Internacionales

A pocos kilómetros de China, unas islas de Taiwán viven ajenas al ruido de sables

La vida en Kinmen es normal. Sus residentes no se precipitan a los búnkeres ni a comprar provisiones a los supermercados por una posible invasión de China, sino que se entretienen cantando en el karaoke o cenando con amigos

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A poca distancia de unos tanques oxidados y los picos antidesembarco que pueblan las playas de la isla taiwanesa donde vive, el veterano de 92 años Yang Yin-shih lee tranquilamente el periódico a la sombra del enemigo que aspira a dominarlos.

La China continental se extiende a pocos kilómetros de la casa de Yang en las diminutas islas Kinmen, desde donde puede ver por sí mismo el poderío militar que amenaza su patria.

La semana pasada, Pekín desplegó unas maniobras militares sin precedentes alrededor de Taiwán en respuesta a la visita de la presidenta de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, Nancy Pelosi, a esta isla con gobierno autónomo que los comunistas consideran como propia.

Con los buques chinos ocupando el estrecho de Taiwán y los misiles sobrevolando las aguas que rodean la isla, el riesgo de conflicto se hizo muy real.

Pero este ruido de sables no alteró a Yang, aunque estas islas de 140.000 habitantes se sitúen a solo 3,2 kilómetros de la ciudad china de Xiamen.

«No estoy nervioso. Kinmen está calma y tranquila», dice el anciano sonriente a AFP en una pausa en su rutina matutina de leer la televisión y pasear por el vecindario.

Yang fue testigo hace 60 años del último bombardeo mortal de China sobre estas islas de Taiwán, las más cercanas al continente. En comparación, estas maniobras son poca cosa.

Entonces, en 1958, el ejército comunista disparó más de un millón de proyectiles contra Kinmen y los vecindarios cercanos, matando a 618 personas e hiriendo a más de 2.600.

«El bombardeo fue más estresante. Era más tenso entonces», dice. «Es difícil explicar la situación, si China intenta intimidar o tiene planes de ataque», continúa.

Estrechos lazos con el continente

A pesar del amargo recuerdo del conflicto y de las tensiones actuales, muchos residentes de Kinmen conservan una imagen amigable de China después de años de comercio y viajes a través de la estrecha franja de mar.

Taiwán suspendió los servicios de transbordador con las ciudades chinas debido al covid-19, pero Yang Shang-lin, que trabaja en el sector turístico, confía en que Kinmen se abra a los visitantes chinos pronto pese al ruido de sables.

«Taiwán es más libre y no queremos ser gobernados por China», dice el hombre de 34 años. «Pero tenemos que llegar a final de mes», añade.

Aunque en el pasado las islas Kinmen sirvieron como una barrera natural para la invasión, ahora China puede rebasarlas fácilmente con su poderoso arsenal de misiles, aeronaves y portaviones.

Para Yang, «la disparidad en la fuerza militar es demasiado grande», lo que deja a Taiwán sin apenas esperanzas de vencer a China, sobre todo teniendo en cuenta el tamaño y la cercanía de Kinmen con el continente.

«No quisiera ir al campo de batalla dado que no habría posibilidad de ganar», reconoce. 

«No vayan a la guerra»

Otros vecinos son más aguerridos. «Si hubiera una guerra, yo lucharía», asegura Huang Zi-chen, ingeniero civil de 27 años.

«Nací en este país y tengo que estar en la dicha y en la adversidad cuando mi país me necesita», dice a AFP durante una pausa en la supervisión de un proyecto de construcción.

Estudiante de 18 años, James Chen es de los pocos habitantes de su edad que no ha dejado las islas para ir a formarse o a trabajar a las ciudades taiwanesas. Para él, el combate deberían ser cosa de soldados profesionales.

«Creo que hay una posibilidad del 50-50 de que China use la fuerza contra Taiwán. Pero no tenemos control sobre China, deberíamos preocuparnos por nosotros», asegura.

Y en general, la vida en Kinmen es normal. Sus residentes no se precipitan a los búnkeres ni a comprar provisiones a los supermercados, sino que se entretienen cantando en el karaoke o cenando con amigos.

En medio de la partida de cartas con sus amigas en una de las tranquilas calles de Kinmen, Cheng Hsiu-hua, de 73 años, descarta un desembarco de China en sus orillas.

«No, no tenemos miedo. No vendrán aquí», asegura.

Si Pekín recurriera a las armas, el anciano Yang preferiría aceptar una reunificación pacífica que entrar en conflicto.

Pero, con la lección aprendida de los bombardeos de décadas atrás, ofrece un consejo a Pekín: «No vayan a la guerra. La guerra trae sufrimiento y miseria», dice.

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