El Estímulo

Elena quería un arbolito de Navidad

Pequeñas cosas... como un arbolito de Navidad que poblaba las ilusiones de Elena, una joven prostituta en Maracay, pueden encerrar una gran historia de amistad y solidaridad. Lo plasma Carolina Jaimes Branger en este artículo atemporal

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Hoy, escribiendo un relato para mi amiga Milagros Socorro sobre la avenida Libertador, recordé a mi amiga Elena. La conocí recién llegada yo a Maracay porque vivíamos en el mismo edificio. Yo estaba en casa de la conserje dándole clases de matemáticas a una de sus hijas cuando ella entró. Una morena clara con un bello rostro, estaba embarazada como de siete meses. Tenía una batita de maternidad en tono rosa pálido, que le sentaba muy bien. Conversamos. Me cayó muy bien y la invité a merendar esa tarde.

Era bastante reservada. Me dijo que estaba casada con un portugués y que ése sería su primer hijo. Que su familia era del estado Lara y que no tenía muchos amigos en Aragua, menos en el edificio, exceptuando a Celina, la conserje. Empezamos a vernos con frecuencia –yo aún no estaba trabajando- y conversábamos mucho. Mejor dicho, yo respondía sus preguntas, le encantaba que yo “le contara cosas”.

Yo no tenía carro y ella tampoco. Me enseñó a moverme en el transporte público de Maracay a todas partes. Cuando me llegaron las fotos de mi boda –yo me había casado dos meses antes- se las enseñé. A ella le encantaron. Prometió enseñarme las suyas, cosa que jamás sucedió.

Cuando llegaba diciembre, Elena estaba emocionada con la cercanía de la Navidad. Quería poner un arbolito en su casa. Sería su primer arbolito. Aunque su bebé nacería en enero, sería su primera Navidad “en la barriguita”. Me preguntó si yo no iba a poner uno, pero en aquella época yo siempre pasaba las fiestas decembrinas en casa de mis hermanos en Boston y le dije que no.

Recuerdo que me mostró una revista con unos árboles bellamente decorados y me preguntó si yo la acompañaría al centro a comprarlo. “¡Con gusto!”, le dije. La tarde cuando habíamos quedado en ir, me llamó a decirme que no podía. Quedamos para el día siguiente. Entonces decidí que, aunque me iba de viaje, yo también iba a poner un arbolito en mi casa. Lo disfrutaría los días antes de irme y así se lo hice saber.

Cuando llegamos a la tienda en el centro, le sugerí que buscáramos el suyo primero, porque el mío iba a ser uno pequeñito. Su rostro se ensombreció: “Mi marido no me dio dinero”, me dijo lacónicamente. Yo no sabía qué hacer. Sabía cuán ilusionada estaba. Le sugerí prestarle el dinero, lo que rechazó categóricamente. “Compremos el tuyo”, me dijo. Lo cierto es que yo no quería comprar un árbol si ella no tenía el suyo. “Por favor”, insistió. “Al menos una de las dos lo tendrá”. Compré un árbol pequeñito y ella escogió los adornos.

Yo me fui de viaje y cuando regresé en enero, Elena ya no estaba en el edificio. La conserje me dijo que se había ido a dar a luz en su pueblo de Lara, donde vivía su abuelita, que era quien la había criado. Yo sabía de su abuelita porque ella la nombraba con gran cariño. Sentí no haberla visto para desearle un buen parto.

Fue en esos días cuando me crucé con un vecino en el ascensor. Aprovechó para preguntarme que si yo sabía quién era Elena. “¡Sí, claro que lo sé!”, respondí. Él repreguntó: “Me refiero a si sabes qué hace Elena”. “Está en Lara esperando a que nazca su bebé allá”.

Él tomó un largo aliento y espetó: “Elena es una prostituta. Trabaja en la “Quinta Cristal”. El portugués, que es uno de los socios, la preñó. Pero no quiere al hijo aquí, porque quiere que ella vuelva al trabajo”.

Yo no tenía ni idea de lo que era la Quinta Cristal. Creo que era de las pocas personas en Maracay que no lo sabía. Sentí un dolor muy grande por Elena. Pienso que la vida de las prostitutas debe ser muy difícil.

“¿Por qué Elena no me lo dijo?”, pensé. El vecino pareció haber leído mi pensamiento porque agregó: “no te lo iba a decir nunca. No se iba a arriesgar a perder a la única amiga que tenía en Maracay… Yo le dije a la conserje varias veces que te advirtiera quién era ella, pero no se atrevió. En fin, disculpa, tú eres una niña de tu casa, alguien tenía que decírtelo”.

Nadie escoge dónde y cómo va a nacer. Yo tuve la suerte de nacer como una “niña de mi casa”. Elena, no. ¡Quién sabe por cuántas cosas habrá pasado! Por eso le gustaban mis historias, vivía a través de ellas.

Un mes más tarde Elena vino al edificio a recoger sus cosas. La vi desde el balcón. Estaba parada en la acera. La llamé, ella volteó y me vio. Le hice señas de que me esperara. Bajé corriendo y ella había entrado al lobby del edificio. Nos abrazamos. Había tenido un varoncito y lo había dejado en casa de su abuela. La felicité. Estaba cambiada. Lucía un atuendo de colores llamativos, ceñido al cuerpo (tenía una figura estupenda) y unas botas de tacón alto. Estaba muy maquillada. Era otra persona, pero a la vez, seguía siendo Elena. Estaba notablemente nerviosa y apurada en irse. Nunca más la vi.

Todas las Navidades pienso en ella. En aquella muchacha linda que fue mi primera amiga en Maracay, cuya ilusión era tener un arbolito de Navidad. Querida Elena, si llegaras a leer este artículo, quiero que sepas que mi afecto por ti nunca cambió. Que nunca te he juzgado. Que estoy segura de que has tenido una vida muy dura y que espero que tu hijito, que ya debe ser un hombre hecho y derecho, haya crecido para ser una persona de bien y que te haya llenado de orgullo. Y, sobre todo, que hayas podido comprar tu arbolito de Navidad grande y bello.

Conoce más de la escritora Carolina Jaimes Branger en esta entrevista en Clímax.

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