Venezuela

La decepción del lavatorio de pies

“Es un acto simbólico que casi siempre se hace con monaguillos y niños. Nunca he visto que se celebre de manera masiva”, me aclaró un sacerdote amigo el Viernes Santo, ya demasiado tarde, después de que casi recorriera cuatro templos buscando agua para mis ñames

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Hay personas que somos pudorosas de pies. Yo, por ejemplo, yo nunca he usado ni siquiera pantuflas cuando ando en mi casa, y aunque admito que las cholas de Winston Vallenilla iniciaron una revolución del calzado masculino en Aprieta y Gana, si de mí dependiera implantaría una ley tipo Talibán que exigiera algo así como: “Macho no sale para la calle en sandalia”. También hay casos femeninos, por supuesto. Tengo una amiga que se pone medias panties con zapatos abiertos de tacón. Si se ponen a detallar hasta los videos más exhibicionistas de Britney Spears, como “Toxic” o “Don’t Let Me Be the Last to Know”, constatarán que casi nunca hay detalles de sus pies.

En dos patadas: no hay hombre con el pie bonito. Se puede demostrar con este par de fotogramas de la película 3-Iron de uno de mis cineastas favoritos, el coreano Kim Ki-Duk:

PAR DE PIES-IRON 6

Dicho esto, por la ley de atracción-repulsión, siempre cautivó mi imaginación que, entre los ritos tradicionales programados para la Semana Santa en cada parroquia eclesiástica, hubiera algo llamado “el lavatorio de pies. Generalmente se efectúa el Jueves Santo al final de la tarde. Uno tiende a pensar que para ese momento, hace alrededor de 1.980 años, Jesucristo ya cargaba una cruz encima o al menos lo retenían en una jefatura palestina, pero en realidad los acontecimientos de la Pasión apenas estaban por precipitarse.

En líneas generales me defino como un incrédulo, pero en 2016, todavía no sé por qué, me he sentido inclinado a participar en liturgias del catolicismo que antes me repugnaban, pero que ahora, quizás amenazadas por el zanganismo, me inspiran más bien curiosidad y ternura. Así que, presenciando la procesión del Nazareno de San Pablo en el espectacular contexto de la plaza Diego Ibarra (te lo reconozco, Jorge Rodríguez), me decidí: al día siguiente iría a mi primer lavatorio de pies. Y no por que Hidrocapital me hubiera cortado el agua.

Mi primera duda: ¿qué calzado ponerme? Por lo menos un talquito había que echarse. Otra cosa: al igual que ocurre con la comunión, ¿había que estar confesado y libre de pecado para que me lavaran los pies? Finalmente, había que seleccionar el templo. Uno no pierde la virginidad de pies en una iglesia cualquiera. Vivo en el Oeste de Caracas y me decidí por asomarme en una más o menos importante: la de La Pastora, donde cada 6 de enero celebran la Misa del Deporte. Por cierto, afuera tiene un letrero que dice: Ninguno es tan bueno que no necesite entrar (a lo que yo agregaría con un grafiti: y ningún es tan malo que no pueda pasar). A las 4:30 pm empezó una misa normal, pero no vi ningún movimiento de pies excepcional. Paticas, pa’ qué las quiero. Salí, tomé una camioneta de Puerta Caracas y me movilicé hasta la iglesia de San Francisco, cerca de la Asamblea Nacional. Un sacerdote con acento español (¿los curas son el petróleo de ese país?) disertaba sobre el acto del lavatorio de pies, pero solo de manera teórica.

Caía la tarde y empecé a experimentar la misma angustia de comprar regalos antes de que cierren las tiendas el 24 de diciembre, de ir corriendo a abrazar a mi mamá cuando faltan cinco pa’ las doce el 31 de diciembre o de cazar a Drácula antes de que se ponga el sol en Transilvania. Me fui para nada menos que la Catedral, que tenía todos los banquitos de madera repletos, y traté de situarme de pie lo más cerca posible del púlpito, aunque estaba resguardado por jóvenes con franelas verde oscura identificados como la Brigada de Orden y Protocolo de la Arquidiócesis de Caracas, algo así como la Ballena y el Rinoceronte en versión eclesial.

Tendía a imaginarme el lavatorio de los pies como una especie de baño del Hospital Vargas o el festival  hinduista de Kumbh Mela, con un reguero de agua en el piso y un montón de cristianos en cholas pegando brincos en charcos. Pero nunca menosprecies la organización de una institución con dos milenios de existencia. El lavatorio es una ceremonia bastante pulcra. Monseñor Tulio Ramírez, obispo auxiliar de Caracas, se dispuso a lavar los pies de un grupo de niños previamente seleccionados y sentados en “V”, mientras los monaguillos le llevaban una bacinilla de plata y un lienzo blanco. Solo un poquito de agua: después de todo, los venezolanos nos hemos acostumbrado a que todo sea de a poquito: un tobito de agua, media tacita de arroz, un pan de piquito. Traté de acercarme a tomar fotos, pero las fuerzas represivas me contuvieron con gentileza. Me decepcioné un poco, aunque pensé: después de todo, Monseñor no le lava los ñames a cualquier manganzón que ni siquiera ha rezado penitencia. Por cierto, tengo un amigo que ha tomado fotos para publicaciones como Urbe Bikini y suele afirmar: “La mayoría de las modelos en este país no tienen pies, sino ñames”. Quizás la proporción estadística realista sea como la de la Cenicienta: un pie que vale la pena por cada trío de hemanastras.

El lavatorio de pies tenía que ser algo más, confié. Ya con el cielo púrpura, a las 6:00 pm, me empujé lanzado para mi último intento del Jueves Santo en el templo más cercano que se me ocurrió: el de Corazón de Jesús, en la avenida Fuerzas Armadas. Para mi sorpresa, me topé con un apuesto párroco afrodescediente de ligero acento antillano que estoy seguro de que le erizaría los vellos de la piel a Madonna más que Leon Robinson, el San Martín de Porres de “Like a Prayer”. Sin embargo, lo mismo: los que se lavarían los pies (esta vez con tierno besito en pie y todo) ya habían sido seleccionados previamente por lista cerrada y esperaban sentaditos cerca del altar. Experimenté el pecado capital de la envidia. En esta ocasión no se trataba de niños, sino de ancianos y de jóvenes que creo que padecían algún tipo de discapacidad. Lo que no es habitual. “El lavatorio de pies es un acto simbólico que casi siempre se hace con monaguillos y niños. Que sepa, nunca he visto que se celebre de manera masiva, como una comunión”, me aclaró al día siguiente, ya demasiado tarde, un sacerdote amigo por teléfono. Igual trataré de averiguar más del tema y volveré a intentarlo en 2017.

Después de todo, lo importante es lo que el lavatorio de pies representa: Cristo, el mismísimo Dios, se humilla ante Pedro, uno de sus apóstoles, que le responde indignado:

—Señor, ¿tú me lavas los pies?

—Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora, mas lo entenderás después. 

—Señor, no me lavarás los pies jamás.

—Si no te lavo, nada tienes que ver conmigo (Juan 13).

Lo que encierra una metáfora acerca del servicio público: los funcionarios de altos cargos a los que hemos elegido en realidad están para lavarnos los pies a nosotros, no al revés. Por eso yo no pierdo la esperanza de que esa bomba llamada Iroshima Bravo, que fue una de las diputadas más preciosas en el período 2002-2006, antes de que en un futuro llegaran Delsa Solórzano o Leidy Gómez a la Asamblea Nacional, algún día me haga mi primera pedicure en Miami.

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