Internacionales

Dos venezolanas cuentan cómo vivieron el terremoto de México

El 19 de septiembre de 2017 se cumplían 32 años del terremoto de 1985, el peor de la historia de México y que devastó la capital del país. La historia se repitió en 2017 y, con muchos venezolanos eligiendo el país como destino de migración, los relatos muestran una gran diferencia entre las dos sociedades.

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Foto: AFP | Yuri Cortez

La cifra de fallecidos del terremoto que devastó a la Ciudad de México en 1985 sobrepasó los 7.000. Como parte de la conmemoración de esta fecha, distintos simulacros se llevaron a cabo el martes 19 de septiembre de 2017 para instruir a los habitantes con las medidas de precaución necesarias en estos casos pero, para sorpresa de todos, un terremoto de magnitud 7.1 impactó la nación azteca ese mismo día. Hasta el momento van 251 muertos, 1.372 lesionados y más de 30 edificios colapsadosLos operativos de rescate continúan con la esperanza de encontrar más sobrevivientes. Las calles, llenas de escombros, están inhabilitadas o intransitables.
Los mexicanos pasaron un momento de terror y desespero. Estas sensaciones están lejos de calmarse, como así de lejos está retomar la normalidad. Este desastre afectó no solo a los mexicanos, sino también a muchos extranjeros que hacen su vida en México, como es el caso de Victoria Morales, venezolana que vive allí hace dos meses.
Vivir un desastre natural lejos de casa

Victoria Morales terminó en julio su carrera en la Universidad Católica Andrés Bello (Ucab) y dejó Venezuela para irse de intercambio a la Universidad Iberoamericana, en la sede de la Ciudad de México, donde estudia y representa al equipo de voleibol tanto de playa como de sala de esta casa de estudios.
Morales se adaptó rápidamente a su nueva rutina. Pero el primer terremoto, el 7 de septiembre, la sorprendió. Sin daños físicos o materiales de los que preocuparse, comunicó a sus familiares y amigos que se encontraba bien.
La experiencia quedó como un hecho aislado. Los días continuaron y con ello la normalidad, la cual no se mantendría por mucho tiempo. El día del segundo terremoto iba caminando a la estación para volver a casa: «Una señora me recomendó que bajara a otra parada porque por esa pasan más rápido las camionetas. Una vez allí, esperé como 10 minutos y nada que llegaba el autobús. Le pregunté a un señor si estaba en el lugar correcto. Él me dijo que sí”.
Esta joven venezolana estaba en el lugar correcto pero en el momento equivocado. La tierra empezó a sacudirse, pero ella no entendía lo que pasaba: “De un momento me mareé. Las cosas se movían y no sabía por qué. El mismo señor que me había confirmado que estaba bien ubicada me dijo ‘Está temblando’, frase que repetí”.
Viendo cómo los postes de luz se agitaban, así como el techo de la parada de autobús, su mente se nubló. No sabía qué hacer. Debajo de sus pies, el temblor seguía, incrementando su intensidad con el pasar de los segundos. “Solo sentí el miedo más grande que he sentido en mi vida”.
Su falta de reacción fue interrumpida por el mismo señor que le había advertido de lo que pasaba. Tomando de su mano, la llevó a la mitad de la calle, en medio de los carros:
“No sé qué hubiera sido de mi si no me hubiera encontrado a ese señor que me guió”.

Después de que todo paró, solo tuvo que esperar tres minutos para que el autobús que tanto esperó apareciera. Sin dudarlo dos veces, se montó en él para tomar rumbo a casa. Ya dentro, empezó a leer las noticias y los mensajes que le llegaban. Se comunicó con su familia y sus amigos en Venezuela para reafirmarles que estaba bien, justo como había hecho hace pocos días.
Cuando llegó a su edificio, vio como sus vecinos se aglomeraban en la entrada. Unos estaban desesperados, otros lloraban. Los pocos que estaban calmados le recomendaron que subiera a su departamento para ver si le había ocurrido algo. Al entrar notó que las paredes de las habitaciones tenían grietas. En la cocina fue donde encontró el mayor desastre. Botellas, platos, vasos y comida estaban regadas en el piso. Aunque estaba ya en casa, seguía desconcertada por lo vivido:
“Mi miedo no dejaba de cesar. Las piernas me temblaban y tenía unas ganas de llorar horribles. En momentos así es cuando quieres correr y regresar a tu zona de confort. No quería estar sola”.

