Opinión

Westworld: el simulacro del Miss Venezuela

¿Qué fue lo que vimos en el Poliedro? En esa suerte de amor-odio que sentimos casi todos por el Miss Venezuela, no se puede resistir el impulso de llegar hasta el final de la transmisión buscando lo que falta. O lo que se cree que alguna vez estuvo

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AFP
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Las misses –con hombreras y vestidos de ondas– parecían un anacronismo de los tiempos de Luis Herrera Campins y Jaime Lusinchi. Pero sus bailes, torpemente descoordinados, eran más bien una quimera frankensteiniana entre una coreografía de Tropicana de Joaquín Rivera, voguing y un concierto de Chino y Nacho. Además, junto a las misses sustraídas de 1980, bailaban mujeres semidesnudas y hombres en chores plateados: como bailarines de Lady Gaga hace diez años. Era un arroz con mango visual en el escenario del Miss Venezuela 2022, celebrando sus setenta años de existencia y regresando al Poliedro de Caracas después de ocho años de debacle económica.

Las misses,como antesala a la segunda venida de Maite Delgado –vestida de pajarraco rojo y con su grito de “¡Buenas noches Poliedro!” como el momento más emocionante de la noche– y quizás acorde a sus looks ochenteros, cantaban el clásico cuartarrepublicano del certamen:en una noche tan linda como esta, cualquiera de nosotras podría triunfar, ser coronada Miss Venezuela en una noche tan linda como esta…

Pero la apertura, entre los bailarines espaciales ideados por la más trastornada mente tusi y las reinas de belleza de la Venezuela Saudita, parecía más una alegoría del dilema del Miss Venezuela: tambaleando, por un lado, en un pasado glamuroso de mujeres monumentales diseñadas para representar el impulso emergente y cinético de un país del Tercer Mundo y, por el otro, en la tusicultura de excentricidades de botox, carillas y ropa de seda neón que se ha transformado en el establishment de la Venezuela de perestroika.

Porque el Miss Venezuela 2022 es una suerte de simulacro de algo que existió en el pasado: es como una recreación de la Cuarta República hecha por Disney –como su Main Street U.S.A. que recrea un Estados Unidos idealizado de 1910– para el parque temático del Venezuela Se Arregló. Allí coexisten –en un plano liminal histórico– Maite Delgado, el jingle clásico de Venevisión y los vestidos de los ochenta con los animadores de chaquetas con lentejuelas, los cantantes sacados de los Premios Pepsi y los bailarines de estética tusi. Es un Westworld, el futurista parque temático de la serie de HBO que imagina un mundo que ya es historia.

Es que el Miss Venezuela de hoy es un artefacto profundamente posmoderno. Es una monstruosidad cultural donde todo puede pasar, en contradicción y simultáneamente al mismo tiempo; en diferentes planos que se chocan, se estrellan, se mezclan y hasta se revuelven. Tiene el doble código de la arquitectura posmo, que puede ser un cisne y un hotel al mismo tiempo, y la plétora de referencias que se puede encontrar en «Los Simpsons».

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La nueva Miss Venezuela Diana Silva (Yuri CORTEZ / AFP)

Basta con ver el show de celebración de los setenta años: un tal Luis Gerardo Moreno, vestido como miembro de Oasis, que parecía prometer –esperenzándome– un concierto de rock alternativo. Hasta que, de pronto, comienza a tocar “Sabana” de Simón Díaz y aparece un tal Juan Miguel vestido de la versión tusi de Neo, directo de la Matrix de Venevisión. ¡Resuena la música tradicional, aparece Neo plateado, a su lado canta un miembro de Oasis y de fondo las pantallas muestran fuego!

Pero el festival posmo no termina allí: irrumpe Sixto Rein con una variante de uniforme policial con la bandera de Venezuela en el hombro y el pelo recogido en un moño de samurai: una pinta fascista, quizás la más acorde de la noche al estado del país. Y siguen más cantantes, aparentemente compitiendo quien puede lograr el look más tusi-estrambótico, la más Premios Pepsi, acompañados por un sinfín de bailarines que estimulan la vista hasta emborrachar a la audiencia: bailarines de Britney del 2002 haciendo pasos de rock, bailarines que parecen la versión diva de personajes de Star Trek, joropo sexy, joropo tradicional y hasta ropajes barloventeños. Y termina el show, caen miles de globos del tricolor nacional, y el animador grita: “¡Arriba Venezuela!”.

Es un sueño de fiebre, con visiones infernales, en la mente de algún estilista del Altamira Village.

Además, el sinfín de animadores –Maite, clase a parte– alimentan la locura posmo del Miss Venezuela: las mujeres vestidas como Jessica Rabbit –pero con vestido transparente que revela toda la ropa interior blanca y un pelo absurdamente rubio– y los hombres con chaquetas con lentejuelas, cuellos de seda o cortes napoleónicos. Ellas, entrevistando a diseñadores “de alta moda” y estilistas –igualmente estrambóticos– y ellos prometiendo convertir el Poliedro en una mega-iglesia: “¡La gloria de Dios, Poliedro!”, dice uno, antes de agradecer a los jóvenes “que se quedaron” en Venezuela. El otro, agradece a Dios y canta un “en Venezuela” que concluye la fusión extraña entre evangelismo y patrioterismo. Bertucci pa’ animador.

