Rubén Ochoa salió de la ducha, se secó el pelo negro y empapado con una toalla y la amarró en torno a su cadera. Entonces, corrió las cortinas de su cuarto y dejó entrar la luz mañanera sobre su cama desecha. Puso las manos sobre su cintura y exhaló, observando el contraste que hacía el azul del cielo de diciembre con los edificios de ladrillo de La Tahona: casi contra la ventana, su panza en formación y el cuerpo desnudo bajo la toalla; como en un acto desafiante de poderío fálico sobre esa urbanización tan escuálida y tan tranquila.
“No joda”, pensó, “hace cinco años estarían haciendo ruido y tocando cacerolas en día electoral”.
Se puso unos zapatos Valentino fosforescentes, una correa brillante Gucci (que hacía juego con el descomunal logo de su franela) y unos bluejeans YSL mientras aferraba su Audemars Piguet platinado en la muñeca. Tenía un solo deber que cumplir ese domingo: votar en las elecciones parlamentarias, otro show más, y asegurarse así su nuevo guiso. Uno bueno, bueno, de verdad.
“Gran vaina”, se dijo: “Todo por la corona”.
Rubén, que ahora vivía en un apartamento de cientos de metros, decorado con cuadros pop de Mr. Brainwash y Alec Monopoly (y dos esculturas de gorilas fosforescentes de Justine en su terraza), nació en una familia de clase media cuyos viajes anuales a Disney World y la posibilidad de cambiar carro se había hecho más ínfima con el pasar de los noventa. Estudió en un colegio fantasma de Caurimare, cerca del pequeñísimo apartamento de sus padres (dueños de una papelería), donde no había los apellidos de abolengo ni las rumbas en La Esmeralda a las cuales se acostumbraría después. Tan solo un niño Sterling, expulsado del Cumbres por sus malas notas y puesto allí como castigo por sus padres millonarios y desinteresados.
De allí se fue a estudiar administración en la Santa María –empezando una serie de negocios efímeros y comerciales que le brindarían su primer carro, un Fiat – y posteriormente, gracias a los contactos logrados en sus cortas aventuras laborales, consiguió la gallina de los huevos de oro que era Cadivi.
“Sí, soy cadivero”, le dijo una vez a una sifrina con la que salió por tres días, “y me sabe a mierda”.
Los presupuestos inflados, la mercancía abandonada en galpones, habían sido su boleto a la fábrica de sueños. Bendito petróleo, bendito Estado: vinieron las avionetas privadas, los Rolex y Franck Muller, las rumbas con molly y tusi en Saint Barths y Mónaco, los litros de champaña con luces en Nueva York, la bucólica mansión en las riberas de Miami Beach y los tríos sexuales –motorizados por la cocaína– con putas de dos metros de alto y tetas esféricas. Es más, hasta había sido recibido con brazos abiertos por la burguesía caraqueña: por mucho que mentasen a nuevos ricos y enchufados, como él, mientras pedían a gritos un nuevo carmonazo.
Pero allí se había afincado Rubén: bailando merengue pegado con chamas graduadas del Merici en matrimonios en la Monteverde y en casonas de estilo hispánico en Lomas del Mirador, jugando golf en pantaloncillos con directores de Fedecamaras, almorzando en San Pietro con dueños de rabiosos periódicos opositores, brindando en clubes campestres y recibiendo a las caras guapas del este en festejos salpicados de Dom Perignon en su casa. En fin, reinando en las esquinas opíparas de los dominios de la escualidarria y sus placeres oligárquicos.
Hasta se había empatado con una de ellos, Cristina Canaveri –una sifrina catira, hija de industrialistas italo-venezolanos– que le terminó por presión familiar y luego emigró al barrio de Salamanca en Madrid.
“Todavía te vistes como un nuevo rico”, le dijo ella al acabar su relación, pero al menos él ya no usaba mocasines.
Algo de miedo debía haber allí, sospechaba Rubén; temor a revivir el escandaloso incidente que su amiga Corina había pasado en las protestas de 2014 luego de poner un post en su Instagram con el “SOS Venezuela” y la bandera: un acto miope, considerando su noviazgo con Leonardo Pérez-Butler, un rico de la Cuarta que se había enchufado a través de guisos del sistema eléctrico para salir de la quiebra familiar. La foto terminó circulando en cuentas anónimas de cientos de miles de seguidores en Twitter y sus propios amigos la descuartizaron públicamente en los comentarios.
