A Rubi Guerra y a Juan Pablo Valdivieso
Pensemos en un hombre que hace el mismo camino siempre. La novela histórica es ese camino, seguro, tranquilo, protegido por los guardias del condado. Es recto y plano, fácil de recorrer. Allí el hombre puede dejarse llevar, distraerse con el paisaje de costumbre, aunque, claro está, con pequeñas variaciones de luz, nubes y verdores. No está mal andar así, merecemos tales distracciones de vez en cuando. Pero el hombre, ya se ve, no sabe más que de ese camino, y nunca se ha atrevido en algún otro, que lo hay. Se ha frenado de hacerlo porque ha temido que podría perderse, que podría cansarse, que podría morir si asume la aventura de la otra ruta.
Pienso que quizás así pasa con muchos lectores de novelas históricas. Esos muchos son lectores prefijados, lectores caja. Novela histórica tras novela histórica, en ellos se ha afirmado una serie de parámetros levemente alterables con el fin de producir la ilusión de variedad. Esa es la lógica del mercado: una masa de cosas iguales apenas modificadas en unos pocos accidentes que buscan complacer el gusto de una masa lectora ansiosa de engañosas novedades. Pero es que el riesgo sale costoso, puede implicar pérdidas monetarias. Y bueno, la literatura es una inversión a largo plazo, si es dable llamarla inversión, o también, ¿por qué no?, un hermosísimo fracaso (económico) a corto plazo.
Se sabe: el mercado no pretende la inmortalidad de la obra, sino la sobrevivencia mediata, el gusto en cadena que asegure la venta en cadena. Allí la novela histórica se ha convertido en la campeona de las oscuras artes de la propagación del virus.
Algunas características del virus, creo yo, son las siguientes:
En primer lugar, apego hipertrofiado al detalle histórico. Aquello que alguna vez fue el encanto, la maravilla de la novela histórica, hoy día se ha vuelto una dictadura que prevalece sobre cualquier cosa. No importa si la trama interesa, si realmente hay profundidad en los personajes o si el texto se ocupa de la calidad estética, lo que realmente interesa es el apego histórico hipertrofiado, las recreaciones de la época, de los trajes, de los edificios, de las calles, de los momentos sociales, políticos y económicos. Esto, según lo veo, se ha convertido en un supremo mandato de la novela histórica, que a su vez trae como consecuencia una cansona carga descriptiva que se aleja de la agilidad narrativa, y del juego, la experimentación y las ambigüedades poéticas. Esa pesadez descriptiva que mata lo poético y que se limita a un lenguaje correcto (o incluso mediocre), vendría a ser la segunda característica predominante de la novela histórica. Luego, por supuesto, existe también un tipo de novela de corte histórico que busca mantenerse dentro del estadio descriptivo pero aportando un nivel más alto de lenguaje literario y de experimentación formal. Muchas de estas novelas históricas «literarias» no hacen más repetir una fórmula exquisita que suele resultar barroca o manierista, lo que también, vea usted, es un molde. Las novelas que últimamente suelen ganar el Rómulo Gallegos resaltan estas características: son mamotretos del lenguaje descriptivo-poético que repiten modelos exquisitos ya gastados.
Una tercera característica, y posiblemente también una derivación de la primera, está dada por una marcada insistencia en las lógicas de la realidad. Y lo digo así para no decir una marcada insistencia del realismo. Me explico mejor: se asume la novela histórica como si ésta tuviera la obligación de basar sus fuentes en la disciplina que proviene del método académico, es decir, en la historia refrendada. Es como si sólo se mirara hacia un lado, como si no hubiera referencias del pasado en otras partes. ¿Por qué no escribir una novela que hace piso en un hecho de la historia o en un momento histórico, tomando más bien como guías la epopeya, la leyenda, la historia no oficial, la llamada secreta o conspirativa, la cabalística o la apócrifa? ¿Dónde quedan esas maravillas que son el Cantar de Roldán, el Cantar de Mio Cid, La Odisea, las crónicas de Indias como guías para escribir una «novela histórica»? De allí, así lo pienso, se abren otros caminos, otras maravillas, nuevas luces para la escritura: libertad al recrear un hecho histórico, fantasía y torsión imaginativa, y nada más y nada menos que belleza en el canto, belleza poética, estética que no sea exclusivamente narrativa simplona o barroco-exquisita.
