Opinión

A Mikel de Viana, S.J. In Memoriam

A propósito del fallecimiento de Mikel de Viana, esta columna trae una breve y profunda anécdota dedicada a su memoria y el impacto que causó en la vida de sus conocidos y alumnos

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Mikel de Viana

Permítame un par de advertencias previas, antes de que empiece a leer este artículo. La primera es que no fui un amigo cercano del Padre Mikel de Viana. No pude alcanzar a serlo porque, cuando comencé a dictar clases de derecho laboral en la misma Escuela de Ciencias Sociales de la que él también había sido docente, ya Mikel había partido hacia el exilio.

La otra advertencia que debo hacerle es que lo que usted está a punto de leer no es una semblanza de la vida y obra de Mikel De Viana. Si eso es lo que desea, le recomendaría entonces ir al sitio Web elucabista.com, donde encontrará una breve biografía de este fascinante personaje, muy bien escrita, por cierto.

También, si lo prefiere, puede usted deleitarse con las lúcidas y sentidas palabras del Padre Luis Ugalde, pronunciadas en la homilía de la misa que se celebró el pasado 14 de agosto, a propósito del fallecimiento de Mikel, acaecido en Bilbao, España, apenas unos días antes.

Lo que entonces usted sí va a encontrar en este escrito es una breve anécdota dedicada a la memoria de Mikel de Viana, a través de la cual me gustaría compartirle cómo fue que este extraordinario personaje logró impactar en mi vida y me ayudó también a verla desde una perspectiva diferente.

La primera vez que vi al Padre Mikel de Viana no fue en la Universidad Católica Andrés Bello, de la que ambos fuimos egresados y docentes en la misma Escuela, sino cuando todavía cursaba mis estudios de secundaria en el Colegio Claret del Alto Hatillo.

Se celebraba entonces “la semana de los valores” o algo parecido; y entonces el colegio se puso a organizar un ciclo de conferencias con el objetivo de exaltar la importancia que tenían las normas morales en la vida de las personas.

Recuerdo que algunas charlas resultaron especialmente aburridas, mientras que otras se convirtieron en interminables sermones, a través de los cuales se nos reprochaba por nuestra rebeldía sin causa; por nuestro incontrolable deseo de cuestionar y cambiarlo todo; por nuestros alborotos hormonales y por tratar siempre de marcar distancia de las generaciones anteriores.

En otras palabras, se nos reprendía por ser jóvenes.

De manera que “la semana de los valores”, pronto se convirtió en una actividad cuya única misión era la de rescatar a las ovejas extraviadas para irlas incorporando nuevamente al rebaño y vigilar que se mantuvieran siempre obedientes dentro del mismo.

Sin embargo, debo reconocer también que no existe un público más difícil y exigente como aquel que está conformado por jóvenes de cuarto y quinto año de bachillerato. En efecto, recuerdo cómo cada expositor era sometido a la más despiadada de las críticas de mis compañeros quienes, sin mostrar compasión alguna, deshacían con comentarios hirientes al conferencista de turno.

El último día, se nos dijo que la conferencia de clausura estaría en manos de un sacerdote. Pensé entonces que esa sería la guinda de la torta, y que todavía nos faltaba por escuchar la mayor reprimenda de todas: la del cura.

Fue así como, mientras se nos conducía al auditorio del colegio, en perfecta formación, con pantalones azules de tela, chemises beiges, medias blancas y sin rayas, e impecables mocasines, mi inconsciente comenzó entonces a tararear aquella canción de Sentimiento Muerto, llamada “Educación Anterior”, en la que se decía, en algunas de sus estrofas: “Yo oigo el sermón, el cura habla de salvación. No me dan tiempo para pensar, porque más claro no me pueden hablar…Mi padre quiere que me ponga a estudiar, que me gradúe en la universidad, que un título pueda sacar…etc., etc.”.

Pero cuando llegamos al auditorio la cosa resultó muy diferente a como me la había imaginado. Allí estaba esperándonos un joven y poco convencional sacerdote jesuita, bastante diferente al perfil de los curas claretianos a los que estábamos acostumbrados.

