Hacienda Santa Teresa: un lugar para jugar rugby en libertad
Por unas horas las condenas no existen, solo la pelota, el contrincante y las ganas de jugar el deporte que los salvó: el rugby. Saben que en la Hacienda Santa Teresa no son reclusos, sino mujeres y hombres que en el deporte hallaron la capacidad de ser mejores que en el pasado
De las paredes grises al verdor. De la oscuridad al sol picando en la piel. De una corriente de aire escasa a correr en el campo y sentir la brisa abrasadora envolviendo sus cuerpos. Eso es lo que vive un recluso cuando visita la Hacienda Santa Teresa para jugar rugby.
Cuando se encuentran con la inmensidad de El Consejo, las cadenas y esposas no existen por unas horas: solo las ganas de jugar y probar lo que se siente estar libre otra vez.
En sus caras, algunas con rasgos jóvenes o más adultos, se nota la felicidad por el voto de confianza que significa estar allí. También, por supuesto, una euforia porque es un regreso breve a la dignidad, una muestra de lo que podría ser el futuro.
Eso es lo que se percibe una vez que los ves jugar, especialmente un torneo en el que otros están en su misma situación: aprovechando el deporte para olvidar las condenas.
Quienes estuvieron en la Hacienda Santa Teresa el jueves 1 septiembre lo vieron. Ese día se disputó el torneo de rugby penitenciario que organizó el Proyecto Alcatraz, una iniciativa que comenzó hace 20 años con el reclutamiento de jóvenes vinculados a la delincuencia y que hoy se extiende a 36 de las 50 cárceles venezolanas para crear y formar equipos de rugby femeninos y masculinos.
Jugaron ocho equipos, cuatro masculinos y cuatro femeninos, de los cuales resultaron ganadores los reclusos de Tocorón y las privadas de libertad del Instituto Nacional de Orientación Femenina (INOF). En esta nota, hablan los protagonistas:
Rugby: una segunda oportunidad
Semana a semana, los privados de libertad reciben a los entrenadores de la Fundación Santa Teresa en sus establecimientos. Solo los mejores equipos logran visitar la hacienda y compartir con el resto. Para los miembros de la marca, el proyecto es una muestra de que las historias se pueden reescribir para mejor.
Andrés Chumaceiro, director de negocio y marca de Santa Teresa, lo deja claro: «Ellos son escoltados por el precinto de seguridad de cada uno de sus centros penitenciarios, vienen esposados y con todos los vehículos de custodia, pero cuando llegan a la Hacienda Santa Teresa (…) ellos se convierten en visitantes especiales al campo».
«Ellos son recibidos por un túnel de honor hecho por los alcatraces, el honor significa tenderle la mano a las segundas oportunidades. Como la misma capacidad que el ser humano tiene para hacer el mal, la tiene para hacer el bien. Si apuestas a esas segundas oportunidades, ellos se convierten en agentes de transformación», resalta.
Y el cambio es obvio: cada vez se suman más personas al rugby penitenciario. La noticia de los equipos la corren los propios jugadores o familiares. Varios reconocen que esa puede ser una oportunidad para hacer las cosas diferentes y también que deben esforzarse para poder continuar y participar fuera de las canchas de concreto.
El impacto del proyecto no solo muestra lo que pasa con los que ya están en los centros penitenciarios, sino en los alrededores de la Hacienda Santa Teresa: «En el municipio Revenga, la tasa de homicidios llegó a 114 homicidios por cada 100 mil habitantes antes de que llegara el Proyecto Alcatraz. 10 años después esa tasa bajó a 12 homicidios por cada 100 mil habitantes, lo que quiere decir que hubo una reducción de más del 90% de la tasa. Y sacando la cuenta, podemos decir que el proyecto permitió que se salvaran más de 600 vidas», explica Chumaceiro.
La mirada internacional: ayuda e inspira
El Proyecto Alcatraz, en especial cuando se trata de rugby penitenciario, es algo que llama la atención de cientos de personas nacional de Venezuela y el mundo. El interés se nota y este año la invitación para compartir con los reclusos y jugar con los equipos locales se le hizo al club de rugby de la Fundación Cisneros de España.
