Venezuela

Un costeño en la Torre

Luis Alfonso observa el horizonte a través de un ventanal que nunca tuvo vidrios. Detalla cada rincón de Caracas con sus ojos azules enmarcados en arrugas. Lleva en la ciudad unos meses y apenas ha podido recorrer sus calles, ni tan siquiera para buscar los abastos en los que sirven carimañolas o tamales, alimentos que le traerían el sabor de su tierra.

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Foto: Alejandro Cegarra

Para el oído avispado el acento le delata.

– ¿Usted no es cachaco, verdad?
– No señorita. Soy del departamento de Bolívar, de Cartagena.

Costeño, de Colombia. Y mira al infinito. “Yo sueño mucho, señorita, mucho. Sueño para distraerme, para imaginar, para que la mente no se ocupe en pensar malas cosas”. Sueña y pasea entre el piso 17, donde se sienta para notar la brisa y tratar de rememorar el olor del mar, y el piso justamente inferior, donde vive con su hija, también colombiana, su yerno y su nieto de 10 años. Esos son sus pequeños dominios, porque bajar las 16 plantas sin ascensor de la Torre es un fastidio para cualquiera, pero para él es un calvario.

Desde hace un tiempo la rodilla izquierda empezó a fallarle, “son 65 años, señorita, demasiado bien he estado”, dice. En Cartagena, el seguro de su otra hija le cubría los gastos y lo trataban. En Caracas va a un Centro de Diagnóstico Integral (CDI) del programa social del Gobierno Misión Barrio Adentro y allí lo ven médicos cubanos. “Poco a poco creo que mejora y podré salir a pasear”, dice sin perder la sonrisa.

Tiene la mirada y la voz como una marea suave, con sabor y cadencia, pero las manos, grandes, curtidas, son inquietas. Décadas atrás, amasaron pan. “¿Conoce el pan de bono? La receta es muy sencilla”, y dice de memoria cada ingrediente y hasta los grados a los que hay que ponerlo. Antes de venirse de Cartagena tenía un puesto de frutas y vegetales en un mercado. Se vino porque en Colombia “no está muy bien la cosa del trabajo” y en Venezuela se podía abrir una nueva posibilidad.

Cuando obtuvo el pasaporte en su país, se vino por tierra hasta Caracas. No tiene permiso de residencia, la visa de turista, de 3 meses, se le venció. Por eso tampoco sale a la calle, “no es cuestión de pasear sin tener papeles”, explica. Si no, ya habría recorrido la capital de punta a punta y, dice, se habría buscado una novia para acompañar estos días de soledad. “Bailaríamos vallenato, pero también salsa”. No ha mirado a las mujeres que viven en la Torre y se limita a “ser educado, decir buenos días y ya, porque uno no sabe si tienen marido y es mejor no meterse en líos”.

Para todo, esta es su filosofía: “yo vivo tranquilo, a mi aire, no me meto en las cosas de los demás, cada uno en su casa y Dios en la de todos, y así se evitan los problemas”. No es que haya visto ninguna situación extraña o violenta en la Torre, pero prefiere evitar que pase. No le gusta demasiado el edificio, excepto “el fresquito, la brisa que corre siempre”. El espacio en el que su hija vive desde hace unos años y que él solo habita desde hace unos meses, es pequeño, “poca cosa”, pero los cuatro se las arreglan para vivir ahí. Además, ahora está la mudanza. “Le darán una casa nueva a mi hija, dicen que son grandes, con varios cuartos, con mucha luz… Y agua corriente. Eso sobre todo se necesita, porque aquí lo que hay es una bomba de agua y se llena cada x tiempo”.

Y también él necesita trabajar, por eso viajó a otro país. Su esperanza, además de que su rodilla mejore, es que con el realojo de los habitantes de la Torre David venga la prometida cédula de residencia. “Dijeron que nos la iban a dar, que si uno no tiene problemas con la justicia, no habría problema”. Así tendría más facilidad para ponerse manos a la obra “con lo que sea”. Si no, se devolverá a Cartagena, a ver qué queda del puesto de frutas que le dejó a un compañero.

Mientras, seguirá en el ventanal sin cristal, observando desde lo alto la vorágine del centro caraqueño, las personas a las que les inventa una vida o con las que sueña que mueve los pies al son de ‘Altos del Rosario’.

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