Cuando comenzó su conferencia, la conexión con el público fue entonces inmediata.

Este jesuita realmente lograba entendernos, sabía lo que queríamos y necesitábamos, y decía cosas interesantes que tocaban, además, temas trascendentales para nosotros.

No había venido a sermonearnos, ni para hablar paja o decir pendejadas, vino a traernos un mensaje que pondría de cabeza nuestras vidas.

Fue así como aquel difícil público de jóvenes claretianos, poco a poco fue rindiéndose a los pies de Mikel. Recuerdo cómo cada frase suya era interrumpida por un estruendoso aplauso y por una algarabía que comenzó a inquietar a nuestros profesores.

La charla de Mikel fue profunda, sincera y cargada de muchísima realidad. Su discurso echaba por tierra muchas de las teorías tradicionales que, hasta ese momento, habíamos escuchado sobre la moral. Cada palabra suya se convertía en un torpedo que fue derrumbando, una por una, las ideas preconcebidas que habíamos escuchado apenas unos días antes.

Nos habló sin ningún tipo de miedo y sin dudar al momento de formular sus duras críticas. Cuestionó abiertamente el sistema educativo venezolano, ante los rostros atónitos de los sacerdotes y maestros claretianos. Jamás olvidaré, por ejemplo, cuando dijo que nunca había podido entender cómo se nos podía obligar a estudiar Historia, cuando todavía nosotros mismos no habíamos alcanzado a construir una propia.

Ya de adulto, jamás he podido dejar de pensar cuán absurdas resultaron, ciertamente, aquellas clases de “Cátedra Bolivariana”, a través de las cuales se buscaba adoctrinarnos desde jóvenes, para alcanzar fines que distaban mucho a los de conocer nuestra propia historia.

También nos dijo que los valores tenían que ver con aquello que uno es, con lo más íntimo de nuestro ser. Gastamos nuestro tiempo y nuestra vida en lo que realmente valoramos. Uno da la vida por lo que ama, y uno solo ama lo que valora, decía con tono emocionado.

Nos habló de la moral desde una perspectiva sociológica y nos dijo que para saber si algo es moral o inmoral, teníamos primero que constatar si el hecho afectaba o no a la sociedad. No tenía idea de que aquella sería mi primera clase de Introducción al Derecho, que luego continuaría con mis estudios en la UCAB, de la mano del inolvidable Luís María Olaso, S.J.

Además, Mikel criticó duramente el individualismo y la frivolidad de las clases medias venezolanas, afincándose en la necesidad de conducir a nuestra sociedad hacia un plano más societal y menos particularista, con un tipo de relaciones más complejas a las puramente familiares y primarias. Dijo entonces que debíamos procurar el encuentro con otras personas, más allá de nuestro entorno familiar y de amigos.

No importaba si se trataba, por ejemplo, de participar en un grupo de criadores de perros mastines del pirineo, si eso era lo que realmente nos gustaba, porque después de hablar de aquello que nos era común con las demás personas, por más exótico que fuera, comenzaríamos entonces a cuestionar todo aquello que nos incomodaba de nuestro entorno, para inmediatamente después empezar a impulsar los cambios.

Poco le interesó a Mikel guardar las formas aquel día, o usar un lenguaje políticamente correcto. Fue a decirnos las cosas tal y como las pensaba, sin tapujos, ni frases elaboradas o palabras rimbombantes.

Y no vayan ustedes a creer que nos salvamos de la respectiva reprimenda sacerdotal. La de él fue la peor de todas, aunque esta vez no se nos regañaba por nuestra rebeldía juvenil o por querer cambiar las cosas a nuestro alrededor, o por desear hacer de nuestras vidas algo realmente diferente, sino que Mikel nos recriminó por estar haciendo, precisamente, todo lo contrario.

Nos reclamó por nuestra apatía y pereza frente a los cambios que se estaban produciendo en nuestro entorno, justamente cuando la sociedad venezolana comenzaba a resquebrajarse.

