Espectáculos

Robocop: la búsqueda del sentido del miedo

Estrenada en julio de 1987, la película confrontó al público de Estados Unidos con algunos de los peores rasgos de la sociedad: la violencia y la "justicia" controlada por un poder económico. Tres décadas después y en un momento como el actual cabe preguntarse: ¿podría filmarse algo como Robocop en estos tiempos?

Robocop
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Cuando la película «Robocop» se estrenó el 17 de julio de 1987, no recibió buenas críticas. Aunque la mayor parte de la prensa especializada se entusiasmó con la combinación improbable de violencia, una historia de ciencia ficción y sustrato político, nadie estaba en realidad impresionado por las decisiones creativas y argumentales de Paul Verhoeven, quien llegó a Hollywood precedido de una incómoda fama como director de ideas controvertidas pero que, en su debut, parecía haber sucumbido a la tentación de la espectacularidad tecnológica.

Para Estados Unidos, la visión de una Detroit distópica en la que un policía acribillado a balazos con espeluznante detalle y convertido en una criatura mecánica en apariencia sin sentimientos, no tenía mayor atractivo. “Todo está en constante movimiento en esta película llena de trucos de cámara y de computadora; si miras hacia otro lado, lo más probable es que extrañes a alguien que te vuele la cabeza” publicó el New York Times en su tradicional crítica del domingo.

Pero la película es mucho más que eso y a treinta años de distancia, su envergadura es mucho más visible, asombrosa y sobre todo significativa. Mucho más, en una época en que los grandes temas sociales y las discusiones alrededor de una nueva sensibilidad, tocan directamente con el cine como forma de entretenimiento.

Verhoeven no solo filmó una película destinada a romper la noción de la violencia por la violencia —aunque hay mucha y muy gráfica— sino que se atrevió a pulverizar el sueño americano en algo más retorcido, brutal y sombrío. El Robocop encarnado por Peter Weller era poco más que un desecho de una ciudad en escombros morales e intelectuales, una criatura a medio crear sin otro impulso que hacer cumplir la justicia. Pero solo de quienes tienen el poder. Un Frankenstein de infinita crueldad por su precisión, programado para encontrar a los delincuentes, aunque solo a los que no controlan su cerebro reconstruido para beneficio de —por supuesto— una cruel corporación omnipotente.

El evidente cinismo de Verhoeven hacia la brillante sociedad norteamericana es tan duro como angustioso. Robocop recorre Detroit para cumplir su deber, pero su identidad fue borrada por la violencia. Tanto, que apenas conserva la mitad inferior de su rostro y unos cuantos recuerdos fragmentados, sin otro valor que el de contar al espectador la conexión que el monstruo de metal cromado guarda con el Alex Murphy que fue en algún punto del pasado.

Pero Murphy carece de toda importancia. Robocop es una presencia colosal y aparatosa, cuyo caminar acompasado y pulcra capacidad para matar, asombra y deleita por igual a sus creadores. La nueva policía del futuro es un subproducto mecánico ambicioso, sin razón ni conciencia. Un arma cuya efectividad los guionistas Edward Neumeier y Michael Miner describen desde la crueldad: el ser humano en «Robocop» es tan poco importante como la ley en la Detroit del futuro, que rivaliza contra el dinero, la avaricia y el pragmatismo del dinero como todo bastión de lucha. A su lado, la estatura de Robocop es mínima y su repercusión, una versión de la realidad endeble, rota, sin importancia.

Un héroe herido

Una sátira semejante —porque «Robocop» es sin duda, una burla grotesca a varios temas sociopolíticos— no resultó fácil de digerir para el norteamericano promedio, en especial, porque además había sido concebida por un holandés.

Paul Verhoeven utilizó todos los recursos a su alcance para crear y construir una visión contemporánea sobre el bien y el mal tan cruda como brutal, que señaló los pesares de una sociedad cínica, herida por la codicia y aplastada por sus propios monstruos, y además, elaboró una versión sobre la conciencia de la cultura del EEUU a mitad de camino entre un infierno consumista y la deshumanización del ciudadano común.

