Venezuela

Así se vive un mercado a cielo abierto

Cinco horas bajo el sol pueden convertirse en el portaobjetos de microscopio de lo peor del venezolano, y para el que lo quiera ver, quizás de lo mejor. Allí se encuentran todos: la vecina que acaba de llegar de Fort Lauderdale y la chavista que reclama a los que tocan cacerola y luego quieren llevarse pernil a 410 bolos el kilo.

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Foto: Archivo | AVN

Los venezolanos ya no compramos: sacamos. Hay que extraer lo que sea que esté obligado a despachar a precio regulado un establecimiento post-comercial, para luego revenderlo o canjearlo por lo que verdaderamente necesitamos. “Haya lo que haya, sáquelo”, es uno de los mandamientos que integran el decálogo del bachaquero. Podría ser también: producto despachado, producto sacado. Nunca abandone una cola, aunque usted no coma con detergente.

Si usted ha hecho cola en las últimas semanas incluso en establecimientos del Estado como el Abasto Bicentenario de Zona Rental, inaugurado hace tan poco como tres años por Hugo Chávez como el más grande y abastecido (valga la redundancia) de Venezuela, con independencia de su número de cédula, seguramente ha llegado a la misma conclusión: hay poco que sacar. Muy poco.

Como respuesta, el Gobierno-Que-Nunca-Deja-De-Estar-En-Elecciones ha creado los mercados a cielo abierto, que no son sino una modalidad de administrar la pobreza. Un anticipo de la escasez apocalíptica que afrontará la humanidad cuando el calor devaste la biodiversidad: sabiamente, nos han estado entrenando. Y una idea para un divertido reality show de cocina en TVES: proponga una receta con lo que consiga hoy en el super, por ejemplo, Cerelac, frijolitos chinos a 900 bolos y chicha marca Conde del Guácharo.

Para los que han estado viviendo en otro planeta, o simplemente en otro país, algunas lecciones que no por obvias dejan de ser ciertas, luego de un par de experiencias personales en mercados a cielo abierto en semanas recientes:

1. No compra quien quiere. Para comprar en un mercado a cielo abierto, hay que estar anotado en una lista. ¿Quiénes integran esa lista? En principio, los que pertenecen al consejo comunal o los que puedan comprobar que viven en la cuadra en la que se instala el tenderete rojo y a la que llega el camioncito controlado por la milicia. No se vale el “yo vivo diez metros más abajo del kiosquito”. No pretenderá usted comprar esta semana acá y volver a comprar otra semana un poquito más acullá, eso estimularía el posible bachaqueo de los productos que son para el pueblo. Por supuesto, ya usted sabe de qué otras maneras alguien puede conseguir ser anotado en un papel. Los que no estén en la lista y anden por allí de asomados deben esperar a que compren los anotados y ver si, de casualidad, sobró algo.

2. No se compra cuando se quiere. Los mercados a cielo abierto, conceptualmente, encierran la noción de la eficiencia perfecta: que Alá no vaya a hacer cola a la montaña, le llevamos la montaña (y la cola) a la puerta de la casa de Alá. En la práctica, ni siquiera para eso este Gobierno es eficiente. En el mercado en la cuadra del redactor, que se realizó el pasado sábado luego de cuatro semanas de falsas alarmas (“este fin de semana sí vienen, y el combo va a estar bien resuelto”, prometía la conserje con contactos), incluso con un buen puesto en la cola, el trámite de extracción se extendió desde las 9:00 am hasta las 2:00 pm, a la espera del (único) producto estrella: el pernil a 410 bolos el kilo.

3. No se compra lo que se quiere. Si la riqueza y variedad de los combos son un termómetro de la cornucopia del Estado venezolano una semana antes de unas elecciones cruciales, el panorama que nos espera en enero es sumamente retador, por emplear un término optimista. La olla está raspada. Un mes atrás, en una cuadra cercana, el redactor presenció el reparto de un combo de 1.500 bolívares que incluía, por ejemplo, carne, pollo, aceite, café, caraotas negras y dos leches en polvo. El combo de este sábado, aparte del pernil, era de solo 850 bolívares: un trozo de carne de segunda, dos paquetes de arroz, una sola leche en polvo marca Leche Casa (el empaque incluye abundante literatura sobre el heroico papel que jugaron las mujeres venezolanas durante el sabotaje de diciembre de 2002 y enero de 2003), una azúcar y una harina de maíz de la que no le gusta a nadie. Por supuesto, no hay opción de escoger. O combo o nada. No faltaba más. Escoger es un acto burgués que hace más lento todo. “Nosotros también nos queremos ir temprano”, se escuchará a los comuneros, además del ya imprescindible “traiga su bolsa”.

