Opinión

El escaparate de Naná

La cuarentena depara sorpresas: la memoria del ser querido atesorada en cajas para las que finalmente hay tiempo de ocuparse. Carolina Jaimes Branger relata aquí el encuentro con el gran amor por su abuela y el dulce ejercicio de la evocación

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carolina jaimes naná

Mi abuela -Naná, como yo le decía- era mi amor, mi modelo, mi confidente. Yo era su “chicle”. Cuando éramos pequeños vivíamos en casa de ellos, y cuando nació mi hermano Ricardo, un año después que yo, pasé a dormir con ella y con mi abuelo Abo. Como yo era muy miedosa, era una felicidad dormir acompañada.

Unos años más tarde construimos nuestra casa en el terreno de al lado y yo seguía durmiendo con Naná y Abo. De adolescente empecé a dormir en mi casa cuando llegaba tarde de las fiestas. Pero cuando Abo falleció, más nunca dormí en mi casa, sino con Naná. Ella se fue prematuramente, tres años después. Pero la disfruté al máximo. Aprendí de ella miles de cosas hermosas. Me dio un amor infinito, me consintió hasta donde no pudo más, fuimos abuela y nieta, amigas y compañeras.

Heredé su escaparate, que antes tenía mi mamá. Un hermoso mueble Chippendale, de tres cuerpos, con espejo en el medio. Cuando llegó a mi casa, traía embaladas dentro varias cajas con los objetos de ella. Recuerdo que en aquella oportunidad abrí la primera caja, llena de álbumes de fotos viejas, la volví a cerrar y me prometí abrirlas cuando tuviera más tiempo para ordenarlas. Mientras tanto, permanecerían así.

Pero como sucede con las cosas que no son urgentes, lo fui dejando hasta que cayó en el olvido. Pasaron muchos años, hasta que llegó la cuarentena. Esa cuarentena que podía haber sido un suplicio –para muchos lo ha sido- para mí ha sido una bendición. Porque antes de la cuarentena siempre tenía algo que hacer fuera de mi casa. Ahora he redescubierto cuánto la disfruto. ¡Y cuánta falta le hacía a mi casa que yo estuviera pendiente de ella! ¡Hasta he cocinado, yo que detestaba cocinar!

Después de haber reorganizado los muebles y ordenado los clósets, llegué al escaparate. Sentí un olor familiar al abrir sus puertas. Era como si el perfume de Naná hubiera decidido instalarse ahí para siempre. Tuve nostalgia de su compañía, de sus conversaciones hasta pasada la medianoche, de los libros que intercambiábamos porque ambas éramos grandes lectoras.

La primera caja era la de las fotos. Álbumes de portada de cuero, con páginas de cartulina negra separadas por un papel de seda encerado. Allí aparecía ella, bella y elegante como siempre fue. En su compromiso, en su matrimonio. Cuando nació mi tío Rafael, cuando nació mi mamá. Fotos de mis tíos, mis primos, y amigos de la familia, casi todas, por la época, en blanco y negro.

Había una “iluminada” (así le decía ella), de cuando se disfrazó de Tosca, la trágica heroína de Puccini. Estaba firmada por Manrique, el fotógrafo de moda en la Caracas de los años veinte y cada vez que Naná la enseñaba, contaba una anécdota de la que se sentía muy orgullosa: cuando Manrique la estaba retratando, llegó al estudio el barítono italiano Titta Ruffo a tomarse las fotos para la prensa y los programas de la temporada de ópera que estaba por estrenarse en el Teatro Municipal. Un ayudante vino a avisarle que ya el señor Ruffo había llegado. Manrique salió a recibirlo y cuando regresó de vuelta, lo traía consigo: “venga para que vea esta Tosca venezolana, señor Ruffo… ¿qué le parece?”. Titta Ruffo se acercó a mi abuela, se la quedó viendo, volteó hacia Manrique y le respondió: “pues que con esta Tosca no quisiera ser Scarpia, sino Mario Cavaradossi”.

En otra de las cajas estaba primorosamente envuelto el “espejo del terremoto”. La familia de Naná era originaria de Cumaná (ella fue una de las primeras que nació en Caracas) y ese espejo había pasado de mano en mano durante varias generaciones, con su historia: en el terremoto de Cumaná de 1629, la tierra se abrió y se tragó la casa. Cuando excavaron, encontraron casi todo destrozado, excepto una mesa redonda que aun tenemos y el espejo, milagrosamente intacto. Busqué limpiador de plata y empecé a pulirlo con inmenso cuidado. Tuve que darle varias manos para que volviera a brillar, pero finalmente lo logré. Lo que sí está opaco es el vidrio, que acusa el pasar del tiempo. Sin embargo, al pararme en la luz logré verme y pensé en todas las mujeres de mi familia que, como yo, se vieron reflejadas en él durante más de cuatrocientos años de historia de la familia.

En otra caja había varias botellas de perfumes, todas vacías, pero que mantenían su fragancia. Me imagino que se evaporaron, porque eran nuevas. Las de Naná eran Joy de Patou y Chanel No. 5. Las de Abo, Jean Marie Farina, de Roger Gallet y una de Guerlain que no tenía etiqueta, pero cuyos frascos tenían abejitas en relieve y me encantaban. Fue como volver a mi infancia. Allí estaban ellos de nuevo, arropándome con su amor y su bondad.

Así fui abriendo caja por caja. En una había un recibo de la tintorería del vestido de novia de mi mamá, y eso que Naná nos había jurado que ella “había botado todo” para que cuando ella se muriera no hubiera nadie revisando sus cosas.

La última que abrí fue la más importante. Adentro había cuatro cajas de zapatos forradas con papel contact, y etiquetadas con su letra de primorosa caligrafía: “Cartas de Herci” (mi mamá), “Cartas de Carolina”, “Cartas de Ricardo” y “Cartas de Rafael” (mis hermanos). Nosotros éramos sus únicos nietos.

Me levanté del piso y me senté con mi caja de cartas afuera en el corredor. Allí estaba todo lo que yo le había escrito desde que aprendí a hacerlo. Mis primeros intentos con letras enormes que todavía no habían decidido si se inclinaban hacia la derecha o hacia la izquierda. “Naná”… “Carolina”… y unos dibujos horribles –siempre fui mala dibujando- donde estábamos representadas ella y yo, siempre con un corazón en el medio. Unas recetas de cocina inventadas por mí, donde, por ejemplo, decía que una torta había que sacarla cada dos minutos del horno para ver si ya estaba lista. También estaban todas las tarjetas que le hice para el Día de la Madre. Las cartas que le mandaba cuando estaba de viaje una de las dos. Unas boletas y unas medallas del colegio mías. Una reseña de sociales donde yo había salido retratada. La lista de los aceptados en la Simón Bolívar y en la Metropolitana, donde aparecía yo. Fotos mías de todas las edades. En fin, era como una línea de tiempo de mi vida, metida en una caja.

En el fondo había un sobre pequeño, de cartulina beige, que decía de su puño y letra “Carolina”. Lo abrí. Adentro había una tarjeta suya donde había escrito “Nunca te olvides lo mucho que te amo”.

Era precisamente lo que necesitaba en esos momentos. Desaparecieron como por arte de magia la angustia por el coronavirus, la situación del país, la incertidumbre. Me sentí como una niña pequeña de nuevo, rescatada de uno de sus miedos nocturnos.

Abracé la tarjeta contra mi pecho… y lloré.

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