Cultura

Braille y tinta, una tarde de lectura

Estamos en una sala de la Biblioteca Nacional. Hay personas sentadas en sillas, la formación es circular. Una señora cercana a los sesenta años lee un fragmento de «Cuatro extremos de una soga», del escritor venezolano Armando José Sequera. El cuento, de unas quince páginas, está dividido en pequeños capítulos, así que cuando una persona termina otra se ofrece para leer. Incluso yo, en cierto momento, me aboco a la lectura.

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Si bien reunirse para leer en voz alta ya resulta una actividad particular, poco frecuente, el hecho de que algunas de las personas allí presentes sean ciegas o tengan discapacidad visual hace que el momento de la reunión sea más que notable.

No hallamos en una las sesiones de las Jornadas de Lectura Braille-Tinta que organiza el Servicio de Atención a los Discapacitados Visuales de la Dirección de la Colección General en la Biblioteca Nacional. Es la última de 2016, la cuarta del año. Yo he sido invitado para ésta. En total, desde que comenzaron a invitar autores, han sido doce ediciones. La jornada originaria, realizada en julio de 2011, no tuvo invitado. Se leyó ese día un cuento de Federico Vegas. A partir de entonces, la actividad comenzó a crecer, enmarcada siempre en fechas especiales como el Día del libro, el aniversario del Servicio a los Discapacitados o el cierre del año, que cae en noviembre.

El primer autor invitado fue, justamente, Armando José Sequera, quien leyó cuentos de su autoría en una jornada para niños en abril de 2012. Al año siguiente, en noviembre, participó el académico, crítico literario y escritor Carlos Sandoval en una jornada con adultos. Sandoval eligió para le lectura «La tienda de muñecos» de Julio Garmendia. Han leído también Mariana Libertad Suárez, Luis Laya, Eduardo Liendo, Wilfredo Machado, Vicente Lecuna, Ramón Palomares e Inés Quintero, entre otros. Este año he sido yo el invitado al evento de cierre. Por fin he podido coordinar una fecha con Adriana Rodríguez, la encargada del Servicio de Atención a Discapacitados Visuales.

A Adriana la conocí hace un par de años. Raquel Rivas Rojas, profesora de la Universidad Simón Bolívar en el postgrado de Literatura Latinoamericana, me había citado para hablar con sus alumnos sobre mi novela Rocanegras, que leían como parte de la materia. Aquel día Raquel me recibió vía Skype desde alguna parte de Europa que ya no recuerdo, quizás Edimburgo, mientras que en el salón de la Universidad había unas cinco personas, una de ellas, Adriana.

Estaba allí, muy cerca, una muchacha ciega sin anteojos oscuros, como lo supone el cliché de los que hemos visto a los ciegos en televisión y en cine. Estaba allí, en un postgrado de Literatura Latinoamericana, estudiando literatura, leyendo, esa actividad que suponemos se hace principalmente con la vista.

La discapacidad visual de Adriana, sabré después, es congénita. Es decir, tiene la condición desde su nacimiento. Su caso es muy raro y los médicos nunca lograron determinar la causa ni lograron un diagnóstico específico. «En todo caso, la opinión general de cuantos me consultaron cuando era una bebé es que yo no iba a ver nada, cosa que el tiempo desmintió pues, aunque mi baja visión es muy severa (esto es, mi residuo visual es poquísimo y hay cosas que nunca pude hacer, como leer o ver a distancias largas), sí tuve percepción de luz y sombra, colores y demás por un ojo». Actualmente, Adriana está teniendo una disminución de su nivel de percepción visual, probablemente por un glaucoma. Con todo, es licenciada en Letras por la UCV desde 2008 y justo en este momento realiza, ya la comenté, la Maestría en Literatura Latinoamericana de la Universidad Simón Bolívar. «Sabrás que mi familia nunca se hizo mayores problemas con relación a mis estudios universitarios», me comenta Adriana.

«Siempre me alentaron a estudiar, y cuando decidí que mi profesión estaría en el campo de las Letras el asunto no suscitó mayores comentarios. Fue bien aceptado y apoyado. Creo que más problemático resultó enterarse de que el horario de la carrera en la UCV era nocturno».

Desde aquella vez de mi conversación sobre Rocanegras en la clase de Raquel, Adriana y yo nos encontramos por casualidad un par de veces. Una, si mal no recuerdo, en el festival de lectura de la Plaza Francia. Andaba con Otto, su esposo guatemalteco. «Nos casamos en 2009», cuenta Adriana. «La eclesiástica fue una boda acontecida, pues tuvo lugar un sábado que, no sé si recuerdas, llovió, granizó y tembló en Caracas».

Otto Pereda es un hombre amable, de voz suave y trato correcto, que siempre está dispuesto a ayudar y a conversar. En 2006, Otto estuvo en Caracas cumpliendo alguna labor en su rol de Coordinador del área de juventud de la Unión Latinoamericana de Ciegos y como miembro del Comité de juventud de la Unión Mundial de ciegos. Adriana lo conoció en una cena organizada para agasajar al grupo de la Unión que estuvo en Venezuela. Ella asistió como integrante de la coral para la que canta desde hace doce años. No ocurrió en aquel entonces mayor cosa, pero, meses más tarde comenzaron contacto por medio del inefable chat. «Tiempo después nos hicimos novios virtuales», me relata ella. «Y ahora aquí nos tienes, con siete años de matrimonio y contando».Otto, cabe decir, está en la frontera de la discapacidad. Tiene una serie de condiciones que hacen que, aún con sus lentes, no posea una visión 20/20.

