Sexo para leer

#SexoParaLeer: "Pase a la siguiente caja"

Aletargada por la asfixiante rutina de trabajo en una agencia bancaria, Mónica ha descubierto una forma bastante creativa de aprovechar las horas perdidas. La culpa y las responsibilidades bursátiles se desvanecen cuando cruza la puerta del gerente general

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Texto por: Vivian Stusser

No tenía por costumbre mirar hacia la cola. Menos aun cuando sabía que tendría que irse y que por esa razón aquellas personas deberían esperar por más tiempo. Se sentía culpable al ver sus caras de fastidio cuando ella colocaba contra el vidrio de la ventanilla el cartel que indicaba que esa caja dejaría de funcionar. No tenía idea de qué la había hecho mirar justo ese día. Recibió la llamada mientras atendía a un motorizado de esos que traen un montón de depósitos y ya la ansiedad se la estaba devorando. Cuando terminó con el hombre y tomó en sus manos la tablilla, un inusual impulso la hizo alzar la vista. Y allí estaba Diego. Era el primero de la larga fila que esperaba su turno.

Probablemente había dejado pasar a varias personas, calculando hasta que le tocara su caja. Pero a Mónica, el gerente la había mandado a llamar y ella tenía que irse. Sus muslos estaban mojados desde que escuchó por el teléfono la voz de la secretaria, avisándole que él la requería.

Siempre que recibía el llamado, tenía que hacer un gran esfuerzo para que el cliente de turno no se percatara de su repentina turbación y también para que los billetes no se escurrieran de sus manos vacilantes. Terminaba la transacción en curso y colocaba el aviso de caja cerrada. Y casi corría a su encuentro.

Cuando entraba, ya el hombre la estaba esperando junto a la puerta. Pasaba el seguro y la arrimaba a la pared. Ella se colgaba de su cuello, colocaba sus piernas alrededor de sus caderas y cerraba los ojos, mientras él la penetraba con fuerza y sin preámbulo alguno. Nada de besos ni caricias, nunca una palabra ni un gesto de afecto. Pero el goce que le hacía experimentar no era de este mundo.

Todo había comenzado un par de años atrás. El gerente estaba recién llegado y todas sus compañeras comentaban que era un atraco. La primera vez que Mónica lo vio, tuvo que reconocer que en verdad era muy atractivo, pero en su caso la cosa fue más allá. Cuando sus miradas se encontraron, de inmediato sintió que un extraño pase de corriente se establecía entre ellos y luego una inexplicable inquietud apenas la dejó pegar un ojo esa noche.

Al día siguiente, el hombre la mandó a llamar a su despacho. Cuando entró, no lo vio en su escritorio y de inmediato sintió su presencia a su espalda. Ni siquiera le pasó por la mente oponer resistencia cuando unas manos que sabían muy bien lo que hacían desabrocharon su pantalón y lo dejaron rodar por sus muslos que, inexplicablemente, ya comenzaban a humedecerse. La colocó contra la pared y sin contemplación alguna, la penetró desde atrás.

No la besó, ni siquiera en el cuello, a pesar de que podía sentir su aliento sobre él, y sus manos solo la tocaron en el sitio donde aferraron sus caderas para facilitar la penetración. Pero a medida que el hombre se movía en su interior, el placer comenzó a apoderarse de Mónica en oleadas cada vez más fuertes y para cuando lo escuchó jadear cerca de su oído, había alcanzado niveles tan altos que casi creyó perder el sentido.

Cuando todo acabó, él se apartó, se acomodó la ropa y sin una palabra, se fue a su escritorio. Mónica, aun con las piernas temblorosas por la magnitud del orgasmo, tuvo que reponerse y salir como si nada hubiera pasado.

Después de esa primera vez, la cosa comenzó a repetirse unas dos veces a la semana, aunque siempre variaba los días y las horas, lo que lo hacía bastante impredecible. Pero Mónica aprendió a estar preparada. Para facilitar las cosas comenzó a ir a trabajar con falda y cuando recibía el aviso, antes de llegar a su oficina pasaba por el sanitario y se quitaba la pantaleta. Estaba lista.

Nunca supo si sucedía con alguien más de la agencia y tampoco intentó descubrirlo. No amaba a aquel hombre. Jamás se vieron fuera del banco ni lo echaba de menos en sus vacaciones. Pero él solo tenía que llamarla y ella acudía sin pensarlo. Hoy era la primera vez que vacilaba. Se preguntó qué sucedería en caso de no ir. ¿Y si se molestaba y no la buscaba más?

Eso la preocupaba y no solo por dejar de sentir aquel placer delirante. Aunque no era su motivación esencial, sabía que mientras las cosas siguieran así, su empleo estaba garantizado y también su evolución laboral, aún en aquel ambiente tan competitivo. Había comenzado como operadora telefónica y ya era cajera. Pronto ascendería a promotora de negocios. Y todo eso, a cambio de pasársela tan bien. No, no valía la pena arriesgarse.

El único problema era Diego. Lo amaba y le dolía que aquella relación casi perfecta tuviera que verse empañada por su traición. Él era el hombre de su vida, el que había elegido para ser el padre de sus hijos. Solo faltaba que le pidiera matrimonio. Pero no se decidía. Solía alegar que todavía no estaba listo, que tenían que disfrutar más antes de asumir un compromiso tan serio. Y otros pretextos por el estilo. Ella trataba de no usar esa insatisfacción para aminorar su culpa, pero en cierta forma aquello la compensaba. Así que se tragaba sus remordimientos y seguía con su secreto a cuestas.

¿Qué habría venido a hacer Diego a su banco? Rara vez lo hacía, ni siquiera tenía cuenta allí. Se fijó y le pareció distinguir un cheque en su mano. Seguramente tenía prisa por cobrarlo y aprovechó para saludarla. ¡Qué mala suerte que apareciera en ese momento! Porque una cosa era engañarlo a sus espaldas y otra lanzarle en la cara el cartel de caja cerrada e irse a fornicar con su jefe en sus mismas narices. Aunque él no tenía por qué enterarse. En definitiva ella estaba en su trabajo y bien podía tener una reunión urgente. Pero igual se sentía horrible por hacerlo.

Tenía solo unos segundos para pensar. Y a pesar del nerviosismo, no pudo dejar de evocar lo que esperaba allá adentro, y algo que no era su cerebro terminó de tomar la decisión por ella. ¡Qué diablos! No iba a perderse algo tan bueno nada más por intercambiar unas sonrisas con su novio, mientras contaba su dinero y se lo entregaba. Igual no confesaría haberlo visto y pronto otro cajero lo atendería y se marcharía.

Estaba decidido. Colocó la tablilla contra el vidrio y sin mirar atrás, se esfumó en dirección al baño. Diego alzó la vista de la revista que leía y notó que la caja de Mónica estaba vacía. “Ni siquiera me vio”, se dijo, encogiéndose de hombros. “Debe ser que aún no es el momento”. Aunque el cajero de al lado estaba llamando al “Siguiente”, dio media vuelta y caminó hacia la salida.

Antes de arrugarlo y lanzarlo en una papelera, contempló por última vez el cheque con que había planeado sorprender a su novia. En lugar de su nombre y los números habituales, una frase lo atravesaba de lado a lado: “¿Quieres casarte conmigo?”.

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