Opinión

El efecto bodegón

Las cosas están mejorando, le dijeron a Ricardo Adrianza. Pero este coach lo duda pues, a su decir, la larga lista de problemas aniquila cualquier proyección positiva acerca del país y su futuro inmediato

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el efecto bodegón
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A diferencia de muchos, tuve la fortuna de reencontrarme con mi familia en un año tan difícil como lo fue el 2020 y la suspensión de vuelos extendió mi alegría por un periodo de dos meses. Como es de esperarse, reencontrarme con el país —en la Venezuela actual— supone abrocharse el cinturón y montarse en una montaña rusa de curvas y bajadas inesperadas.

Aunque en mi argot personalísimo se incluye la frase de “las comparaciones son odiosas”, el choque de precios y la visual de largas colas de vehículos en busca de combustible, me aterrizaron muy rápido en el país que dejé tan solo dos meses atrás, y me llevo a comparar, automáticamente, con mi experiencia de viaje. Lo que percibes de golpe y porrazo no da mucho margen para la reflexión.

A propósito de la reflexión, en una conversación casual y ante mi denodado interés de situarme exactamente en los últimos acontecimientos —para ajustarme tan pronto como la situación lo permitiera— recibí como respuesta: “las cosas van mejorando”.

Esta sentencia —diría, fulminante— hizo contraste con mi mirada a un país marcado por la indolencia, las injusticias, y los sinsabores de vivir bajo un gobierno que no garantiza, eficientemente, el acceso a los servicios públicos más elementales, por decir lo menos.

Juro que esa conversación se quedó grabada en mi mente y de seguidas, intenté refrendarla con hechos legítimos. Quería creer que fuera así, entender qué había cambiado, y encontrar la sorpresa que justificara tan optimista conclusión.

Desafortunadamente, no conseguí ninguna. Dicha afirmación solo estaba respaldada por “al menos ahora se consigue comida”.

Esa frase, seguramente inoculada en una absurda mayoría de la población, choca con los múltiples imponderables que existen y me empujan a concluir que nada ha cambiado, y que la percepción de mejoría no puede endilgarse a una ciudad forrada de bodegones.

Un país “mejor” es mucho más que ver la proliferación de estos negocios, que toparnos con establecimientos que exhiben carros de lujo y que divisar edificaciones en fases de construcción que lanzan un mensaje de bienestar que colida con una población mayoritaria que no tiene acceso a nada. El derecho a la alimentación no significa que existan comercios, más bien la garantía de que todos podamos tener acceso.

Un mejor país es sinónimo de impecables sistemas de educación y salud, ambos, arrasados por una revolución que no solo ha convertido a los venezolanos como los reyes de la diáspora, sino como una sociedad enferma por el virus de la inacción y el conformismo.

inacción

El efecto visual de “bienestar” que promueven los bodegones y el regocijo de unos pocos quienes han acumulado fortuna accediendo a jugosos contratos, no puede en modo alguno sustituir los contratiempos e incertidumbres que vivimos a diario los venezolanos: el país con la más alta inflación del planeta, el país donde la moneda de curso legal es prácticamente inexistente y nadie la quiere, donde se tranzan las operaciones comerciales en dólares, que es la moneda del país —según la teoría chavista— que nos ha llevado al colapso económico, donde los hospitales carecen de los insumos básicos, donde millares de profesionales de la salud han emigrado, donde los maestros cobran menos de 5$ mensuales, donde los conductores y peatones no respetan las reglas de tránsito, donde el combustible es escaso y se siembran largas colas en las calles aledañas para mutilar las horas dedicadas el trabajo, donde obtener el pasaporte o la cédula es toda una aventura, donde las oficinas públicas solo trabajan medio día y funcionan según el humor del funcionario que las dirige, donde el acceso al crédito es inexistente, donde los jóvenes no tienen esperanza de crecer, donde el plan general de la inmensa mayoría es “sobrevivir, y así un sinfín de eventualidades que aniquilan cualquier visual optimista, y peor aún, del futuro que nos espera.

Esto, sin mencionar los pronósticos poco alentadores esgrimidos por economistas, en cuanto a los factores macroeconómicos y de inversión.

Me disculpan los optimistas y los que promueven, con aplaudible entusiasmo, que nos acercamos a una era mejor, pero la larga lista de problemas aniquila cualquier proyección positiva acerca del país y su futuro inmediato.

En contraste, ruego por mi equivocación, y al igual que muchos sigo apostando al país y su gente. No obstante, es indispensable que primero asimilemos — sin adornos — la aplastante realidad que nos agobia y nos exprime la esperanza.

Yo, por mi parte, seguiré insistiendo y mostrando a los más jóvenes que, afortunadamente, existen otras realidades y sociedades que funcionan como nos merecemos los venezolanos.

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