Opinión

Recordando diálogos

Hace unos cuantos meses, presionado por el ambiente insurreccional de las calles y la presencia internacional, el presidente venezolano, Nicolás Maduro, llamó a un ejercicio similar a una especie de dialogo nacional. El historial tuvo varios capítulos.

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Seguramente, aconsejado por sus asesores, Maduro debe haber hecho un esfuerzo personal especial para reunirse con personas que le iban a decir cosas que no quería oír. Aunque él ya las supiera: Presidente, con todo respeto, Venezuela está muy mal; el país vive una crisis cambiaria e inflacionaria de extrema gravedad; el desabastecimiento está superando el 40 por ciento; los índices de violencia social y descomposición son insoportables; las medidas que su gabinete ejecutivo está desarrollando profundizarán la ruina nacional.
De todo hubo en aquellas conferencias en Miraflores, porque fueron varias. Empresarios que pensaron que el gobierno iba a rectificar; conferencias religiosas de otras latitudes, procurando alivianar los ánimos; partidos políticos y alcaldes que querían normalizar sus relaciones con el ejecutivo para poder trabajar. La mayoría de los asistentes a aquellas reuniones guardaba la esperanza de que el motor natural de la conflictividad política y social de estos años dejara de enviar señales perturbadoras. También había, cómo no, oportunistas clásicos, equilibristas existenciales, trapecistas de toda laya, de los tantos que han existido en el país toda la vida. De esos que, súbitamente, descubrieron que en la Oposición “no hay una narrativa”. Parecen muy astutos, pero son bastante más tontos de lo que parecen, después de todo.
El gobierno escuchó sereno el aguacero de señalamientos, todos muy escrupulosos en los términos, pero de una matriz incontestable. En su fuero más íntimo, por muy afecto que sea a sus convicciones, Maduro tiene que saber que sus decisiones están produciendo un grave cataclismo social y económico. Por mucho que el chavismo amenace y censure, la crisis tiene en la calle una velocidad de cocción que todo el mundo padece y conoce.
Cuando las calles se cansaron, el mismo gobierno que había suplicado a la nación entera “un compromiso político para enfrentar a la violencia fascista” en nombre de “este pueblo, que pide la paz”, olvidó por completo de aquella herramienta, a partir de entonces denominada, de nuevo, “diálogo burgués”.
La crisis que se expresa en la calle no tiene que ver con la ausencia de fármacos, repuestos automotrices; la delincuencia; el asalto a las arcas nacionales y el agravamiento del panorama productivo. Los disturbios de esos días eran obra de la violencia fascista de la derecha sifrina, amiga de Uribe, completada contra lo nacional.
No hubo autocríticas. No hubo decisiones contra la corrupción. No hubo rectificaciones económicas. No se dijo la vedad. No hubo un nuevo tono para el diálogo institucional. No hubo más diálogo. El gobierno decretó la “reanudación de faena” y continuó tranquilo con su proyecto de destrucción nacional.
Como no la volvieron a llamar, la Oposición también se fue para su casa.

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