Ellos, sobre todo, hacen que el Miss Venezuela termine pareciendo una escena de The Capitol en “The Hunger Games”: la capital de lujo estrambótico, con peinados extraños y trajes de colores, en la distópica y desigual nación de Panem. Accurate.

Dicho todo esto, hay que darle mérito al evento por tratar de levantar la cabeza una vez más: aunque sea como simulacro. El Poliedro es un símbolo monumental. Y el retorno de Maite, quizás el último símbolo del Ancien Régime que se mantiene, es un hito por sí solo: capturando la atención de los venezolanos en Venezuela y en el exterior hasta incluso convertirse en trending topic en España. Hubo una intención, hubo un esfuerzo, y merece su reconocimiento. Además, y esto debe recalcarse, el Miss Venezuela ha buscado encontrar un nuevo propósito existencial en un país puesto de cabeza y en un mundo cambiante donde los concursos de belleza son cosa de otros tiempos.

Por ello, y esto lo aplaudo, es gratificante ver a las misses en comunidades vulnerables de Caracas y las regiones –por medio de la iniciativa Yo Sueño, Yo Puedo– enseñandos a niñas sobre prevención de embarazos, educación sexual, autocuidado del cuerpo e incluso “cuidar y cultivar” la salud mental. Recordemos, y quizás aquí nace una raíz importante de nuestro deslave nacional, que somos el país de Latinoamérica y el Caribe con la segunda tasa más alta de embarazos adolescentes.

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¿Para quién fueron los votos del jurado?

El Miss Venezuela está buscando insertarse en el mundo contemporáneo. Está tratando de quitarse esa mancha, ese olor persistente, que los escándalos de prostitución del 2018 y el subsecuente desplome del régimen de Osmel dejaron en su imagen. Porque las misses –que no logran sacudirse el estigma de presuntamente provenir de una fábrica de prepagos– alguna vez transmitieron una imagen de dignidad, una representación de lo mejor que ofrecía una Venezuela con promesa de futuro. Decía Osmel que eran “imágenes con las que podamos soñar” y diosas bajadas del Olimpo; eran el símbolo de una nación pujante, rica y democrática.

Así que, aunque el Miss Venezuela ahora tenga un jurado de personalidades reconocidas y respetadas, todavía debe hacer más: debe encontrar una sintonía estética, debe deshacerse de la tusicultura, y debe repensar su propósito –por ejemplo, conectándose a una agencia internacional de modelaje, quizás convertiéndose en una suerte de «Venezuela’s Next Top Model».

El evento de los setenta años pudo –manteniendo su modernización, hasta rockerización, de clásicos musicales– deshacerse del show estéticamente sin pies ni cabeza y hacer en cambio un homenaje a las reinas pasadas por medio de dopplegangers (como el tributo a Britney Spears en los VMAs de 2011) y conseguir alguna suerte de armonía de estilo visual entre los diferentes cantantes. O traigan a Lasso, pongan un show tipo Cirque du Soleil e inviten a algún capitulo remoto de niños de El Sistema a tocar alguna sinfonía en la coronación. Purguen y sacúdanse.

Porque, aunque el Miss Venezuela nace de un rol anacrónico de la mujer, es un evento que ha significado un pilar cultural de los venezolanos.Decía Juan Nagel en Caracas Chroniclesen 2012 que el Miss Venezuela era un ritual nacional como el Super Bowl de Estados Unidos y los partidos de fútbol de España: en uno, las mujeres desarrollan habilidades y se preparan físicamente para ganar una competencia. En otro, los hombres desarrollan habilidades y se preparan físicamente para ganar una competencia. “¿Hay realmente una diferencia?”, se preguntaba Nagel, “¿Es una obsesión nacional realmente mucho más aceptable que otra?”. Nuestro primer experimento democráticouniversal fue la elección de una reina de belleza para la Serie Mundial de Béisbol Amateur en Caracas en 1944, los buques de la PDVSA azul llevaban nombres de reinas de belleza y una Miss Universo por un momento dominó las encuestas presidenciales.

Por supuesto, ya más nunca habrá una Bárbara Palacios, una Irene Sáez o una Maritza Sayalero. Pero –en este Poliedro vacío, consecuencia de entradas caras para un país sin poder adquisitivo, que erróneamente se creyó elVenezuela se arregló– hubo chance de elegir una reina memorable: Miss La Guaira, belleza negra que representaba el triunfo de una verdadera venezolanaechada pa’ lanteproveniente de Catia; o a Miss Delta Amacuro, con su carisma de antaño y su pelo corto y rojo que rompía con cualquier molde preexistente de nuestras reinas. En cambio, con el mismo look habitual de los últimos veinte años y a pesar de no tener el voto del jurado, la corona se la llevó Miss Distrito Capital. En el simulacro, en aquel parque temático, volvió a triunfar el campo del extermino de la singularidad que alguna vez ideó Osmel Mengele.

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