Ante esa imagen, al coro de voces enemigas de la libertad (comunitaristas, socialistas, colectivistas) habrá que sumar a los deslumbrados ante el biopoder asiático.
Si la demanda de la sociedad se articula en torno a la seguridad y la supervivencia meramente biológica, la libertad será prescindible para muchos. Y la democracia, solo un nombre.
—¿Qué pasaría con las grandes democracias occidentales? ¿Qué tan sólidas son las instituciones para soportar un golpe así?
— La gran fragilidad de Occidente es creer que existen democracias liberales “sólidas”. La catástrofe del virus chino –y otras previas– nos muestra de nuevo que la democracia siempre está amenazada, que no hay institucionalidad liberal lo suficientemente fuerte como para asegurar su permanencia eterna, y que cualquier resquicio siempre será capitalizado por los colectivistas, socialistas, comunitaristas para fracturar el modo de vida libre.
—También hemos visto cómo las sociedades culturalmente obedientes, China, por ejemplo, parecen controlar eficazmente al virus, mientras que Occidente sucumbe…
—La primera víctima de la pandemia es la verdad. Creer que China, causante de esta catástrofe, es a su vez quien mejor la controla, es un escándalo. Y todo el mundo lo repite. Es una de las formas en que el virus se instala en el pensamiento. Ni siquiera se duda de las cifras confesadas por un régimen totalitario, donde la información pública es siempre un secreto de Estado y un instrumento de dominación.
Es infame llamar ayuda de buena voluntad al suministro chino de mascarillas inservibles, que de paso le cuestan dinero a Europa.
Nadie se ha molestado en calcular el oportunismo chino, ávido comprador de acciones ante la debacle bursátil de Occidente. Ni se percibe interés en exigir a China compensaciones por el inmenso daño causado.
Lo peor es aceptar que la finalidad de las sociedades es sobrevivir biológicamente. Un mundo signado por el control total sobre el individuo, donde se ha de renunciar a la vida plena en aras de preservar la vida biológica, es el triunfo de lo que China representa. China causó una herida letal al mundo libre. La responsabilidad de Occidente es situar a la libertad en el centro de sus preocupaciones, y no disponerse a desplazarla en nombre de una seguridad ficticia.