Pero hasta eso había quedado atrás: como Cristina, los habitantes del Country y Valle Arriba –aunque muchos de los suyos también se hubiesen conectado a la regleta revolucionaria, esperando salvar sus imperios en decadencia y gremios quebrados– lentamente le habían dado la espalda desde esos meses tensos de bombas lacrimógenas y estudiantes asesinados del 2017. Ahora, muchos pretendían que nunca lo habían conocido, ni invitado a sus bautizos ni bebido hasta vomitar en su casa: ¿Qué importaba?, pensaba Rubén, si de todos modos la mayoría se habían ido a Miami y a Madrid a esperar el día después que él sabía que nunca llegaría. Ingratos.
El dedito púrpura
Acompañado por sus escoltas, dos esbirros con bolsos de cuero cruzados, Rubén se bajó de su mamotreto de Toyota blindado y acorazado y –con la máscara de tela puesta– entró a la discreta fachada de su colegio, centro electoral por el fin de semana, bajo árboles frondosos.
Adentro encontró tan solo desolación y a un par de guardias nacionales famélicos; un panorama drásticamente diferente al de años anteriores cuando pululaban viejas de El Cafetal, adecos furibundos y señoras con gorras de la bandera hablando de la fiesta democrática, tomándole fotos a sus deditos llenos de tinta e invocando al arcángel San Miguel cuando entraban a votar. Se habían desvanecido las colas escuálidas: delante de él, tan solo un tipo flaco.
“Buenos días”, le dijo el hombre.
“Buenas”, respondió Rubén.
“Felicidades por venir”, le respondió el hombre asintiendo con la cabeza, “Claro que sí, hay que votar. Yo voy a defender mi derecho al voto, a la democracia… ¡No hay que cederle espacios al régimen!”.
“Así es”, respondió Rubén con sonrisa falsa.
“Claro que sí, eso es lo que quieren los cubanos”, le dijo el señor: “Y a mi nadie me quita mi derecho, mucho le dijeron loco a Capriles, ¡Pero sí que sí!”.
“¿Sí que sí qué?”, se preguntó mentalmente Rubén, que se limitó a sonreír. “Bruto de mierda”, pensó, “al menos los maricorinos y guaidolovers saben que esta vaina no sirve para un carajo”.
El hombre entró a votar, a pretender su derecho en un teatro electoral. “Yo sólo vengo a votar para enviarle la foto al ministro”, se dijo mentalmente, “que vea que cumplo con mi vaina y me entregue la concesión”.
La concesión: el salvavidas de riqueza en los pozos de mercurio y paludismo del Arco Minero, la nueva guacharaca de los huevos de oro que sacaría a Rubén de la quiebra. Atrás habían quedado los días de fortuna y yates, de regalar brazaletes Cartier a posibles noviecitas y carteras Chanel a meseras de El Cine. El derroche pasó factura y el deprimente prospecto patético de volver a la clase media se alzaba en el horizonte de Bodegonzuela. Hasta la visa americana había perdido: “Mi vida ahora es rumbas de esas de láseres verdes en el Humboldt con tusis mal vestidas que dicen Pecsi en vez de Pepsi”, dijo una vez: “ y a mí que me gusta tanto una sifrina”.
Entró a votar y vio el arcoíris de partidos en la pantalla: pensó en los tres candidatos a diputado para su distrito. La misma chavista simpática de apellido armenio que lanzan en todas las jornadas electorales para el este de Caracas, una tusícrata de uñas fucsias y largas por el Primero Justicia falso y un tipo con los labios reventando de fillers por el Voluntad Popular de cartón. El PSUV en varios colores.
Marcó a la chavista sin disfraz, metió el dedo en tinta, se tomó un selfie, lo mandó al ministro por Whatsapp y salió de allí, hacia la calle.
“¡Colaboracionista!”, lo sorprendió un grito furioso de voz de vieja. Rubén, confundido, levantó la mirada sin mucha expresión para encontrar a un equipo de cuatro señoras con cacerolas, cucharas y tapabocas. Arqueó la ceja.
“¡Chavista! ¡Tarifado”, le gritó una gorda con la franela apretada. “¡Le estás dando oxígeno al régimen!”, le reclamó otra, con el pelo pintado de amarillo, mientras aporreaba la olla. “¡Viva Venezuela libre!”, dijo otra. “¡Viva Venezuela libre!”, replicó la que vestía una camisa que decía “Yo lucho por Venezuela”. La tercera sacó su teléfono, en forro rosado, y se le acercó grabando: “¿No te da pena?”, le decía, “¿No te da pena?”. Los escoltas surgieron rápidamente, separando a las señoras y llevando a Rubén al carro.