Aquella vez que coincidimos en el festival de lectura, Otto la llevaba del brazo con experta diligencia. Hoy me ha resultado admirable verla moverse por los espacios de la biblioteca con inquietud de persona atenta y responsable.

Pero volvamos a la feria. Recuerdo que ese día estuvimos conversando un buen rato. En algún momento surgió el tema de las lecturas. Adriana me contó de qué iban las jornadas, y yo me ofrecí a participar en alguna. Al cabo de un tiempo, me llegó un correo electrónico. Adriana me invitaba a la actividad. Después de varios intentos fallidos, por fin pudimos concretar la fecha.

Y aquí estamos, leyendo todos en la Sala de la Colección Bibliográfica General. Me han facilitado la edición de Monte Ávila Editores del libro de cuentos Cuatro extremos de una soga de Armando Sequera y voy siguiendo la lectura en voz alta de los otros. Unos días atrás, Adriana sacó varias copias del cuento que yo he elegido para que las personas puedan participar de la lectura con el cuento en sus manos. Y decir «en sus manos» es decirlo literalmente, porque la lectura Braille, tal como muchos saben, se realiza por medio del tacto de los dedos. Para un cuento de unas quince páginas, corresponden unas cuarenta y cinco impresas o perforadas, tanto por delante como por detrás. El procedimiento es el siguiente: Adriana y Otto, quien trabaja con ella, escanean el cuento y lo pasan a .RTF. Luego, aquel .RTF pasa por un programa que transcribe el texto a Braille. Hay varios softwares conversores, la Biblioteca Nacional trabaja con uno desarrollado en España, llamado «Quick Braille». Una vez realizada la conversación, los textos se mandan a procesar en una impresora de fabricación sueca marca Index que perfora con alfabeto Braille una especie de Bond con gramaje un poco más grueso.

Las cuarenta y cinco páginas del cuento de Sequera (incluida portada) son encuadernadas y entregadas a las personas con discapacidad visual que asisten al evento. Estas personas, unas diez en este caso, vienen de distintos sitios. Algunas, de dependencias del gobierno que desean tener una tarde de lectura, otras de varios lugares de Caracas. Se las ha contactado por correo electrónico, pues en algún momento dejaron sus señas como usuarios del servicio a las personas con discapacidad visual. También ha asistido para la ocasión una antigua profesora de bachillerato de Adriana. Ella ha dicho en público, antes de empezar la reunión, que aquella profesora fue la que le inculcó el amor por la lectura, por la literatura. Eso me conmueve, yo tuve una magnífica profesora de bachillerato que me hizo querer aún más la literatura. Ya he escrito sobre ella, se llamaba Elsa Miranda, y era mi profesora de Literatura en La Salle de Puerto Cabello.

También han venido un par de estudiantes de la Universidad Central, atraídos en parte por mi presencia y en parte por la característica del evento. Ni la profesora ni los chicos son ciegos. Tampoco lo es la periodista Jufany Toledo, a quien conozco de otros asuntos relacionados con la literatura para niños y jóvenes. Allí estamos, yo mirando, ellos leyendo a través de sus dedos. Algunos prefieren saltar su turno de leer en voz alta, otros, como la señora que ha dicho que escribe cuentos para niños, ha leído dos veces.

Terminada la lectura, me dedico a hablar sobre el cuento, no sin antes contarles a los asistentes sobre lo fundamental que resultaron los cuentos de Armando Sequera en mi formación como lector adolescente. Les hablo luego sobre Ryūnosuke Akutagawa y su cuento «En el bosque». Les digo que tanto «Cuatro extremos de una soga» como «La ubicua muerte de madame Charlotte» son dos cuentos magistrales que le hacen homenaje al cuento de Akutagawa. Hablo también de la literatura policial, de la literatura fantástica, de la increíble transposición de las dimensiones y los tiempos en el cuento de Sequera, y hasta hablo de la teoría de los juegos de Forbes Nash, porque el cuento, de alguna manera y a mi juicio, nos presenta el dilema del prisionero en una versión del género fantástico. Luego vienen unas preguntas sobre lo que me inspira como escritor.

Emocionado, cuento sobre esos temas que me ponen a narrar (los particulares, los extraños, los periféricos), cuando nos sorprende un apagón de luz en parte del piso. Yo sigo, no me averguenza decirlo, lleno de un bonito amor, hablando allí en la oscuridad a personas cuya vida ha transcurrido en la oscuridad, pero que quieren leer para llenarse de alguna luz. Y disculpen lo cursi de este final, pero yo soy de los que hacen las cosas por convicción humana. Yo estuve en esa sala porque todavía creo que algo debemos tener los seres humanos que valga la pena, y también por ello hablo y escribo sobre lo que aquel día hice y conocí.

De estos momentos vale la pena hablar, y lo hago con orgullo humano, no ideológico. Y digo esto último, porque en estos días estamos tan mal que hasta estas cosas hay que aclararlas.

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