Espectáculos

¡Mijo, tráigame uno de Juan Gabriel!

Asocio a Juan Gabriel con un día: el sábado y con una inolvidable borrachera de mi madre, la única en la que tuve que ayudarla a abrir la puerta del edificio, previa vomitada en las macetas del pasillo.

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Mi mamá nunca fue de echarse palos, salvo en las típicas celebraciones familiares, como cumpleaños y fines de año. Por lo tanto, las copitas se le subían rápido a la cabeza. Estábamos en principios de los 90s y ella estaba feliz porque había montado su propio negocio: una minitienda cerca de Plaza Miranda, en pleno centro de Caracas. Su local era uno de los más buscados porque vendía ropa íntima, traída de Colombia. Algunas veces me pedía ayuda para colaborar en cosas mínimas, como el depósito de un dinero o para que simplemente la acompañara porque en los quinces y últimos, los malandros buscaban a los más vulnerables. Para mí, camisa beige entonces, en mi último año del liceo, era una revolución estar allí y descubrir todo el arsenal que podía aguantar el cuerpo de una chica, desde una tirita llamada hilo dental hasta sofisticadas medias de encaje. Prostituas, transexuales y gays también compraban, lo que hacía más variopinto el tráfico diario de compradores.

El punto es que aquel día había un cumpleaños de una de las vecinas de mi madre y lo que comenzó con unas cervezas se extendió a una rumba en un local llamado México Típico, que ya no existe, como casi todos los bares históricos del país. Son poquitos los recuerdos de tan extraña noche. Uno de ellos fue la botella de ron Selecto, que me pareció como la casa ideal para un genio. Luego, lo oscuro de la pista. Se trataba de un local que apostaba por esconder los rostros de las parejas que se acariciaban en las butacas; perfecto para el cliché del jefe y la secretaria. Y por último, el grupo de Mariachis, con su respectivo imitador de Juan Gabriel.

Para un fanático de Sentimiento Muerto – en ese tiempo todos queríamos ser como Cayayo – México Típico era lo más parecido al infierno. Pero cuando empezó a sonar «Hasta que te conocí», me vi acompañando a mi madre en el coro y ya después fue imposible no dejarse llevar. Descubrí entonces que me sabía casi todo el repertorio del Juanga que se desplazaba por la pista, sentándose en las piernas de los hombres y, cómo no, moviendo los hombros como lo hacía el original. La noche, como decía, terminó con mi vieja tratando de colocar el pie en el suelo para que la cama dejara de dar vueltas.

Los sábados.

Los sábados eran días agridulces. Por un lado, sabía que sería feliz porque en la tarde estaría con mis amigos jugando fútbol en la cancha que los curas habían construido para los seminaristas, en San Bernardino. Lo que comenzó como una obra para los futuros curas, se convirtió en nuestro pasatiempo por obligación. Primero la invadíamos cuando ellos no estaban, saltando por un muro vecino. Más de una vez tuvimos que salir corriendo, hasta que llegamos a una negociación: sería de nosotros por dos horas, el sexto día de cada semana. Varios religiosos españoles llegaron a juntarse con nosotros en esas caimaneras.

Realmente desde el viernes empezaba mi partido. Me imaginaba con quién iba a asociarme y qué tipo de goles iba a marcar. Narraba una actuación épica y así me agarraba el sueño. Al despertarme, no obstante, el día empezaba por una serie de tareas fastidiosas: comprar las papas a los gochos en la Avenida Panteón, buscar la ropa en la lavandería y limpiar el baño. Mi mamá era estricta con en el cronograma de las labores que me daban el derecho a patear la pelota. Así que si me tardaba en algo, se retrasaba mi llegada a la cancha y eso era fatal para un sistema que se regía por la vieja regla de «llevarla parada». Para los que me leen afuera del país, eso significaba que debías esperar tu turno. Si llegabas de último, tus posibilidades de jugar varias veces, en encuentros que se resolvían a favor del que marcara dos goles, eran mínimas debido a la cantidad de chamos que hacíamos vida en la Avenida Manuel Felipe Tovar.

Lavar el baño era la última tarea porque incluía mi duchazo para partir. Durante la faena, que incluía pasar con un cepillo de dientes el blanqueador para eliminar la más mínima sospecha de moho, de las cornetas del viejo tocadisco, sonaban los éxitos de Juan Gabriel. El equipo que estaba en la casa era multifuncional. Podían escucharse casetes, discos de vinilo y cds. Y la música era una obsesión de mis padres y hermanos, así que había un cajón para cada una de las opciones. Entonces, cuando mi mamá comenzaba con «Tú eres la tristeza de mis ojos», mientras preparaba la sopa de plátanos verdes que aprendió de mi abuela, yo seguía con «que lloran en silencio por tu amor».

Por alguna razón, mi madre siempre tuvo un delirio por los despechos. Supongo que mi padre debe tener algo de culpa en eso, pero ya no está aquí y de los muertos no se habla. Entre la Santísima Trinidad que formaban Raphael, Roberto Carlos y Juan Gabriel, el mexicano ganaba por paliza en el ranking hogareño. A veces ingresaba a este club Rocío Durcal, que es como una extensión suya. Con el paso del tiempo, los quemaítos fueron ocupando más y más espacio en el mueble musical de la familia Pulgarín. Y eso sucedía porque cada vez que salía a mi trabajo, ella me pedía: «Mijo, si ve uno bueno de Juan Gabriel, me lo compra». La razón era que de tanto manipular los compactos, se rayaban y entonces podía repetirse eternamente «eterno, eterno, eterno, eterno». O, al ser piratas, el equipo de sonido no los registraba.

Había un problema en el encargo, ¿cómo se define bueno, en tan amplia y maravillosa lista de temas firmados y cantados por Juan Gabriel? La solución fue sencilla: compraba cualquier cosa que llevara su nombre. Si a ella no le gustaba, yo lo escucharía igual. Fue así como descubrí que «Lo pasado pasado», que creía era original de José José, era del Divo de Juárez o la famosa «De mí enamórate», que encumbró a Daniela Romo. Y hoy en día, gracias a Youtube, sigo buscando rarezas asociadas al cantante.

Al inicio decía que sus canciones me recordaban a un día. No obstante, ahora que estoy terminando estas líneas, me doy cuenta que cuando escucho un pedacito de cualquier tema, repaso parte del soundtrack de mi vida y la maravillosa influencia que tuvo en ella mi vieja, el verdadero «Amor eterno», como escribiría Juan Gabriel a su madre.

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