Es histórico. El odio, ese instrumento predilecto -junto con el miedo al comunismo y al fascismo, mellizos que se detestan-, hace más daño que la COVID-19 y ha matado a muchísima más gente.
Tarde o temprano -y ojalá sea más bien temprano-, comenzará la reconstrucción de este país nuestro, cuyo paisaje exhibe tantas muestras de devastación. Será una tarea inmensa. Difícil, pero en modo alguno imposible. Creo que en Venezuela -pese a todos nuestros defectos y carencias que ahora, menos que nunca, debemos ignorar- hay bases suficientes para emprender esa reconstrucción. Bases vivas, que se evidencian en la resiliencia cívica, empresarial, laboral, académica, creativa. Esa Venezuela que no se rinde, que no renuncia a ser ella ni se resigna a ser otra cosa.
No es un secreto que he sido opositor al proyecto que se nos ha querido imponer. Que lo fui desde la madrugada del 4 de febrero de 1992 y que, ideológicamente, me produce reacciones alérgicas desde mucho antes, por razones de formación y de vida. Creo que el tozudo empeño en imponerlo es la principal causa de la situación actual y de sus cada vez menos promisoras perspectivas.
Asimilar la lección
Ahora bien, tengámoslo claro, la reconstrucción necesaria no será “borrón y cuenta nueva”. Tampoco restauración del pasado, aunque ya se sabe que es un error pretender despacharlo acríticamente con denuestos propagandísticos o, simplemente, borrarlo. Mucho tenemos que aprender de lo vivido y, en concreto, de esta etapa iniciada en 1999, que no siempre ha sido igual por motivos objetivos y subjetivos comprensibles, pero que siempre fue un proyecto con una intención de hegemonía permanente.
El aprendizaje tiene que ser para toda la sociedad. Para quienes han ejercido el poder y para la proporción de pueblo -al comienzo mayoritaria y ahora reducida- que lo ha respaldado, pero también para quienes nos hemos opuesto y para la proporción de pueblo -poca al comienzo y mayoritaria ahora- que reclama un cambio.
Lo que vayamos a hacer con el país: su nuevo diseño político-institucional, económico, social, sus nuevas políticas públicas en todos los órdenes y el gigantesco esfuerzo nacional que hará falta para adelantarlas, porque, como se sabe, “el diablo está en los detalles”, vamos a tener que hacerlo entre todos.
Entre todos. Con nuestras diferencias, que seguirán existiendo. Entre todos, lo cual comportará dificultades que, en ocasiones, parecerán tan grandes que las creeremos insuperables. Pero que tendremos que superar.
El ineludible reencuentro
¿Reconciliados? No lo veo fácil. Reencontrados, para convivir en un proyecto común plural, no exento de tensiones ni de conflictos. Eso es más factible. Ahí tendremos que repasar y aprender en la práctica, ensayo y error, los usos de la legalidad, de la institucionalidad. Los usos republicanos y democráticos de la igualdad, la justicia, el respeto. Predios de los cuales nos hemos ido alejando, sea a empujones, por tentaciones o deseos de revancha.
A tal fin, vayamos conjurando los demonios del miedo y el odio, otros gemelos que no se reconocen. Con Santo Tomás: “Paciente no es el que no huye del mal, sino el que no se deja arrastrar por su presencia a un desordenado estado de tristeza.” Esta, la tristeza, presenta a la persona un peligro: que su espíritu sea quebrantado “y pierda su grandeza”.