Se puso el cinturón. “Doñas del Cafetal”, dijo en el carro, chateando en su teléfono. Sacó una curita y se la puso sobre la tinta púrpura en el meñique. Venía preparado, queriendo evitar escraches y escándalos en el este de Caracas. No había servido mucho, estaban en la puerta del centro electoral.
Tras pasar familias escarbando en los basureros, Rubén llegó a su bodegón, lleno de cereales gringos y juguetes Mattel, en uno de los lotes de Las Mercedes que aún no se había transformado en torres de hierro y vidrio. Allí había invertido parte de sus últimos ahorros, esperando asegurar un ingreso.
“Qué mierda esta vaina”, le dijo a su mejor amigo cadivero en una ocasión, “Ahora sí tengo que calarme todos los peos que los bolsas caídos de la mata que se han sudado sus reales siempre se han calado. Hasta las vacunas que tienen que pagar. Y yo al menos tengo palancas, no joda. Me les quito el sombrero”. Quizás era un malestar karmático, pero la frustración había encapotado sus días. Se sentía hasta tonto, sintiendo empatía por “los bolsas caídos de la mata” y extrañando a sus sifrinas escuálidas, a pesar del surplus interminable de tusis.
Sintiendo el aire acondicionado y pasando entre empleados uniformados que lo saludaron, se dirigió a su oficina a hacer ciertas cuentas pendientes y observó a la fauna de sus pasillos de productos gringos: boliburgueses sobrecargados de marcas y prendas estrafalarias, tusis operadas encaramadas en plataformas y los remanentes sifrinos con pintas de jurarse de ‘la sociedad civil’. Entre ellos, captó a Janet, una influencer de su propia casta, mostrando sus quínoas favoritas para sus seguidores en Instagram. “Una pobre caraja aprovechándose de los guisos con las CLAP de su papá, que ahora pretende venderse como high society y hacerle piñatas de circo a sus hijos para ponerlas en redes”, pensó: “Y la gente le sigue el juego, aunque todavía usa abrigos de piel y botas largas de cuero cuando sube a Galipán”. Se rió de su pensamiento: era una copia directa de las diatribas de Cristina.
ACAB
Rubén llevaba quince minutos tratando de negociar con los policías de la alcabala entre Baruta y El Hatillo para que lo dejasen ir sin pagarles un chanchullo ni un coño: que se metan sus frescos por el culo, pensó. La cola de carros avanzaba lentamente y el sol ácido, destellante en el cielo azul caraqueño, iluminaba las hojas de los árboles bajo los cuales la camioneta de vidrios oscuros se había estacionado para ver a los pacos chequear auto por auto.
“¿Tú sabes quién soy yo?”, les dijo en un momento.
“Puede ser la amante de Diosdado, ciudadano”, le respondió el oficial, “pero aún así usted tiene irregularidades y debemos cumplir los procedimientos que indica la ley.”
“La ley”, respondió secamente Rubén, “¿Qué ley ni que coño de madre en este país de mierda?”.
El policía le respondió con un popurrí de argot legalista y palabras técnicas con las cuales sonar como una suerte de autoridad constitucional. Rubén siguió llamando a sus contactos, pero ninguno le atendía: lo habían dejado a la deriva, para celebrar en mítines de gente con camisas rojas donde se pedía a grito limpio el fusilamiento de Guaidó y el interinato.
“Qué quieres, pues”, le dijo, soltando finalmente el orgullo.
“Usted me ayuda y yo lo ayudo”, le respondió el policía.
Rubén sacó unos dólares de su billetera de marca y se los entregó al policía, con descaro y sin disimulo. El policía sonrió, les hizo señales de paso y el carro prosiguió hacia las colinas del municipio.
“¿Realmente vale la pena todo esto?”, se preguntó Rubén: “¿Todo lo que hice y he hecho para terminar viviendo como un preso en un hueco del cuarto mundo al cual ni Fernando del Rincón le para bolas ya? Palestina sudamericana, pero sin cuna del mesías y con putas y éxtasis en Los Roques”.
Entonces, pensó en qué hubiese sido de su vida de haber tomado otro camino: una estabilidad económica decente, quizás con una tiendita en el centro comercial Santa Fe o un taller de carros. Casarse con una esposa modesta que le pusiese las manos en los hombros en momentos de estrés, una Angélica o Jennifer cualquiera. Quizás tener una amante menos plástica. Emigrar a Panamá o a Doral con su esposa, cargar dos hijos en la feria de un centro comercial y manejar una Ford un poco anticuada.
Se sacudió los hombros. “Qué horror”, pensó.
