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El caso Peñaranda: un aviso para el fútbol criollo

Cada vez que un futbolista venezolano encuentra dificultades para adaptarse a un fútbol distinto al nuestro reaparecen las teorías conspirativas, siendo la de mayor protagonismo aquella que sentencia que por su origen, el atleta criollo es despreciado por quienes lo contrataron. Esas excusas, lanzadas como monedas al aire, cumplen con una misión: evitar que se analicen los procesos formativos en el fútbol venezolano.

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(www.udinese.it)

La labor de un entrenador de fútbol es administrar y potenciar a su plantilla. Esto no es más que ayudar a diseñar contextos en los cuales los futbolistas desarrollen su mejor versión siempre en función de una idea, eso que se conoce como un modelo de juego. Salvo casos excepcionales, un director técnico siempre empleará a quienes crea más capacitados para competir y buscar un triunfo. Claro y sencillo.

Ese recorrido, cuya culminación se logra en los partidos, comienza en los entrenamientos, escenario ideal para promover los ensayos necesarios, así como las correcciones que se originen tras estos. Es allí dónde el trabajo de los entrenadores puede notarse en toda su dimensión, y la consecuencia de lo allí practicado se intentará replicar en cada presentación.

¿A qué viene todo esto? A que muchos subestiman la influencia y el trabajo de los directores técnicos. Claro está que hay un pequeño grupo de ellos que no hace más que quejarse o llamar a periodistas para que a estos no se les ocurra contarle al mundo lo mal que juegan sus planteles, pero la gran mayoría se dedica a lo futbolístico, y sus decisiones, por más controvertidas que nos parezcan, tienen fundamentos.

Los pocos minutos que ha tenido el criollo Adalberto Peñaranda con Udinese en este inicio de la Serie A italiana son un nuevo ejemplo de cómo aquellos que están en la obligación de investigar e informar prefieren vestirse de hinchas y dar rienda suelta a cualquiera de las teorías conspirativas que antes mencionaba, no sea que alguien se de cuenta de cuan perezosos y vanidosos se han convertido estos mal llamados especialistas, y es que no por perdida hay que dejar de pelear la batalla contra la superficialidad que invadió al deporte. Ante la duda, es más atractivo escribir guiones incontrastables que exigir que al futbolista se le trate como un ser humano que está en constante evolución.

Hace unos días, concretamente el 19 de agosto, Giuseppe Iachini, entrenador de los bianconeri, explicaba ante los medios de comunicación la situación del atacante criollo:

«Los jóvenes necesitan tiempo para crecer, hay que recordar los (Alexis) Sánchez y muchos otros que han pasado por Friuli. También al Palermo y (Paulo) Dybala, que necesitó un par de años para explotar. Se necesita paciencia, los niños mejoran constantemente. Además, nadie tiene una varita mágica. ¿Peñaranda? Él está creciendo. La liga italiana es sofocante, no se detiene: todavía tiene que entender. Tiene calidad, trabajamos todos los días con él para que pueda expresarla mejor«.

La explicación, más que darle sustento a estas líneas, confirma algo que hace mucho tiempo se ha expuesto desde ésta y otras pocas tribunas: la formación futbolística del jugador venezolano es deficiente, y por ahora, a pesar de que algunos confundan causalidad con casualidad, esto no va a cambiar.

Las dificultades que enfrentan los entrenadores venezolanos para continuar su educación es algo que, tomando en cuenta el contexto país, debería ser atendido por los equipos, el Estado y la empresa privada, es decir, todos aquellos que dicen perseguir un cambio estructural en el fútbol venezolano, pero por ahora esto no es más que una utopía. Es público y notorio que quienes pueden promover estas transformaciones se inclinan por enviar chicos a campamentos de dos semanas antes que subvencionar cursos de estudios y modernización a los encargados de educar a esos mismos jóvenes. Ya se sabe, vivimos en el país de las formas, la publicidad y las promesas.

Retornemos la coyuntura de Peñaranda.