Cocina después del terremoto
Al día siguiente del terremoto, y tras pasar una de las noches más estresantes de su vida, Victoria fue hasta un centro de acopio y ayudó a armar cajas de comida para los afectados: “Mis compañeros de habitación y yo no parábamos de dar gracias a Dios por estar bien. Siempre que veía noticias de alguna tragedia natural lamentaba mucho la vida de los afectados. Un temblor se veía muy lejano para mí”.
No hay temblor que prepare para un terremoto

Hace tres años que Ana Elena Manzanilla, venezolana de 24 años de edad, vive en México. Decidió emigrar en busca de un mejor futuro, uno que Venezuela no le podía ofrecer por la crisis social y económica en la que está sumergida hace ya tanto tiempo.
El martes 19 de septiembre aterrizaba en la madrugada en el aeropuerto de la Ciudad de México, proveniente de Washington. Había decidido pasar el fin de semana fuera para celebrar el Grito de Independencia de México (su fiesta nacional). Aunque estaba cansada, tuvo que ir a trabajar a su oficina. Aunque ha vivido otros temblores, nada la había preparado para el terremoto de ese día:
“Es normal que en México tiemble en esta época. Todos los años pasa. Pero no esta magnitud, no la magnitud de los primeros días de septiembre donde Chiapas y Oaxaca siguen afectadas”

El edificio en el que trabaja la joven venezolana fue creado por dos arquitectos que trabajan con ella. Desde que llegó, su jefa le repite ‘Si tiembla y ellos no salen, no se sale. Pero si salen, preocúpense’.
Y sí que tuvo que preocuparse. La charla que tenía con su compañera de la oficina se vio interrumpida abruptamente con el movimiento telúrico: “Ella me dice que está temblando. Todos pensábamos en qué hacer, a dónde ir, pero la intensidad del temblor comenzó a elevarse. No se podía caminar porque el edificio se tambaleaba”.
Unos gritaban, otros tenían cara de susto, algunos suplicaban calma. Ana Elena cuenta que lo que los hizo reaccionar fue la salida de uno de los arquitectos de su respectivo lugar de trabajo: “Él gritó ‘Nos vamos’. No lo pensamos dos veces. Agarramos nuestras cosas y salimos del edificio por las escaleras”.
Las horas pasaban mientras que ella, junto a sus compañeros y otras personas, se encontraban en medio de la calle. No paraban de usar sus teléfonos para contactar a sus familiares para verificar que estuviesen bien.
“Era una fecha conmemorativa que se repetía. El mundo nos los quiso recordar”

Como vive cerca de la oficina, Ana Elena caminó hasta su casa. No fue la única que lo hizo, ya que muchos huyeron de sus trabajos en sus carros, desesperados por regresar a casa: “El tráfico era impresionante. Había vidrios en el suelo, gente llorando. Mi zona colapsó y empezaron los asaltos”.
Ante otra preocupación de la cual estar pendiente, se fue a la casa de una amiga porque estaba cerca: “Vimos las noticias. Todo era peor de lo que esperábamos. Mi papá me buscó en la noche y no sabíamos ni qué decirnos. No podía pensar en otra cosa que no fuese los muertos y las personas atrapadas bajo los escombros”.
Al día siguiente, Manzanilla decidió colaborar de cualquier manera que le fuera posible. Compró donativos y los llevó a su universidad, la cual funciona como centro de acopio:
“Armamos cajas, recibimos alimentos. Mis amigos venezolanos se fueron a los pueblos más cercanos a tender su mano. Porque juntos somos más y porque México también es nuestra casa”.]]>

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