Crónica

Grafiteros: con el arte y el delito en un spray

Un grupo, un crew suburbano, cada vez más menguado, hace de las suyas en las paredes de la ciudad. La adrenalina, el peligro y la necesidad de decir a través de líneas y manchas son el estímulo de esta expresión callejera —que para algunos vecinos es también crimen a la ciudadanía y urbanidad. Su trabajo tatúa las calles, como lo hizo Don Plin -Santiago Fauquie-, uno de los más conocidos del arte urbano de la capital, fallecido en España este miércoles 16 de diciembre

Texto y Fotografías: Fabiola Ferrero
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La primera vez que Romanok manchó una pared tenía ocho años. Tomó unos potes de pintura y se fue a casa de un vecino en Coche. Dibujó un ojo. “Me quedó horrible. Muy horrible”, recuerda. Años después tumbarían esa pared, aún con un grafiti suyo. Pero para entonces ya se había apoderado de muchas otras. Unas con permiso y otras sin él. “Yo lo convierto en legal”, dice.

En el grafiti la ley no está escrita. A pesar de que hay ordenanzas municipales que prohíben pintar paredes, en la calle una lata de spray te puede dar la legitimidad de rayar donde quieras. Porque “mientras más boleta, menos boleta”. Romanok a veces se instala a plena luz del día con escalera y galones de pintura en una pared prohibida. Conversa con los amigos que se lleva y dibuja lo que ese día salga de sus manos y de su mente. Al terminar, recoge y se va. Y allí queda su arte ilegal. “Es la tranquilidad con que lo hago. No sé, un aura”, comenta. Eso o sus 23 años de experiencia en la calle.

No se trata de rebeldía. Tampoco es una guerra contra la policía. “La verdad no le paro bolas. No les tengo mente”, dice Drop. Comenzó a los 13 años. Para costearse su arte paseaba por los estantes de las ferreterías junto con su novia, le llenaba el bolso de latas y le pedía que saliera antes. Porque claro, nadie sospecharía que una adolescente está robando pintura. Hoy lo hace él mismo. “Pero con la pinta que tengo jamás pensarías que me robo un pote de spray”.

Al que atrapen manchando paredes públicas le corresponde, según el artículo 9 de la Ordenanza de Convivencia Ciudadana del Distrito Capital de 2001, una sanción de 10 unidades tributarias. O sea: si cada unidad es de 150 bolívares en total por la infracción son 1500 —mucho menos de los 10 mil que cuesta un galón de pintura para tapar el delito. Y, además, deberá pintar en su color original la pared deteriorada.

Just, por ejemplo, pagó así una de sus hazañas. Pero de una conversación con el que tenía al lado, también pintando de blanco el muro, surgió su primer crew, es decir: la familia. Ocho años después siguen “rayando” juntos. Nunca más por obligación de las autoridades. Todos empiezan de a poco. Los atrapa el “click, click, click” que suena al batir la lata, el olor sintético, inflamable, los restos que quedan salpicados en la punta de los dedos, el mirar a los lados en plena madrugada caraqueña. Que la gente se pregunte quién raya Rose, quién Drop, quiénes son los CMS. “Saben quién eres pero no saben quién eres”, dice Just. Es una fama en el anonimato: no poder ponerle cara a un nombre que resuena. Pero no para la gente común, todo queda entre ellos: los que saben “su vaina”.

Grafitti-Fabiola-Ferrero

Romanok ya se considera famoso. Y lo es. En sus redes lo siguen miles. Por eso se cuida de que no aparezca su rostro en ninguna. Su carta de presentación está en todos lados, incluyendo varios murales del gobierno, que lo salvó de algunos problemas con la policía. Un carnet que decía “Brigada muralista de PDVSA” era suficiente para que lo dejaran tranquilo. “Me han intentado echar pintura encima o me dicen que hay una denuncia del dueño de un local, cuando él mismo me contrató. No lo van a lograr”, dice.

Soldados por doquier

“Mientras más soldados tengas, más oportunidades tienes de ganar la guerra”, dicen en el documental sobre la cultura Hip Hop en Nueva York, Getting Up. Se refiere a los tags, a las bombas y a las piezas con los que llenan la ciudad. En el campo de batalla salen afectados los vecinos. Las santamarías reciben las balas perdidas.

En la Avenida Miguel Ángel de Bello Monte, una bomba se deja ver cuando cierran una tienda de pintura. La rayaron en 2011. El dueño del local decidió no volver a pintarla. Al lado, una agencia de viajes: mismo caso. En frente, una panadería: mismo caso. Arriba, un apartamento: mismo caso.

“Bajamos un día y apareció mi local pintado. A los dos días el siguiente, y así en una semana tenían todo rayado”, comenta una de las vecinas. Ella sí tapó el grafiti; pero quince días después había vuelto como si nunca lo hubiese eliminado. Y con un galón de pintura por las nubes, desistió. Igual el dueño de la tienda de pinturas, que prefiere vender su mercancía a usarla para limpiar su fachada. Por semanas se dedicaron a salvar la parte de mármol que había sido manchada. “Todos los días le dedicaba un rato a echarle disolvente. Dale que dale, con paciencia. Aún se ve un poco, como una sombra”, señala la vecina.

Pero las fechas que se ven por Caracas a los lados de las firmas parecieran haberse quedado en años anteriores. Los altos costos del material y la estampida de grafiteros hacia el exterior se ve en el hollín que va tapando los dibujos en paredes y edificios. El crew CMS, Daos y otras tantas firmas famosas han cruzado fronteras.

Just está apenas de visita antes de volver a irse. Aquí lleva tres meses y no ha salido a las calles porque no puede pagar las latas. Drop mantiene su arte “gratis”, como ha hecho todos estos años. Romanok está patrocinado por una marca internacional que lo ayuda con el material.

De Romanok, konamor

No hay forma de detenerlos. De eso se encarga el crew. Romanok pertenece a DTS —Destroy the system o Demostrando todo sentimiento, depende del día. En los últimos años también le atribuye a las siglas el mensaje “Dedicando todo a SKR”.

SKR era su pupilo. A los 16 años andaba por toda Caracas con su mentor, Romanok. Un mes antes de ser asesinado, se hicieron una promesa: “Si me sucedía algo a mí él iba a pintar en mi nombre, y viceversa”. Viceversa fue lo que ocurrió. La firma de Romanok va acompañada de la de Skermo. Habla rápido e indiferente, pero cuando recuerda la última vez que lo vio, pocos minutos antes de que le dispararan “por problemas en el barrio”, se apacigua, como si el flashback lo frenara. “Todo lo que pinto se lo dedico a él”, cuenta. Y con el “aura especial” de Romanok, es de esperarse que ambas firmas se queden un buen rato en la ciudad.

Otros salen vivos para dejar su tag ellos mismos. Drop empezó a ver para arriba hace algunos años y a guindarse en lugares cada vez más peligrosos. Una vez se rompió el techo de zinc en el que estaba. Pero ya su cuerpo está adaptado a la adrenalina. Ahora no puede vivir sin ella. Ni los intentos de todos sus familiares abogados para que deje sus andanzas han tenido éxito. “Es como una enfermedad. No puedes parar”.

Cuando “le cayeron a tiros” desde una ventana por andar rayando, pensó que esa era la señal que necesitaba para seguir. “Si eso no me mató es porque tengo una misión”, le dijo a su amigo al terminar, esquivando disparos, de hacer la pieza por la que se había guindado en el edificio. “No la podía dejar incompleta”, dice. La terminó. Siempre termina.

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