El caso del futbolista merideño no es nuevo. Hace unos años, tras un golazo en el Campeonato Sudamericano Sub-20 de 2011, Yohandry Orozco fue fichado por el Vfl Wolfsburg alemán. Nadie dudaba de las aptitudes técnicas del futbolista zuliano y no pocos le aseguraban un exitoso paso por el fútbol europeo. Pero aquellos augurios quedaron sólo en eso, y es que al talentoso volante le fue imposible comprender las exigencias tácticas de un torneo como el germano, en el que se le pide al jugador que lea correctamente el juego; esto es identificar cuándo encarar, cuándo jugar a un toque, cuándo pisar la pelota o cuándo jugar hacia atrás, por ejemplo.

La toma de decisiones correctas, que no es más que saber jugar al fútbol, no fue tomada en cuenta por los especialistas en sus reflexiones sino que alimentaron aquella falacia de que el pasaporte venezolano impidió al zuliano afianzarse en la Bundesliga, el mismo torneo en el que para ese entonces hacían vida Juan Arango y Tomás Rincón. Como dato anecdótico, vale la pena resaltar que uno de los entrenadores que condujo a Orozco en suelo teutón fue Félix Magath, alemán de orígenes puertorriqueños, condición que podría por sí misma derrumbar aquel supuesto desprecio hacia Yohandry por su nacionalidad.

Esto es fútbol y es el juego el que determina quien está apto para interpretarlo. El argentino César Luis Menotti, entrenador campeón del Mundial de Argentina 78, lo explica a la perfección:

“El 90% de los futbolistas no saben jugar. No tienen conocimiento del juego ni de los tiempos. No manejan los espacios ni resuelven los lugares de descanso. Me río cuando escucho semejantes pelotudeces, como que un jugador sabe jugar de espaldas al arco o que lleva bien la pelota. A esos hay que decirles que la pelota no se lleva, se pasa. Cuando un jugador lleva 20 metros la pelota es porque está jugando como el culo”.

Sin ser totalmente equivalente, el proceso que vive Peñaranda en Italia es bastante parecido al que protagonizó Orozco. No en vano son jugadores extremadamente talentosos que salieron de un fútbol que aún no sostiene procesos formativos que lo acrediten como una sociedad futbolística; lo que aún se mantiene es una peligrosa adhesión a la mística y lo divino como elementos que justifican la aparición y el éxito de los Peñaranda, Rondón, Martínez, Rincón y tantos otros valores en los que se apoya el sueño mundialista de una afición. No es casual que cada vez que juegue la selección se hable de rendimientos individuales antes que del colectivo, y es que hasta en eso los especialistas la han pifiado.

Cuando se habla de procesos pedagógicos en el fútbol base, las siguientes interrogantes cobran validez: ¿cómo se impulsa la toma de decisiones en las categorías juveniles? ¿Se hace énfasis en que el futbolista debe completar sus estudios escolares? ¿Existe un repaso de las acciones del futbolista en los partidos? ¿Cuántos entrenadores entienden que es imposible desligar las emociones del aprendizaje? ¿Qué modelos de enseñanza se aplican? ¿Hay cabida para el pensamiento complejo? ¿Existe una idea clara de qué se entrena, cómo se entrena, para qué se entrena y por qué se entrena?

No se maree con tantos cuestionamientos; esta pequeña lista sólo pretende recordar que la adaptación a las distintas exigencias que caracterizan al fútbol de alto rendimiento no pasa exclusivamente por el control del balón, sino que son muchas más las circunstancias que inciden en ella, la gran mayoría perfectibles a través del entrenamiento y el estudio.

Hasta que no se valore realmente a la educación como única herramienta para acercarnos al progreso, y los alcahuetes sigan llamándose a silencio para no perder pautas publicitarias, el fútbol venezolano seguirá apostando por la divinidad para que sus futbolistas encuentren una estabilidad “europea” que cada día es más complicada. No se necesitan milagros ni superagentes; hay que potenciar la enseñanza para que esos atletas, además de mostrarse técnicamente capacitados, cumplan con ese requisito tan de moda y a la vez tan incomprendido: ser jugadores inteligentes.

Lo dicho, no es el pasaporte, es la comprensión del juego lo que determinará el éxito de los nuestros.

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