Robocop

El Robocop imaginado por Verhoeven no era solo un arma avanzada al servicio de la ley: también era la última barrera entre ricos y pobres, entre desposeídos y poderosos, entre los que controlan los hilos del poder y los que deben padecer los rigores del control. La combinación del discurso social con la ciencia ficción, creó una versión de la realidad que resultó incómoda para buena parte del público. Incluso en una época en que una considerable parte del discurso cinematográfico tocaba de manera tangencial temas con cierta connotación social, la burla grotesca alrededor del estilo de vida norteamericano, molestó lo suficiente a la audiencia como para provocar todo tipo de reacciones.

El director no era ajeno al escándalo. Ya en su Holanda natal, Verhoeven había llevado adelante varios proyectos que habían suscitado incomodidad e incluso, directamente animadversión de la crítica y la audiencia.

Desde “Spetters”, de 1980 (en la que muestra escenas sexuales consideradas directamente pornográficas), “De Vierde Man”, de 1983, con su alta carga de prejuicios reconvertidos en un tipo de lenguaje simbólico, hasta “Flesh and Blood”, de 1985, en la que el uso de la violencia causó un considerable escándalo cuando la película fue prohibida en varios países, el director creó un universo personal cargado de ideas controversiales que le granjearon la antipatía de los grupos más conservadores de Holanda y también, de una buena parte de Europa. Su uso del sexo como conexión entre personajes, la capacidad de sus argumentos para mezclar la violencia explícita y los prejuicios como crítica al absurdo existencial, convirtieron a sus filmes en pequeños debates inclasificables sobre la naturaleza humana.

De modo que cuando Verhoeven llegó a Hollywood su fama controversial le precedía. Para el realizador holandés, la llegada a la meca del cine también significó la posibilidad de explorar sus planteamientos más radicales desde una óptica más amplia y sobre todo brutal.

Fue su idea imaginar a «Robocop» —cuyo guion pasó de estudio en estudio durante años— como algo más que justiciero, más cercano al antihéroe y en realidad, más parecido a un monstruo utilitario que a una criatura con la posibilidad de un renacer heroico en mitad del paraje desolado de la pobreza del capitalismo. También fue suya la concepción de Detroit, quebrada, asolada por una pobreza endémica y la destrucción central del estilo de vida que hasta entonces le había mantenido en pie. Por supuesto se trató de una idea desconcertante y varios productores mostraron su incomodidad sobre la posibilidad de llevar a la pantalla lo que a todas luces parecía un bofetón a la imagen idílica de la sociedad norteamericana.

“Mostrar lo peor (de lo que somos) es el vehículo más efectivo para entender lo que perdemos a diario”, llegó a escribir sobre sus motivos para crear un personaje a mitad de camino entre el monstruo y el ídolo roto: “Lo que vemos en las criaturas fatídicas, usualmente es lo que habita en nuestro interior”.

En realidad, Verhoeven estaba obsesionado con la ambición de finales de los años ochenta: era la época de una revaloración superficial de la cultura pop, del derroche de lujos extraordinarios. La época en que las discotecas de Nueva York se llenaban de celebridades que consumían drogas en platillos de oro, en las grandes casas de moda que creaban diseños con piedras preciosas engastadas, de las grandes fortunas de Wall Street, de los nuevos millonarios con propiedades paradisíacas decoradas con satén y animales disecados.

Verhoeven imaginó el siguiente paso de ese mundo decadente y excesivo, la ley a la medida de los poderosos, el miedo extraordinario a lo que ocurría en las calles y la pobreza. El pequeño heroísmo diario. Y de esa imagen, Alex Murphy (frágil, idealista y casi patético en su necesidad de cumplir con su deber) era un símbolo tangencial de la pérdida de la inocencia. Y Robocop, su grotesco alter ego.

Los pedazos vuelan por los aires

Por el año 1987, Orion Pictures buscaba un nuevo éxito, luego de toparse con uno casi de manera inesperada con la “Terminator” de James Cameron, en 1984, convertida en un ícono inmediato de un tipo de cine barato y espectacular.

A la productora se le daba bien la ciencia ficción (o al menos, no sentía por ella la misma desconfianza de otras compañías), por lo que terminó por comprar un guion desechado varias veces. Fue una transacción barata, que además le permitió contratar a un director relativamente desconocido en Estados Unidos con una interesante reputación en Europa.

