Opinión

"El hombre de los sueños": el vicio de la fama instantánea

Ser famoso hoy es una profesión establecida y el sueño de toda una generación. El director Kristoffer Borgli toma esto y lo convierte en la más rara y oscura comedia protagonizada por Nicolas Cage 

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Paul Matthews (Nicolas Cage), el personaje central de «El hombre de los sueños», tiene ese tipo de rostro que nadie recuerda. No es muy bueno en lo que hace. Como discreto profesor de biología, su vida transcurre en un salón de clases lleno de  desanimados  alumnos y carga con la sensación que su vida no va a ninguna parte. Por otro lado, su intimidad peca de gris y plana. En más de una ocasión, dirá en voz alta lo que parece el resumen de su existencia: “No soy real a menos que me tropiece con alguien”.

Así que una súbita oleada de reconocimiento gratuita es el obsequio menos esperado — y el que más agradece — este hombre que nunca supo destacar por sí mismo.

Lo que Paul no espera es que el reconocimiento sea por algo que no controla ni sabe qué lo provoca. De un día para otro, comenzará a aparecer en los sueños de la gente, lo que le volverá el individuo más popular del mundo y el único capaz de presumir de poder recorrer los lugares más íntimos de los que le rodean.

Por supuesto, esta alegoría a la necesidad de ser público, alabado y querido no tiene mucho de original. La frase ya es un cliché: todos tendremos alguna vez 15 minutos de fama y reconocimiento. Lo decía Andy Warhol, obsesionado con ambos temas y lo afirmaron las generaciones siguientes, que refinaron el arte de la notoriedad vacía con una habilidad cada vez mejor lograda.

Sería en los últimos treinta años cuando la idea de la celebridad instantánea, ser famoso solo por la necesidad de serlo, encontró el lugar ideal para prosperar. El director Kristoffer Borgli lo sabe y transforma lo que podría ser un drama de fantasía o directamente de terror en una alegoría incómoda sobre el porqué la celebridad sin motivo es la mayor aspiración contemporánea. Desde los que se arrojan en saltos imposibles, se muestran haciendo el ridículo, detallan su vida privada para ser insultados o consolados, hasta los que comen carne cruda y van descalzos con la cámara en la mano para no perder detalle de la “aventura”.

El éxito se traduce en likes y comentarios, en discusiones y relevancia. Y por último, en la necesidad de ser visto, comprendido, compadecido u odiado. Cualquier cosa, menos la indiferencia.

Borgli lleva todo escenario a su película “El hombre de los sueños”. El patio de recreo de la trama es, además, el inconsciente colectivo. Paul, calvo, de mediana edad, que jamás ha tenido un triunfo, atraviesa los sueños ajenos con la misma pasividad patética con que vive su vida. Camina, despacio y sin mirar a nadie, mientras alguien conduce un coche en la oscuridad o un aeropuerto onírico se hace mil pedazos frente a los aterrorizados ojos del que sueña.

Pero Paul no hace nada, no interviene en nada, no aporta nada. Solo es una imagen en la que proyectar, en la que los agobios cotidianos pueden ser una sombra. De modo que Paul puede ser malo, bueno, heroico, según lo necesite el durmiente. Pero nunca otra cosa que un objeto, un accesorio, una huella sin mayor valor. Que está ahí y es relevante por lo que puede provocar.

Fama, pero a qué precio

Lo que, claro, es una alegoría a las redes sociales. Paul encuentra la celebridad llegada de ninguna parte. Es aire caliente. Una fama que se reproduce en la atención general sin que sea una verdadera ganancia. ¿No es eso en la actualidad un tipo de profesión? Las grandes plataformas, cada vez más llenas de alicientes para el ridículo redituable, para premiar los escándalos y la discordia que se convierte en monetización, son ideales para los controversiales. Pero también, para quienes decidieron hacer de lo desagradable, lo exagerado y llamativo, una forma de profesión.

No es necesario ser talentoso para ser famoso. Y ser famoso no es requisito de calidad o atributos. Solo es la cualidad de ser muy visible — y muy notorio — sin apenas esfuerzo.

Paul resume todo eso en su capacidad para estar todos los días en los sueños ajenos. El guion, que también escribe el director, es una travesía por la histeria de la novedad, la morbosidad de la necesidad de saber, la afición a mirar a otros a través de lo que descubre y comparte. Cada vez que Paul debe enfrentar el comentario de “anoche, soñé contigo”, también acepta lo que lleva aparejado eso. Anoche soñé contigo y sabes qué hice, lo que deseo, lo que necesito, lo que anhelo.

Poco a poco, la película cambia de registro y pasa de comedia satírica a mostrar tintes de terror tradicional. Sin embargo, jamás deja de ser una queja burlona, acrítica y levemente perversa, acerca de por qué queremos ser reconocidos.

Lo quieren los que duermen y sueñan con Paul, que le convierten en confidente y luego enemigo. Lo quiere el mismo personaje, que de pronto es el centro de todos los debates y opiniones. Como lo deseaba, como lo aspiró, como lo intentó hasta el cansancio. Pero solo lo logró gracias a los sueños — esperanzas y temores — de alguien más.

Como es previsible, este horror psicótico va a terminar mal. Pero antes, Paul encarnó a todas las celebrities instantáneas, a los tontos útiles de las redes sociales, a los que devoran huesos y tripas sin masticar, para volverse un ídolo blando. Al final, “El hombre de los sueños” deja claro su espeluznante mensaje. Todos vamos a ser famosos en esta época en la que solo se necesita un teléfono para lograrlo. La pregunta es, a qué costo.

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