«Son gente que ha aprendido a jugar al rugby de mayor, y eso es una desventaja, pero está el espíritu y lo veo. Es muy sano. Se respetan mucho entre compañeros, entre equipos, hay un juego con una agresividad entendida de lo que es el rugby. No hay ningún gesto desagradable entre los jugadores y equipos. Eso es admirable», dice Juan Pedro Brolese, entrenador del equipo español.
«El lema de nosotros es «formamos personas a través del rugby» y el de Alcatraz es «jugamos rugby, hacemos ron», pero ahí hay un contenido mucho más profundo y hace falta venir para acá para verlo. Es maravilloso ver el ambiente y la convivencia del entorno», expresa Brolese.
Esas experiencias también las ven los miembros de su equipo, unos jóvenes entre 18 y 21 años de edad que decidieron explorar un nuevo país para conocer otro contexto del rugby.
«Yo no conocía el proyecto, no tenía una expectativa muy grande. Me encontré con un trabajo enorme. Me he sentido muy cercano a ellos porque reciben muy bien los mensajes que les damos. Juegan bastante mejor de lo que esperaba», dice Jesús Rivero, jugador del Club de Rugby Cisneros.
Xavier Hernández, otro jugador, expresa: «Creo que ellos son gente formidable, con actitud tremenda y estoy agradecido por vivirlo. No ha sido una diferencia drástica a como cuando juego en España. A mí me parece que esto viene muy bien para el ámbito social de Venezuela. Nosotros pensábamos que íbamos a ver a gente mala (en el juego), pero son buenos y fuertes».
Jugar para sentirse vivos
Larry Brito es el ejemplo perfecto del impacto del Proyecto Alcatraz. Se convirtió en un agente de cambio para el entorno violento en el que creció: es el entrenador penitenciario de cientos de hombres y mujeres y se siente orgulloso de eso. Se le nota a simple vista, pues desde la mesa técnica del campo brinca salta, grita y se exalta por cada jugada de los equipos.
«Ellos siempre están a la espera de que llegue el Proyecto Alcatraz. Nuestros entrenamientos son momentos que ellos usan para desahogarse y sentirse libres dentro de esas cuatro paredes. Nosotros siempre le decimos que eso es algo pasajero, que se lo tomen de esa manera; que ellos pueden ser mejores personas y pueden absorber todo lo positivo», dice Larry.
Larry se encarga de revisar que los 14 equipos femeninos y los 22 masculinos estén al día: «Me siento orgulloso de que todo lo que he aprendido lo estoy transmitiendo a través del Proyecto Alcatraz y los centros penitenciarios, donde hay jóvenes que ven esto como vía de escape. Siento que estoy aportando, siento que soy luz, soy esperanza y la oportunidad que siempre quisieron tener en la vida».
«Nosotros hemos llegado al territorio donde a otros les da miedo entrar. Nosotros sentimos ese valor y esas ganas de seguir con ellos. Yo me lo vivo. Es mi pasión. A mí me nace y me nutre bastante poder brindarle ese apoyo para que se sientan vivos».
El honor como forma de juego
Con los pies descalzos o los zapatos desgastados, el rugby ha sido la motivación más grande de los equipos penitenciarios. Es un rescate a las pasiones que dejaron morir en algún punto; un encuentro con los sueños y las posibilidades de reformarse.
Una de las reclusas, cuyo nombre está en resguardo, y tiene nueve meses jugando lo dice: «Me ha cambiado la manera de pensar, que hay cosas buenas y que una puede agarrar un buen futuro y no irse desviada como las cosas que nos tienen aquí. (Con el rugby) nos sentimos desahogadas, aquí nos sentimos libres. Esto es increíble».
Y el torneo es solo una muestra de eso: porque cuando alguien del equipo contrario caía el contrincante le daba la mano para levantarse. Porque había un abrazo de un familiar después de meses o años sin verse. Porque la grama estaba allí después de solo pisar un suelo frío. Porque se pudo ganar y celebrar sin que las faltas legales del pasado fueran más importantes que la disciplina.
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