La confluencia de situaciones que provocó que Verhoeven terminara por dirigir una película tan alejada de sus géneros habituales fue casi inesperada y por completo, fruto del azar. El mismo director comentaría que cuando leyó por primera vez el guion estuvo a punto de rechazarlo y no lo hizo, por la insistencia de su esposa para que aceptara.

“En realidad, la misma noche en que acabé de leer el guion, ya tenía algunas ideas sobre cómo podría funcionar”, admitiría después el realizador.

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Para Verhoeven los excesos son importantes. Tanto, como para que una de sus primeras exigencias fuera tener decisiones creativas sobre el aspecto final del Robocop. Nadie tenía muy claro cuál podía ser la apariencia de un policía mecánico en cuyo interior malvivían los restos de un policía asesinado en medio de una de las escenas más crueles y excesivas que hasta entonces se había visto en pantalla. De hecho, otro de los puntos en los cuales insistió el director, fue la necesidad de mostrar la muerte de Alex Murphy de la manera más detallada y cruel posible: “Quería que el público sintiera miedo, odio y asco por lo que veía en pantalla”.

La escena, en la que Murphy es golpeado y balaceado hasta la muerte, aterrorizó al público y asqueó a los críticos, que de inmediato señalaron el brutal y descarnado tratamiento de la violencia explícita en una secuencia inusualmente larga. Por supuesto, Verhoeven tenía algo qué decir: “En mi imaginación era mucho peor, pero preferí aceptar algunas de las escenas que necesitaba mostrar, que perderlas todas”.

Verhoeven escogió a Rob Bottin —el genio detrás de los efectos especiales del éxito de 1982 “The Thing”, de John Carpenter— no solo para la ejecución de Alex Murphy, sino también para la creación de la armadura de Robocop. Se trató de un trabajo a cuatro manos entre creador y realizador para conservar algunas de las ideas fundamentales del guion, y además, para evitar la calificación X por parte de la MPAA, lo que el estudio quería evitar a toda costa.

Para Orion Pictures, la posibilidad de que una película que poco a poco se estaba convirtiendo en motivo de interés y comentarios de entusiasmo en el mundillo Hollywodense, fuera relegada al cine para adultos, era impensable y llegó a presionar con presupuesto, amonestaciones y largas discusiones a puerta cerrada a un Verhoeven que se negó a escuchar razones y amenazó con renunciar, si al menos tres de las escenas esenciales no llegaban a la pantalla grande.

Por último, Orion Pictures acordó que se filmarían cuatro de las secuencias más polémicas a cambio de que Verhoeven claudicara en otras dos. El director aceptó a regañadientes y al final, declararía que dudaba de que la película tal y como la había planeado llegara a los cines. Tenía razón: una de de sus escenas esenciales (un tercer plano sobre la muerte de Murphy) terminó excluida del montaje final en la mesa de edición y solo vio la luz diez años después del estreno de la película, gracias a la versión editada por el director que se vendió para celebrar el aniversario.

Robocop

Con todo, el realizador logró un triunfo considerable: filmar la muerte de Alex Murphy en toda la gloria rocambolesca que había concebido para mostrar la crueldad del hombre contra el hombre. Se trata de una ejecución que Verhoeven captó plano a plano, concentrándose en el sufrimiento de la víctima y en la violencia sádica de los agresores.

Bala a bala, el policía emblema de una Detroit destruida y corrupta muere, mientras se escucha el eco de las risas de los criminales que paladean la ejecución con un júbilo inquietante que aterrorizó a un considerable número de la audiencia. Se dijo que la secuencia era una oda a la violencia e incluso se le comparó con una brutal violación —algo que, de hecho, Verhoeven había ideado para una versión primitiva que no se filmó— y aunque su visión sobre la muerte de Murphy llegó a las salas sin sus peores planos, logró impactar lo suficiente como para entrar a la historia del cine.