El Club
Hacía rato los congéneres de Rubén –ese estamento que comía caviar mientras pregonaba los milagros del socialismo bolivariano– habían penetrado ese country club: ayudados por quienes ya estaban dentro pero se habían unido al obsceno festín de la corrupción. Por allí, en la fuente de soda frente a los verdes campos de golf, observaba a varios, que –con golpes de pecho– se hacían pasar por opositores mientras firmaban contratos e inflaban números. Uno, entregado a la equitación, había aparecido en un reportaje de Armando Info sobre el saqueo de un banco público. Otro, conocido golfista, había aparecido en más de una ocasión en el Instagram histriónico de Angie Pérez y en los tweets de Alek Boyd. Incluso, a pesar de su apellido conocido, pasaba cierto padre de familia que el escrache digital aún no había alcanzado.
Para Rubén, el escrache no ya no importaba mucho. Hace rato que el país se había convertido en un territorio impune de voluntades violentas donde el periodismo no era más que un hobby sin consecuencias: sin cortes que lo escuchase, sin castigos sociales resultantes, sin escándalo. “¿Qué voy a estar perdiendo tiempo yo en amenazar a periodistas?”, le dijo a su amigo una vez: “Si sus artículos y tweets no pueden hacer nada. ¿Quién me va a meter preso? ¿Guaidó o los marines invisibles de Trump?”.
Abrió Instagram y vio a Janet, la influencer, repartiendo comida entre niños pobres de un barrio como parte de su nueva Fundación. “Al menos yo no soy caretabla, dando migajas de lo que me robé”, pensó, pero una voz femenina interrumpió sus meditaciones.
“Rubén, ¿cómo estás?”, le dijo una señora con pelo oscuro, ojos verdes y licras de gimnasio.
“Epa, señora Hadid. Todo bien gracias a Dios, ¿usted?”, respondió. Era su clienta del bodegón, dueña de un campamento y parte de una de esas familias que aun se negaba a irse.
“Todo bien”, le respondió ella: “Vine a entrenar temprano hoy que es domingo. Un absurdo este show de las parlamentarias”.
“Sí, un absurdo”, le dijo él.
“¿Hasta cuándo?, de verdad”, le dijo ella, “¿cuánto más va a aguantar la gente? Yo de verdad no sé qué va a pasar, pero bueno, mañana a participar en la consulta de Guaidó”.
Rubén asintió con la cabeza. Nunca había entendido esa maña extraña de muchos de pretender que sus amigos de la bolioligarquía, de alguna u otra manera, se eximían de la culpabilidad y la participación; que eran burgueses puntofijistas, como ellos.
“Bueno, nos estamos viendo”, le dijo ella sonriendo, “mira que tengo que pasar más tarde a buscar unos carpaccios”. Y siguió su paso por el club.
Rubén se metió un tequeño en la boca. Entonces, sonó el teléfono.
Era Leonardo Pérez-Butler, su amigo sifrino del guiso eléctrico que ahora vivía tomando Aperol y comiendo jamón serrano en Madrid –emborrachándose en yates en Mallorca con españolas bronceadas y modelos rusas y hasta financiado a políticos opositores, con la esperanza de salvarse de los castigos internacionales– como si nada hubiese sucedido en Venezuela. Además del escrache ocasional de señoras opositoras exiliadas en el Corte Inglés, claro está.
“Marico”, le dijo Leonardo con su acento mandibuleado, “te están reventando en Twitter”.
“¿De nuevo?”, le dijo él riéndose, pensando en unos cuantos tweets que afloraron a los pocos meses de la proclamación de Guaidó.
“No bro, esta vez es peor”, le respondió: “La jeva chavista de Baruta te posteó con el meñique morado en un tweet sobre que los empresarios la apoyan para hacer una clase media socialista o una vaina así”. Tremenda vuelta dio la foto, pensó Rubén, seguramente el ministro se la mandó a la candidata a diputada.
“Marico, estamos en 2020”, le dijo, “Me sabe a culo si la jeva postea eso”.
“Bueno man”, dijo Leonardo riendo, “Es que mal timing: hay un video tuyo saliendo de un centro de votación y un montón de viejas histéricas pegándote gritos”.
Rubén abrió Twitter y vio el video: las viejas rodeándolo y la voz de la que graba diciendo, “¿No te da pena?”. Buscó su nombre: encontró su cédula y tweets diciendo “Rubén Ochoa, acusado de guisar por medio de Cadivi”, “parte de la maraña de excremento que se teje”, “beneficiario de las alianzas que se hicieron en el BCV”, “@SecPompeo deport terrorist Rubén Ochoa who lives in Miami”, fortunas imposibles, nexos inexistentes, una biografía enchufada enormemente más épica y millonaria que su reducida vida provincial. Se río, y siguió leyendo los tweets, las acusaciones, las fotos viejas de revistas sociales donde circulaban su cara, la participación de Nitu, de Carla Angola, de Orlando Avendaño y otros y otros y otros.
