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Fran Beaufrand, una criatura sofisticada en la fauna caraqueña

Con su muerte, el fotógrafo Fran Beaufrand deja tras de sí, una alargada herencia de buen gusto, sofisticación y elegancia visual. Pionero en lenguaje fotográfico, también analizó a la imagen con un discurso que todavía sorprende por su originalidad y vanguardia

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En el documental Zoológico de Fernando Venturini, la escena artística de la Caracas de la década de los 80 se muestra en todo su esplendor. En plena resaca del boom petrolero, convertida en un punto insular de lujos incalculables, pero sin perder su aire salvaje, la ciudad era un punto intermedio y volátil de un grupo de creadores que necesitaban definir su lugar en el mundo. Pero, en realidad, uno de los puntos más resaltantes del documental, convertido en mítico en el exiguo apartado cinematográfico venezolano, fue anunciar el futuro. A las voces y tendencias de las próximas décadas, las que darían un punto novedoso a un país mixto y en constante aprendizaje. Y uno de esos rostros, era el de Fran Beaufrand, quien entonces era un creador visual que se atrevió a rebasar la línea costumbrista de un país conservador.

Como una criatura exótica, el fotógrafo explicó su forma de ver la realidad, la belleza y la necesidad de profundizar en ella, de un país vanidoso. «La elegancia está en todas partes», decía, en un primer plano borroso, «pero tienes que saber encontrarla». Tuvo algo de profética la frase. Beaufrand llevó a toda una generación de nacientes libres pensadores a un punto de elegancia hasta entonces poco visto en nuestro país.

Venezuela, cuna de documentalistas y de cronistas de realidad política, sabía entonces muy poco sobre el glamour de la pasarela de moda, de la exquisita atemporalidad de imágenes capaz de transgredir la moral de un estrato cultural sobrio y además, seducir. El fotógrafo marabino logró todo eso y demostró que un tipo de fotografía nueva podría tener lugar en el país.

Beaufrand ponderó sobre la belleza femenina y la elegancia como una pieza artística. Ensamblada y reconstruida como un mensaje conceptual muy definido, que combinaba el trópico con una sutileza ingrávida. No hay nada casual en sus imágenes, fruto de un experimento de laboratorio químico y uso de la luz. Mucho menos, improvisado. Al contrario, la tensión en sus puestas en escena le permitió elaborar un estilo personal perdurable. Una estética que dialogó con la percepción de la moda como un reflejo cultural, pero también, de la fotografía como un vehículo de contradicción, discusión y deliberación de la idea estética.

Para el fotógrafo, que creció en la Venezuela del brutalismo, de la vulgaridad de los petrodólares, del «ta’ barato, dame dos», la imagen se transformó en una noción sobre la identidad que medita sobre lo atractivo — o lo que consideramos que lo es — desde un espacio casi tenebroso.

Beaufrand sacó a Venezuela del oscurantismo de la fotografía como herramienta y lo convirtió en arte. Y esa elucubración — como si se tratara de una hipótesis sobre la cualidad de la luz y la sombra para crear un lenguaje —  es su elemento más reconocible.

Un hombre que soñó con la elegancia

Beaufrand era un artista educado para transformar un estrato artístico y estético que necesitaba renovación. Fue un alumno destacado de la Escuela Cristóbal Rojas. Siendo muy joven comenzó por analizar la imagen como un hecho de su tiempo. Pero no solo de las calles o sucesos violentos, sino de la expresión de lo exquisito, un sesgo poco común en la Venezuela obsesionada con sus luchas y heridas.

Una vez en la Escuela de Artes de la UCV (Universidad Central de Venezuela), su estilo bebió de Avedon, Lillian Bassman y también de pintores renacentistas y artistas de vanguardia en una mezcla poco usual. Por último, cursó diseño gráfico en el Instituto Neumann. Después de allí, la historia. De las primeras fotografías experimentales, saltó al estudio de Halston en Nueva York, Dior y brindó realce a diseñadores como Ángel Sánchez o Margarita Zingg.

Pero en esencia, Beaufrand dedicó esfuerzos a un hito sobre el sentido de la belleza, en un país obsesionado con la laca, los zapatos altos y las misses. Tal vez por eso todas sus fotografías tienen el mismo aire etéreo. Pero en lugar de apostar por la delicadeza tópica, lo hizo por lo espectral, lo ligeramente siniestro y fantasmal. De manera que cada una de sus imágenes son pequeñas creaciones de luz y sombra, de belleza extraordinaria, pero también con un dejo decadente y oscuro inexplicable. En vida, Beaufrand dijo que intentaba aspirar a lo misterioso a través de lo intangible.

Para Beaufrand, fotografiar no era un acto sencillo ni mucho menos anecdótico, era una percepción sobre la realidad que elaboraba teorías e hipótesis muy precisas sobre la identidad colectiva. Apasionado e inquieto, trabajó en el desarrollo de formas innovadoras de reportaje, crónica, documento.

Bajo su mirada nada estaba fuera de la percepción fotográfica: cada elemento de la realidad estaba sujeto a su interpretación visual y a la posibilidad de crear una comprensión artística mucho más poderosa.

El resultado fue una búsqueda insistente sobre lo humano y sus implicaciones estéticas, pero también una reformulación de la realidad a través de lo fotográfico.

«La moda es muy poderosa y para mí representa estatus social, imagen profesional, imagen de poder y poder adquisitivo», dijo para Vogue con motivo de su ya icónica exposición Layers. El legado que le sobrevive demuestra no sólo que logró encontrar un insólito equilibrio entre el lenguaje y la técnica fotográfica, sino algo más sutil y profundo que define su trabajo al completo.

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