¿Me dice usted que eso ya no es novela histórica? Pues posiblemente no sea y poco me interesa, particularmente, que se le llame novela histórica. Pero el lector, acostumbrado una y otra vez al mismo machacar, asumirá que esa novela es histórica, y como no se parece a lo que él piensa que es novela histórica, entonces la rechazará, porque tiene adormecidos el ánimo de apertura y el goce de la palabra gracias a los manejos constantes de un mercado unificador de criterios.
Tal canon de lo vacío aleja al lector de la literatura, de la comprensión de otras realidades humanas y, para hacer un poco más específico el argumento, encierra a la novela histórica y no la deja explorar sus posibilidades. No hay apertura, nada crece, nada se abre, nada evoluciona. Todo es igual, incluso en esas novelas que el lenguaje se vuelve una exhibición hueca de barroquismos en pro de ganarse el Rómulo Gallegos.
Ahora, ¿la novela histórica ha de ser rígidamente histórica? Tampoco, la novela histórica no es historia, no es disciplina académica. Su responsabilidad con lo verosímil es, por supuesto, hacerme creer que estoy en un momento histórico y que estoy conociendo personajes históricos, pero su función didáctica debe estar sujeta al trabajo del lenguaje y al trabajo de la ficción. No debería predominar en el texto la enseñanza al detalle de un momento histórico, ni tampoco el lector debería creer o no debería nadie hacerle creer que leyendo novela histórica va aprender historia de manera «amena y fácil». Y no es que esté mal que el lector sepa de un momento histórico y aprenda. Es deseable, aceptable, pero no lo es todo.
¿En quién está el problema? ¿En el lector que sabe que existen otras posibilidades pero que no las explora o las rechaza? ¿O en los señores del mercado que no quieren la lectura vivida a plenitud, sino el trabajo fácil que representa fabricar lectores que piden más de lo mismo? ¿O en Estado y sus planes de lectura? ¿O en estos tiempos que vivimos tan líquidos y veloces? No sé, pero cada cosa, sin duda, es un síntoma de los tiempos, causa y consecuencia, consecuencia y causa.
Pensemos de nuevo en nuestro paseador. Cierta vez supo de un vecino que había tomado otro camino y fue le preguntó qué tal era el asunto. El vecino le respondió: «No me gustó. No era igual a este camino», respondió el vecino y luego: «Era un camino que me hablaba como en otra lengua». «¿En otra lengua?» «Sí, era como si el camino fuese un extranjero que me hablaba en una lengua desconocida. No me gustó, no me gustó ese extranjero». «Por eso los guardias cuidan tanto este camino, ¿no?» «Sí, los guardias saben lo que hacen, nos cuidan de los extraños, de los otros, de lo que no es como la tradición y las buenas maneras nos lo dicta. De lo que no es como nosotros somos». «Tienes razón, no vale la pena, mejor no mirar esos caminos».
Arriba he hablado, ya para terminar, de la lectura vivida a plenitud. He dicho esto, es decir, «lectura vivida a plenitud», porque creo que la lectura plena, verdadera, es la lectura que gusta del trabajo literario también vivido a plenitud. El escritor que busca la plenitud de su escritura no se va por lo fácil y se arriesga porque en el riesgo de su escritura, en la búsqueda artística, está la verdadera experiencia de vida que ofrece la escritura. Allí, en esa experiencia, los caminos se abren, y son oscuros y son fascinantes, y te llaman con voces profundas. Luz y sombras, brillo y oscuridad, allí, en esa plenitud. Y hay riesgo sí, pero sólo así el arte, sólo así.