Entonces, lo llamó el ministro. Se asustó, sintiendo el corazón acelerado en un rápido instante. Atendió y escuchó la voz del otro lado: “¿Planean cortar lazos conmigo tras este escándalo?”, se preguntó.
“Felicidades”, le dijo el ministro: “Tienes la concesión”.
Sonrió. Quería pararse y pegar un brinco. Pero pidió un Cuba libre, echó un sorbo y siguió leyendo la tormenta de tweets con una carcajada.
Caracas 2027
El reguetón reventó a todo volumen por la casa de muebles de leopardo y luces moradas y verdes. Siete años habían pasado desde la concesión en el Caura, que se estiró hasta arrasar con hectáreas de verde selva, crear lagunas inmundas llenas de mercurio y sacar mucho oro y coltán que hicieron de Rubén un hombre rico de nuevo.
Por la casa, ubicada en una de las nuevas urbanizaciones en los bosques de el Ávila, pululaban mujeres de labios grandísimos, narices radicalmente perfiladas y melenas rubias contra sus pieles tostadas. Con ellas, gordísimos hombres en camisas de botones rojas y hasta la ministra del Poder Popular para Socavar el Cambio Climático y el Capitalismo Ecológico Global usando unos lentes de pasta con el logo de Chanel. En cada esquina de la casa, un televisor con escenas constantes proyectadas por 24 horas de mítines en Los Próceres, discursos de Chávez y la Junta Militar. En ellos, las cámaras del servicio de inteligencia vigilando perennemente –en cada esquina de la casa, hasta el baño; en cada esquina de todas las casas.
Rubén caminó hacia el jardín de eucaliptos, sintiendo el olor fuerte, y notó a dos tusis aspirando un polvo anaranjado de una mesa: 5C-B, la nueva designer drug de moda. Mientras Rubén salía a la noche y pisaba la grama, unos agentes entraron por la puerta sin mucho escándalo, usando cascos negros y armazón, y se llevaron a un funcionario moreno, calvo y con lentes simples a -muy seguramente- un campo de exterminio.
“Uno más”, se dijo Rubén, “algo malo habrá dicho”.
La fiesta continuó, como si nada.
Las mujeres se rieron con Rubén mientras bajaba su cabeza, ponía su dedo contra la nariz y aspiraba el polvo naranja. “¿Realmente valió la pena?”, se preguntó, mientras las risas de las mujeres se hacían en slow motion y todo parecía deformarse y estirarse hasta hacer los dientes de ellas gigantescos y sus voces gravísimas mientras aparecían destellos verdes y azules.
Rubén se acercó a una de ellas, deforme en sus ojos y con falda cortísima, y puso su mano en su entrepierna mientras la besaba en el cuello. La mujer reía y reía y reía. “¿Realmente valió la pena?”, volvió a pensar lo que no podía decir en voz alta.
Habían rematado a PDVSA a los rusos, el Guri a Beijing y Canaima en parcelas a iraníes, chinos y turcos, mientras Estados Unidos, cada vez más con una sociedad más fragmentada, se había olvidado –como casi todo el planeta– de ese estado fallido en el Caribe. La prioridad de los drones de Biden eran las aldeas del mundo islámico y Kamala, que estaba pronta a terminar su controvertida presidencia, hacía lo mismo. “¿Valió la pena tanto?”, se preguntó mentalmente mientras mordía el cuello de la mujer, “¿Entregar tanto? ¿Renunciar tanto? ¿Terminar aquí?”.
La creciente popularidad de Ivanka Trump para las elecciones presidenciales de 2028, y su necesidad de ganar al casi millón de venezolanos-americanos de Florida, aterraba a algunos sátrapas nuevos de esa Caracas de supermercados iraníes y superpantallas de vigilancia (con su nuevo rascacielos Huawei). “Es otra ronda de bluff”, decía Ruben, “ya nada irrumpe este aburrimiento de mierda”. Siguió entonces besando a la mujer, viendo los destellos y sintiendo que los rostros eran máscaras y pensó, de nuevo, si aquello, todo aquello, realmente había valido la pena.
Así, despegó los labios, observó las champañas derramadas, tomó una copa y la bebió de un sorbo. La espuma se derramó sobre su camisa de seda.
“Sí”, se dijo, “sí valió la pena”.