4. Es un acto de agradecimiento. Desengáñese: un mercado a sol abierto no es un acto aséptico y apolítico. Con la comida sí se juega. Durante las cinco horas, usted escuchará en altavoces todos los clásicos musicales de Lloviznando Cantos, Ska-P y Chávez cantando “Mi gran noche” a dúo con Raphael a lo Natalie y Nat King Cole. El consejo comunal responsable le recordará, a través de un micrófono, “que este reparto de comida solamente es posible gracias al candidato del PSUV de esta circunscripción, al que algunos vecinos le tocaron cacerola y a quien debemos nuestro agradecimiento”, aunque en realidad nadie le esté regalando nada a nadie. Amenazas paternales: “Una señora vino a reclamarnos que no está en la lista, si se repite otro acto de violencia, nos veremos obligados a suspender el operativo”. Se le repartirá un volante del oficialismo y se anotará su teléfono celular para, probablemente, ser llamado a votar el 6-D a través de un mensajito sincronizado con el toque de Diana. Se escuchará mascullar a los repartidores, a veces más resignados que rencorosos: “Nosotros sabemos que hay muchos que vienen a comprar acá y luego votan por la oposición”.

5. Es físicamente imposible la constitución de una cola del ancho de una persona. Cuando se estacione la gandola-frigorífico del pernil, momento para el que faltan todavía por lo menos tres horas más de cola y uno comete el error inducido de levantarse de la silla playera y dejar de resolver Sudokus, los responsables del reparto de comida intentarán infructuosamente que la gente se corra hacia atrás (¡ni para coger impulso!) y se forme una fila ordenada y racional: una persona detrás de otra, como debió ser en Checoslovaquia. Pero estamos en Venezuela. Donde hubo siete, en una hora habrá 14, y dentro de una hora más, 21, independientemente de que estén o no en lista. Hay un orden de llegada, pero predomina un orden de lista. Todos los vecinos del condominio donde funciona la sede del consejo comunal se pegarán detrás del único que bajó a hacer cola desde las 9:00 am. Para incrementar el caos, se improvisará a último momento (aunque hubo mínimo dos horas para pensar en ello) la formación de una fila para tercera edad, embarazadas y discapacitados, con sus respectivos coleópteros. Hay gente que uno no vio en toda la mañana-tarde, pero sale con su pernil. Alguien comenta: “Lo que los venezolanos creemos que es una cultura de la viveza, en realidad es la cultura de la pobreza”.

6. Del sapeo a la solidaridad, y de nuevo al sapeo. Un mercado a sol abierto puede ser un portaobjetos de microscopio de lo peor del venezolano, y para el que quiera encontrarlo, quizás de lo mejor. Allí se encuentran todos: las entaconadas y las cholúas. La chavista que murmura: “En ese edificio hubo una vieja tocando cacerola cuando vino de visita el candidato del chavismo, y ahora los ves haciendo cola”. El empleado de PDVSA que, no se sabe cómo, consigue un puesto privilegiado, y que no tiene necesidad alguna de andar en este Bataclán, pero agarra aunque sea fallo. La mismísima vieja de la cacerola. La vecina recién aterrizada en Maiquetía que cuenta de la tranquila vida de sus hijos en Fort Lauderdale. El motorizado que pasa y lanza el infaltable “sigan votando por Maduro”. La peor pesadilla del antisocial: todos los rostros de la cuadra a los que cada día se les elude la mirada, concentrados para capturar un pernil. Se estimula la cultura del sapeo: quién vive en la cuadra, quién no, quién es chavista, quién no. Luego de tres horas bajo el sol nariz a nariz, sin embargo, la polarización se resquebraja y es posible llegar a puntos de encuentro, por ejemplo, que antes vivíamos mejor. Eso sí, cuando se acaba el pernil, no hay alegría. Todo lo contrario.

7. No hay seguridad de nada. Un mercado a cielo abierto es como absolutamente toda otra forma de procurarse alimentos esenciales en el país: no existe ningún tipo de certeza o regla fija. Aunque en teoría el contenido del combo alcanzará para una familia/mes, no se sabe cuándo se volverá a realizar, si es que se realiza, de la misma manera que ahora no hay ningún sitio de Caracas en el que usted sepa que tendrá garantizada la materialización de un cartón de huevos en un día u horario determinados, así como cualquier otro producto básico. Dicen que a los antiguos egipcios les horrorizaba toda crecida o disminución inesperada del caudal del Nilo, y por extensión, cualquier evento que implicara inestabilidad o cambio. En la Venezuela de 2015, su civilización de más de tres milenios no habría resistido más de una semana.

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