Cinemanía

“Springsteen: Música de ninguna parte”, una tarea bien hecha pero sin pulso emocional

Remontando como puede el sobresaturado género del biopic musical “Springsteen: Música de ninguna parte” intenta sonar distinta. Para eso, el director y guionista Scott Cooper, aborda la figura de The Boss (Jeremy Allen White) durante un periodo decisivo, pero la melodía de la película desafina más de una nota

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“Springsteen: Música de ninguna parte”, dirigida y escrita por Scott Cooper, es un biopic, pero también una reflexión sobre el estilo de vida norteamericano. Una vuelta de tuerca que brinda a la película una mayor personalidad de la que suelen tener producciones al estilo. En lugar de abarcar toda la vida del artista — interpretado con alegría, vigor y entusiasmo por Jeremy Allen White — la cinta se concentra en un periodo específico: los primeros años ochenta, cuando Bruce Springsteen buscaba redefinir su sonido y su identidad. 

Por lo que Cooper decide filmar al mito desde la intimidad, apostando por el silencio y la contención antes que por los excesos habituales del género.

La decisión es inteligente (y lo logra que la música se vuelva un hilo conductor), pero falla a media en captar lo que en primer lugar hace a Springsteen extraordinario: su subversiva energía y negativa total a ser encasillado en un punto de la cultura pop. 

De modo que lo que debería sentirse como una inmersión honesta en el proceso creativo del músico termina siendo una versión correcta, pero carente de energía. El resultado es una biografía musical que suena más a eco que a voz propia, con el riesgo de que el espectador experimente la misma fatiga que el propio Springsteen en su encierro creativo.

Una mirada que se queda corta 

En otro giro original, la cinta comienza cuando ya el artista alcanzó la cima. Acaba de terminar la gira The River Tour, y el escenario se muestra como un espacio donde el cantante parece consumir su alma en cada acorde. Pero, tras el rugido del público, llega el silencio. Ese vacío creativo que precede al siguiente disco se convierte en el verdadero conflicto de la película. Springsteen se refugia en un apartamento en Nueva Jersey, intentando dar forma a nuevas canciones.

Entre cintas de cassette, lecturas de Flannery O’Connor y una copia de “Badlands” de Terrence Malick, el músico pelea contra los recuerdos de su infancia y el peso de un padre autoritario, Douglas (Stephen Graham), y una madre resignada, Adele (Gaby Hoffman). Cooper plantea este período como una confrontación entre el artista y sus fantasmas, pero su aproximación es más literal que emocional. Los recuerdos, filmados con un exceso de nostalgia, funcionan más como ilustraciones que como heridas.

En vez de explorar la complejidad mental de un creador atormentado, la película parece empeñada en cumplir los pasos del manual del biopic. Lo que podría haber sido una disección profunda de la inspiración se queda en un retrato de superficie, tan pulcro como predecible.

El punto más interesante de “Springsteen: Música de ninguna parte” aparece cuando la narrativa se centra en la creación de “Nebraska”, ese álbum minimalista que rompió con la exuberancia de “The River”.

Cooper muestra cómo Springsteen registra maquetas en una grabadora casera, alejándose de la perfección técnica que el sello discográfico esperaba. Jon Landau (Jeremy Strong), su mánager y productor, intenta equilibrar la visión artística de Bruce con las demandas de la industria.

La tensión entre ambos genera los mejores momentos del film: conversaciones íntimas donde se percibe respeto, amistad y frustración. White y Strong logran que esas escenas respiren autenticidad, algo escaso en el resto de la película. Aun así, Cooper no escapa del formato rígido del biopic tradicional. Hay metáforas visuales obvias — la mansión en la colina, el padre borracho, la carretera vacía — que subrayan demasiado lo que el espectador ya entiende.

El intento de capturar la depresión y el perfeccionismo de Springsteen resulta mecánico, como si la película no confiara en el poder del silencio que tanto busca representar. Cooper sabe dirigir actores, pero parece temer el vacío emocional, y eso, tratándose de una historia sobre aislamiento y búsqueda interior, pesa más que cualquier nota mal afinada.

Elegante y previsible

Scott Cooper ha construido su carrera sobre personajes rotos que buscan redención. Desde “Crazy Heart” hasta “Antlers”, sus películas giran en torno a personajes rotos y fragmentados. En ese sentido, Springsteen encaja perfectamente en su galería de figuras melancólicas. Sin embargo, su dirección aquí es tan correcta que termina siendo inofensiva. No hay riesgo ni sorpresa.

Cooper filma con elegancia, pero también con una previsibilidad que convierte la tragedia en trámite. La puesta en escena es funcional, los encuadres se sienten estudiados y el ritmo mantiene una linealidad casi televisiva. El problema no es la falta de talento, sino la falta de audacia. Cooper parece entender demasiado bien el canon del biopic musical y, en lugar de desafiarlo, lo reproduce con precisión académica.

Su aproximación recuerda más a una tarea bien hecha que a una obra con pulso. Irónicamente, el cineasta que alguna vez hizo vibrar a Jeff Bridges en “Crazy Heart” parece aquí incapaz de encontrar el pulso emocional de Springsteen. La película tiene momentos que prometen profundidad, pero los abandona justo cuando podrían romper la monotonía. Es cine profesional, sí, pero carente de ese espíritu indómito que definía a Bruce. Un fallo imperdonable a la hora de retratar a uno de los grandes artistas del siglo XX.

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