Nos regañó también por conformarnos a ser parte de una sociedad tan frívola y plástica.

Nos dijo que éramos nosotros, los jóvenes, los responsables de cambiar las cosas y nos reclamó por no habernos revelado con más ímpetu en contra de aquello sobre lo cual no estábamos de acuerdo.

En aquella época, se habían puesto de moda los grafitis callejeros, una actividad que, al principio, fue rechazada por los caraqueños y castigada duramente por la policía. Pero Mikel no tuvo miedo de manifestarse a favor de los grafiteros aquel día.

Nos dijo que disfrutaba mucho viendo sus murales porque a través de ellos se lograba expresar libremente el arte y el pensamiento. Y para reafirmar aún más su reclamo por nuestro exagerado conformismo e indolencia, nos dijo entonces que entre todos aquellos grafitis, había uno que tenía un mensaje especial para nosotros. Uno que estaba ubicado en la autopista de Prados del Este y que decía: “ARRÉCHATE COÑO”.

Su discurso se convirtió así en una invitación a la rebelión contra los modelos tradicionales y los paradigmas que nos habían sido impuestos. Mikel nos invitaba, sin disimulo alguno, a salir de nuestra zona de confort para revelarnos contra una secular característica de la sociedad venezolana: la resistencia al cambio.

Es curioso, porque apenas unos días antes se nos criticaba, precisamente, por todo lo contrario. Se nos había reprendido por una supuesta rebeldía que, en realidad, no teníamos, porque si algo nos echó en cara Mikel aquella mañana, fue que muy poco de rebeldes habíamos tenido.

Ya a esas altura de su discurso, la quijada del rector del colegio tocaba casi el suelo, mientras que mis compañeros rompían con aplausos cada palabra o frase del expositor. Nunca, pero nunca, ningún regaño nos resultó tan placentero y enriquecedor, como aquel sacudón que nos propinó Mikel de Viana aquella mañana.

En busca de respuestas

Al llegar a la Universidad Católica Andrés Bello, a mediados de los 90, pude comenzar entonces a estudiar su obra en la Cátedra de Introducción al Estudio del Hombre, que se daba como seminario a los estudiantes de Derecho. Y allí me di cuenta de cuán profundas eran sus reflexiones, así como de la complejidad del personaje.

No era un charlatán o un individuo con simples habilidades discursivas. Era un ser humano que iba a buscar las explicaciones en lo más hondo del pensamiento.

Más adelante, con la misma sinceridad intelectual y el valor con el que nos confrontó aquel día, Mikel se opuso también al socialismo del siglo XXI. Su discurso envolvente y lapidario pronto se volvió incómodo para el régimen, tanto como para ser obligado por su congregación a irse al exilio tras las amenazas del Gobierno.

Cuando ingresé como docente en la Universidad Católica Andrés Bello, en 2006, juré entonces que jamás olvidaría aquella experiencia colegial que tuve con Mikel de Viana y que recordaría siempre que la verdadera misión de un docente es la de inspirar a sus alumnos para que sean ellos los grandes protagonistas de la historia. Lo demás es puro cuento y alimento para el ego de los profesores.

Desde entonces, mi tributo a Mikel de Viana es que cada vez que me paro frente a mis estudiantes, hago el mayor esfuerzo posible para no quedarme en la simple explicación de cómo deben ser interpretadas las leyes, sino que trato de impulsarlos a dudar siempre de ellas y a enseñarles a que no deben tener miedo de transformarlas.

Mikel de Viana

Los amigos de Mikel de Viana dicen que la causa de su muerte podría haber sido la tristeza por tanto exilio. El padre Ugalde lo dijo con una frase demoledora:

“El exilio hiere el alma y se vuelve más doloroso cuando la dictadura se prolonga indefinidamente”.

Tal vez, la última lección que nos dejó el Padre Mikel de Viana fue precisamente esa: que también de nostalgia mueren las personas.

Me uno a toda la comunidad ucabista, así como a la Compañía de Jesús, por tan irreparable pérdida. Que el Señor lo reciba en su Santa Gloria.

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