Además del asesinato de un policía modelo, la película estaba llena de alegorías a la deshumanización, la vulgarización del espíritu ciudadano y la brutalización del hombre común. La forma como el cuerpo de Murphy es de hecho vendido y convertido en un subproducto científico, la forma en que es utilizado una vez que lleva la armadura del monstruo futurista en que se convirtió, la forma en que su mera existencia muestra una estructura de poder corrompido y voraz que le convierte en una pieza útil, sacudieron y enfurecieron a la audiencia. También lo hizo su menosprecio por la identidad humana, el respeto civil e incluso, sus claros mensajes misóginos que no hicieron otra cosa que reflejar la sociedad machista de la época.

«Robocop» tenía todos los elementos para horrorizar y no solo lo hizo, sino que desató un debate moderado y agrio sobre el cine como platea de horrores invisibles, cada vez más desagradables y angustiosos.

El miedo, siempre el miedo

En una de las escenas de «Robocop», una mujer está siendo asaltada y luego es usada como rehén por el hombre que intenta robarla y quizás violarla. La nueva perla de la corona de la central de Policía de Detroit llega y observa la situación. Su figura imponente se proyecta en una sombra monstruosa sobre la pared trasera y Verhoeven logra mostrar un sentido de lo inquietante y lo violento, con apenas un movimiento de cámara.

El delincuente grita y amenaza, mientras la víctima —ataviada con un apropiado vestido blanco— parece carecer de importancia en medio de las sombras grotescas y densas de una ciudad inhóspita. “¡La mataré!”, grita el agresor. La mujer continúa gritando, atrapada entre la posibilidad de morir por un disparo y la presencia gigantesca de Robocop, que aguarda de pie junto a la patrulla. Finalmente, el policía toma una decisión y avanza. Levanta el arma y dispara.

El asaltante enmudece y la cámara de Verhoeven enfoca a la mujer: hay un agujero requemado entre la falda de su vestido, justo en el medio de sus piernas. A su espalda, el hombre retrocede, deja caer el arma y muere sobre el asfalto. La mujer temblorosa y aturdida, mira la escena y entonces corre hacia Robocop, que continúa de pie, el arma aun apuntando. La mujer le abraza, la criatura mecánica se aleja, la empuja. Ya ha hecho su trabajo, lo demás no le interesa.

La escena anterior hizo correr ríos de tinta. Se acusó a la película de menospreciar a la mujer, al hecho del terror de las víctimas, de jugar con la visión de la ley para crear una burlona crítica que nadie necesitaba. Para Verhoeven, la incomodidad era parte de la intención tanto en esa escena, como en cada una de las secuencias que contextualiza a «Robocop» en un ámbito aterrador en que la ley y el crimen son una misma cosa.

Desde el corto informativo ficticio con que comienza el largometraje y que habla sobre Detroit —el otrora símbolo de prosperidad estadounidense convertido en un núcleo criminal incontrolable— hasta la percepción de un neofacismo basado en la riqueza, «Robocop» tiene la firme intención de apuntar directamente a los horrores de un país que se desploma en las grietas de una ambición insaciable. Desde la noción de la OCP como el emblema de la corrupción de las grandes corporaciones, hasta el control deshumanizado del hombre y su comportamiento en beneficio del dinero, la película de Verhoeven atraviesa las regiones oscuras de una década signada por el brillo falso y la necesidad de producir riqueza como un objetivo más allá de cualquier consideración ética y moral.

¿Podría filmarse una película como «Robocop» en la actualidad? ¿Podría Verhoeven usar de manera burlona la nueva sensibilidad moderna sobre temas como el machismo, la pérdida de la identidad estructural en beneficio de las ventajas del progreso, la misogonía, la homofobia y el miedo a la diferencia en beneficio de un discurso elaborado contra los corrosivos temores culturales? ¿Podría enfrentarse a una sociedad en la que su discurso incómodo, visualmente sugerente y burlón chocara de manera frontal con la forma en que la actualidad se debate la condición humana y sus relaciones con la cultura?

En toda su gloria impía, provocadora y violenta, «Robocop» es quizás el mejor ejemplo de un tipo de cine que quizás resulte impensable ahora pero que, sin duda, es imprescindible para convertir al cine en un vehículo de discusión y una formidable mirada sobre el bien y el mal, tal y como los concebimos en la actualidad. Quizás su mayor logro.

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