Venezuela

El valor de la intimidad

Dos hijos varones de tres y cinco años, la madre, la hermana, el ‘Negro’ y ella, confinados en un espacio de 20 metros cuadrados en los que se reparte una pequeña habitación y la salita única y principal, donde atienden el negocio. Así vivía en la Torre de David Lisbeth Tailor, de 31 años. Llegó con su pareja, Ender Puertoreal ‘el Negro’, a “la Toma”, como ella prefiere llamarla, en 2012, en principio a un espacio de una amiga. Luego pudieron comprar el suyo propio.

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Foto: Alejandro Cegarra

Lisbeth, caraqueña, se crió en el sector José Félix Ribas, en Petare, el barrio (favela) más grande de América Latina. Pasó por muchos sitios en Caracas hasta que, finalmente, se marchó con Ender a Anaco, en el estado Anzoátegui. Se fueron en busca de trabajo y de un alquiler que pudieran permitirse. Durante un tiempo viajaron los 390 kilómetros que les separaban de la capital para ver a sus hijos, a veces el fin de semana, otras, en un viaje de ida por vuelta los sábados.

Un día regresaron a Caracas. “Era muy difícil encontrar dónde alquilar, porque nadie te abre las puertas si tienes chamos (niños), o tienes que pagar una fianza de siete meses y no teníamos la plata”, dice Lisbeth. Los primeros días, ella y su pareja se alojaban en los hoteles que hay en Plaza Venezuela, algunos destinados a la ‘alta rotación’ para albergar parejas por horas. Chequeaban en la noche y en la mañana se iban con lo puesto y una mochila. El resto de los enseres estaban en casa de su madre, quien se ocupaba de los niños.

“Un día una amiga me dijo que tenía un espacio en la Toma. Me dio miedo al principio, por todas las historias que había escuchado”, cuenta quien fuera en su día luchadora de boxeo, buscapleitos y malaconducta. Pero fue la mejor solución. Cuando tuvieron su propio espacio, se trajeron a los niños. Y empezaron a buscar cómo ganarse la vida. Ender lo tenía fácil. Cuando estuvo en la cárcel en Estados Unidos durante dos años, aprendió a tatuar. En Puerto Rico, de donde es, perfeccionó la técnica. También pone piercing y arregla ordenadores.

Con la mezcla de orgullo y humildad que dan el haberse criado en un barrio y haber salido adelante, Lisbeth dice que no le da vergüenza fregar suelos, limpiar a personas o hacer de camarera. “Vergüenza no es trabajar, vergüenza es robar, pero sé que con el Negro no hay problema, él sabe de todo y nosotros resolvemos”. Y mientras Ender hacía tatuajes –durante su estancia de dos años en la Torre calcula que tatuó a más de 1500 personas-, Lisbeth vendía maltas, refrescos y chucherías.

A la madre de Lisbeth, Liz Tailor, la sacaron de la casa en la que vivía y se fue a la Torre de David con otra hija, con deficiencia mental. Cuantas más personas, menos intimidad tenía la joven pareja. “Llegó un momento en el que el Negro y yo éramos más amigos que otra cosa, no podíamos hacer nada porque, si no estaba mi madre, eran los niños, y si estábamos solos durante el día, teníamos que atender el negocio”.

Cuando Lisbeth entró por la puerta de su nueva casa, en Ciudad Zamora, no podía creérselo. Solamente su habitación ya era más grande que el habitáculo que dejaba. Sus hijos, que antes no hacían sino ver televisión por cable y dvd en el ‘apartamento’, y jugaban fuera las horas en las que podían tener supervisor, ahora trotan en la calle. El mayor se ha metido en un equipo de fútbol que han organizado entre los nuevos habitantes de Ciudad Zamora.

“Tengo mi privacidad y, después de mucho tiempo yendo de acá para allá, tengo mi casa, que voy a pagar de a poquito, pero mi casa. Es una tranquilidad”. Y sonríe mientras prepara los arreglos para hacer una parrilla de domingo.

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